La voz de una niña que llama entre ruinas basta para quebrar cualquier idea previa sobre lo que el cine puede narrar. ‘La voz de Hind’, dirigida por Kaouther Ben Hania, parte de un registro real ocurrido durante un ataque en Gaza para construir un retrato inquietante sobre la impotencia, la burocracia y la distancia entre el deber institucional y la compasión individual. La película no se apoya en la espectacularidad ni en la lágrima fácil, sino en la escucha. A través de la conversación entre una niña atrapada en un coche y los trabajadores de una organización humanitaria que intentan socorrerla, la directora compone un relato que avanza entre el deber y la parálisis. En una sala blanca, con ordenadores encendidos y mapas digitales que se actualizan sin descanso, un grupo de personas intenta salvar una vida mientras todo a su alrededor mantiene el mismo ritmo administrativo de cualquier jornada. La guerra se filtra por el auricular, sin necesidad de mostrar un solo cadáver. Esa distancia entre la rutina y el horror resume la esencia del film.
La historia se desarrolla casi íntegramente en una oficina de la Media Luna Roja en Ramala. Allí, un equipo de operadores de emergencia recibe las llamadas de los civiles que piden ayuda desde Gaza. Entre esas voces, una se impone con una claridad desgarradora: la de Hind, una niña de seis años que habla desde un vehículo rodeado de cuerpos inmóviles. El guion, escrito por la propia Ben Hania, combina precisión documental y tensión narrativa, sin apartarse de los hechos que inspiraron la película. Omar, uno de los operadores, intenta mantener la calma mientras coordina el envío de una ambulancia, consciente de que cada minuto pesa como una condena. Los demás trabajadores siguen el proceso desde sus puestos, con la mirada clavada en las pantallas, incapaces de intervenir más allá de las órdenes que dicta la jerarquía. La cámara permanece inmóvil durante buena parte del metraje, subrayando la sensación de encierro. Esa quietud visual contrasta con la desesperación que se escucha en los auriculares. El resultado es un retrato de la guerra que no necesita sangre para ser devastador.
Cada personaje encarna una forma distinta de enfrentarse al colapso. Omar representa el instinto de acción, la necesidad de romper las reglas ante lo evidente. Rana, su compañera, intenta sostener a la niña con frases de consuelo que suenan tan inútiles como necesarias. Mahdi, el superior, defiende los procedimientos oficiales, convencido de que la única forma de sobrevivir en el caos es seguir el manual. Y Leila, veterana en ese trabajo, carga con la serenidad de quien ya ha escuchado demasiadas tragedias. Entre todos construyen una cadena que pretende ser eficaz y termina revelando su fragilidad. La directora no señala culpables directos, pero deja claro cómo el sistema humanitario se transforma en una maquinaria que impide actuar con rapidez cuando más se necesita. Esa tensión entre la compasión personal y la obediencia institucional sostiene toda la película. En las miradas, en los silencios y en los pequeños movimientos del cuerpo se percibe una presión que no estalla porque no hay lugar para hacerlo.
Ben Hania aprovecha la austeridad del escenario para hablar de política sin discursos. Las pantallas que muestran mapas y coordenadas simbolizan una burocracia que mide el sufrimiento en porcentajes y autorizaciones. La directora encierra a sus personajes en un espacio aséptico donde el color blanco domina, como si la limpieza visual fuese una forma de esconder la violencia. El sonido, en cambio, contiene toda la emoción. El murmullo de las llamadas, los clics de los teclados, el ruido de los ventiladores y la voz temblorosa de la niña forman una partitura que se impone sobre la imagen. La película convierte el audio real en el núcleo de su construcción moral. Lo que se oye pesa más que lo que se ve. Cada pausa se convierte en una espera insoportable. Cada respiración contiene una mezcla de esperanza y resignación. Esa elección estética convierte la historia en una reflexión sobre la distancia entre ver y comprender, entre oír y actuar.
La trama se despliega como un recorrido por la impotencia. A medida que el grupo intenta obtener permiso para enviar una ambulancia, se acumulan las trabas, los intermediarios, las confirmaciones que nunca llegan. La película expone con claridad el funcionamiento de un sistema en el que las vidas dependen de cadenas de mando diseñadas para mantener la neutralidad política. Esa neutralidad se revela como una forma de violencia encubierta, una manera de proteger las estructuras antes que a las personas. Los personajes, atrapados entre la empatía y la obediencia, encarnan un conflicto moral sin salida. No hay héroes ni villanos, solo profesionales que se enfrentan al límite de lo posible. En ese sentido, el film actúa como un espejo que devuelve una imagen incómoda del presente: la de una sociedad que confunde eficiencia con humanidad.
En el aspecto técnico, la película mantiene una coherencia admirable. El montaje, a cargo de Qutaiba Barhamji y Maxime Mathis, conserva el ritmo de la espera, sin ceder a la tentación del espectáculo. Los planos largos mantienen la atención sobre los rostros, dejando que el tiempo se acumule hasta volverse insoportable. La música, compuesta por Amine Bouhafa, aparece con discreción, casi como un rumor que acompaña a los personajes sin imponerse. La fotografía de Juan Sarmiento convierte el espacio cerrado en un territorio de tensión continua. Cada foco, cada reflejo, cada sombra tiene un sentido. La luz blanca, casi quirúrgica, transforma la oficina en un escenario donde la tragedia se administra con ordenadores y formularios. Esa coherencia formal hace que el relato gane fuerza sin necesidad de artificios.
A lo largo del metraje, la película despliega una crítica política y social sin recurrir a consignas. La guerra aparece como un contexto permanente que condiciona la vida cotidiana incluso lejos del frente. Ben Hania muestra cómo la violencia no se limita a las explosiones o a los disparos, sino que también reside en las normas, en las esperas y en las decisiones que se postergan. La historia de Hind se convierte así en un retrato colectivo de un territorio marcado por la pérdida. La directora logra que la voz infantil adquiera una dimensión simbólica: representa la inocencia aplastada por la estructura del poder, pero también la persistencia de la vida que se resiste a desaparecer. Escuchar a esa niña es enfrentarse a una verdad que no necesita imagen para existir.
En su tramo final, la película alcanza un tono casi litúrgico. Los personajes, agotados, se enfrentan a la evidencia de que su esfuerzo no basta. La cámara se detiene en sus rostros, como si buscara una mínima chispa de alivio. Lo que permanece no es la acción sino la escucha. ‘La voz de Hind’ convierte el acto de oír en una forma de resistencia. La película no pretende enseñar ni consolar. Se limita a registrar lo que sucede cuando la compasión choca con el muro de la administración y cuando la vida se mide en informes. Esa mirada directa, sin adornos, sitúa la obra dentro del cine más comprometido de los últimos años, junto a propuestas que, como las de Cristian Mungiu o László Nemes, entienden que la ética de la representación importa tanto como la historia contada. La directora tunecina reafirma aquí un estilo que combina rigor y sensibilidad, sin discursos ni artificios. En esa claridad reside su fuerza.
‘La voz de Hind’ se estrenó en el circuito europeo y llegará a plataformas digitales en las próximas semanas. Su recorrido internacional confirma que el público busca relatos que no esquiven los dilemas morales contemporáneos. Kaouther Ben Hania demuestra que el cine puede acercarse a la realidad con un lenguaje sencillo y a la vez perturbador. La película no ofrece consuelo, pero deja una huella que permanece. Esa voz infantil, repetida en bucle en la memoria, nos recuerda que la guerra también se escucha desde una oficina, desde un teléfono, desde cualquier lugar donde la vida y la muerte dependan de una llamada.
