‘Lali: La que le gana al tiempo’ comienza como una reconstrucción del silencio, un intento de entender qué ocurre cuando una artista tan expuesta como Lali Espósito decide mirarse desde fuera de la euforia. Lautaro Espósito, primo y director del proyecto, traza un recorrido por los años en los que la cantante se apartó del ruido para redefinir su vínculo con la música y con el público. Netflix ofrece aquí un escaparate para un relato que no se limita a exhibir logros ni cifras de giras, sino que se adentra en la trastienda del oficio. La película, sin dramatismos forzados ni sentimentalismo, traduce en imágenes el paso del tiempo y la manera en que la artista vuelve a apropiarse de su propio nombre. Esa combinación de cercanía y contención marca el tono de una obra que observa sin idolatría y narra sin adornos innecesarios.
El relato se construye desde la quietud de los meses sin escenario. En ese periodo, Lali reorganiza su modo de trabajar y de entender su papel en una industria que exige velocidad constante. El documental entrelaza conversaciones con su equipo, ensayos, viajes, discusiones artísticas y pequeños rituales cotidianos. Cada detalle contribuye a dibujar una idea de disciplina que va más allá del entrenamiento físico o vocal, convirtiéndose en un método para mantener la cabeza firme en medio del ruido mediático. El espectador no recibe una historia de victorias, sino una mirada a los mecanismos que sostienen la continuidad de una carrera. Espósito evita los grandes gestos y prefiere los momentos mínimos: una corrección de tono, un comentario al paso, una carcajada en medio del cansancio. Esa acumulación de gestos compone una imagen sólida de la tenacidad que sostiene a la artista.
La trama que organiza ‘Lali: La que le gana al tiempo’ gira en torno a la relación entre la figura pública y la persona que sostiene esa imagen. El documental muestra cómo la artista construye una red de confianza con su familia y amigos, que se vuelven parte activa del proceso creativo. Su madre, su primo y otros allegados no aparecen como testigos pasivos, sino como engranajes de una estructura que la protege frente a las exigencias de la industria. La película presenta esta dinámica sin solemnidad, con naturalidad, subrayando cómo la contención emocional puede funcionar como escudo frente al desgaste que impone la exposición. Esa lectura familiar y colectiva da al film una dimensión política: sugiere que el trabajo artístico, cuando se asienta en la colaboración, se convierte en una forma de resistencia ante la competitividad y la imposición de estereotipos que aún persisten en el pop argentino.
El componente social aparece con fuerza cuando se abordan los episodios de tensión pública entre Lali y el presidente Javier Milei. Lejos de recrearse en el conflicto, la película lo introduce como un reflejo de la relación entre arte y poder. Lali ha defendido abiertamente los derechos de las mujeres y de la comunidad LGBTIQ+, y esa coherencia entre discurso y práctica se traduce en una presencia constante en marchas y debates públicos. Espósito integra esas secuencias en paralelo con los conciertos y las grabaciones, planteando que el escenario y la calle forman parte de un mismo espacio de expresión. El documental no convierte la política en eslogan, sino en un marco que explica por qué su música adquiere un sentido colectivo. El espectador entiende que su figura pública no es solo producto del entretenimiento, sino de una postura ética y moral que asume consecuencias sin dramatismos ni victimismo.
La dirección de Espósito se apoya en la alternancia entre los espacios íntimos y los grandes estadios. Las luces frías, los planos cerrados y las conversaciones de camerino contrastan con los planos aéreos de Vélez Sarsfield repleto. Esa oscilación entre interioridad y magnitud visual define el tono de la película. El montaje rehúye la velocidad publicitaria para dejar respirar las imágenes, permitiendo que el paso del tiempo se sienta dentro de cada secuencia. Las canciones acompañan este ritmo narrativo: la voz se escucha entre ensayos y pruebas de sonido, como si el documental quisiera mostrar cómo la música nace del cansancio, la insistencia y la corrección. En lugar de exhibir un producto terminado, la película enseña el proceso de elaboración y cómo ese recorrido redefine la relación entre la artista y su público.
La lectura estética y moral que propone ‘Lali: La que le gana al tiempo’ se apoya en la idea de permanencia. Espósito no busca el efecto inmediato, sino la observación sostenida de un trabajo que se construye paso a paso. La narración, apoyada por un diseño de sonido que mezcla registro ambiental con secuencias musicales, genera la sensación de que cada momento contiene una parte del esfuerzo total. La película no pretende conmover ni convencer: simplemente muestra cómo se sostiene una carrera desde la coherencia. Lali Espósito aparece sin artificios, concentrada en su rutina, consciente de su papel como referente pero también de su vulnerabilidad ante un entorno que convierte cada gesto en noticia. Esa claridad es el mayor logro del documental, que logra transmitir la serenidad de alguien que entiende el éxito como continuidad más que como explosión. Netflix, con su alcance global, amplifica esa imagen sin distorsionarla, convirtiendo la historia en un retrato sobre la madurez y la responsabilidad dentro del espectáculo.
