Cine y series

La vida fuera

Mario Martone

2025



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La primera imagen de La vida fuera transmite una calma engañosa. Una mujer atraviesa Roma con la serenidad de quien parece haber aprendido a convivir con la ruina. No hay introducciones ni artificios: Mario Martone nos coloca ante Goliarda Sapienza como si su biografía ya formara parte de un rumor compartido. Nacida en una Italia que aún arrastraba las sombras del fascismo, la escritora se convierte aquí en espejo de una época que castigaba la independencia femenina y desconfiaba del pensamiento libre. Martone evita la solemnidad y prefiere una mirada directa, casi doméstica, en la que cada rincón de la ciudad respira desgaste, contradicción y deseo de permanencia. Desde el inicio, la historia se organiza alrededor de una tensión entre el encierro físico y el mental: las prisiones reales y las invisibles, aquellas que impone la sociedad o la propia conciencia.

El punto de partida es un acto mínimo que desencadena una cadena de consecuencias: Goliarda roba unas joyas a una mujer que la ha humillado. Ese impulso, mezcla de orgullo y necesidad, la conduce a la cárcel de Rebibbia. La narración se fragmenta entre pasado y presente para revelar cómo un gesto impulsivo se transforma en detonante de un cambio interior. En el encierro, la escritora se cruza con Roberta y Barbara, dos mujeres jóvenes que viven entre la marginalidad y la rebeldía. Lo que podría haberse convertido en una relación paternalista se transforma en un intercambio de energía vital: Goliarda se alimenta de la libertad salvaje de esas presas, mientras ellas encuentran en ella un referente que les permite mirarse sin culpa. Martone no romantiza la cárcel ni convierte a sus personajes en mártires. Lo que muestra es una convivencia donde la solidaridad surge en medio de la suciedad, donde la ternura se abre paso entre insultos y silencios, donde las jerarquías se desdibujan en favor de una comunidad precaria que resiste dentro de los muros.

La película concentra buena parte de su fuerza en el vínculo entre Goliarda y Roberta. No se trata de una simple relación de afecto ni de una atracción velada. Es el enfrentamiento entre dos maneras de entender la vida. Goliarda representa la lucidez que concede la experiencia y Roberta encarna la furia de quien todavía cree que el mundo puede ser torcido a su antojo. En cada conversación, en cada mirada, se siente la tensión entre admiración y desconfianza. La escritora observa a la joven como una fuente de inspiración, mientras Roberta percibe en ella un intento de apropiación. Martone construye ese duelo con una precisión que evita el sentimentalismo. La cámara se mantiene cerca de los cuerpos, registrando los temblores y las pausas, los momentos en que la proximidad se convierte en amenaza. No hay redención ni lecciones morales, solo un proceso de aprendizaje mutuo en el que ambas mujeres descubren que la libertad se conquista incluso cuando las puertas siguen cerradas.

Fuera de la prisión, La vida fuera amplía su mirada hacia una Roma que parece suspendida en una década que ya no existe. Las calles, las peluquerías y los bares que frecuentan las protagonistas funcionan como refugios donde intentan continuar una vida que se resiste a recuperar su ritmo. Barbara, convertida en dueña de una tienda de perfumes, representa la ilusión de una segunda oportunidad. Pero el film insiste en que esa aparente normalidad no borra el estigma del pasado. Las tres mujeres vuelven a reunirse en ese local en una escena que Martone filma con una mezcla de pudor y crudeza. Se duchan juntas, como si el agua pudiese borrar lo vivido. Lo que emerge de ese momento no es erotismo, sino un intento desesperado por sentirse limpias de culpa. Es la imagen de una purificación imposible, donde cada gota resbala sin arrastrar nada. Esa secuencia resume el tono del film: un equilibrio entre la intimidad y la distancia, entre la emoción y la observación.

Martone combina con inteligencia los elementos técnicos para reforzar su discurso. La fotografía de Paolo Carnera ilumina los rostros con una claridad casi hiriente, como si el sol del mediodía italiano no concediera sombra a los errores. Las paredes grises de Rebibbia comparten textura con los apartamentos humildes de Roma, subrayando que la frontera entre el dentro y el fuera es más moral que física. La música de Robert Wyatt introduce una disonancia que rompe cualquier intento de melodrama. Es un sonido extranjero, ajeno, que acentúa la idea de desplazamiento constante. La dirección no busca brillar, sino organizar el caos de las emociones con una sencillez que deja espacio al espectador. En cada encuadre se percibe la intención de convertir lo cotidiano en un territorio de reflexión política. Las mujeres que habitan esta historia no son víctimas, pero tampoco heroínas; son cuerpos que soportan el peso de una estructura social que las prefiere sumisas o desaparecidas.

El guion, escrito por Martone junto a Ippolita di Majo, combina la biografía real de Sapienza con una lectura más amplia sobre la identidad femenina y la marginalidad intelectual. En el contexto de una Italia dominada por la rigidez moral y la desigualdad de clase, Goliarda encarna el conflicto entre el pensamiento libre y el sistema que lo asfixia. Su paso por la cárcel no se presenta como caída, sino como una forma de observación. Desde ese espacio cerrado comprende mejor las reglas invisibles que rigen la vida exterior: el desprecio por la pobreza, la hipocresía de los intelectuales, la fragilidad de los vínculos personales. Martone entiende que el poder del personaje no reside en la acción, sino en la mirada. Por eso cada plano parece construido desde la contemplación, desde la necesidad de captar la materia del tiempo y su efecto sobre las personas. En ese sentido, el film comparte con la literatura de Sapienza una misma voluntad de registrar la experiencia con una voz que se niega a desaparecer.

La interpretación de Valeria Golino articula el tono general de la obra. Su Goliarda no se refugia en el victimismo ni en la épica. Su forma de estar en el mundo tiene algo de resistencia silenciosa. Cada palabra suya pesa lo justo, cada gesto parece contener una vida entera de decepciones. Frente a ella, Matilda De Angelis ofrece una energía que rompe el ritmo y obliga a la película a moverse. Su Roberta es impulsiva, contradictoria, adicta a la intensidad. El contraste entre ambas da forma a un diálogo generacional que trasciende la anécdota. Martone utiliza ese enfrentamiento para hablar del deseo de pertenecer y de la imposibilidad de hacerlo del todo. Roma se convierte así en un mapa de heridas abiertas, un lugar donde las clases sociales se cruzan sin tocarse, donde la cultura y la marginalidad se observan con recelo. En ese paisaje, las mujeres de La vida fuera se aferran a lo poco que tienen: la compañía, la palabra y la esperanza de escribir su propio destino.

A lo largo de su metraje, la película mantiene una tensión constante entre la introspección y el análisis social. Martone no se limita a narrar la historia de una escritora encarcelada, sino que examina el modo en que la sociedad fabrica sus propias prisiones. El castigo se convierte en una metáfora de la culpa impuesta a las mujeres que deciden actuar fuera de los márgenes aceptados. La cámara registra la violencia cotidiana con una frialdad que evita la complacencia. No hay búsqueda de simpatía, solo exposición. Ese enfoque convierte La vida fuera en un relato sobre el coste de la libertad, sobre el precio que se paga por no adaptarse a la norma. Y, al mismo tiempo, plantea una reflexión política clara: la redención no llega de la ley, sino del vínculo entre quienes comparten la exclusión. En esa comunión se esconde el germen de una resistencia colectiva que trasciende el tiempo histórico y la biografía individual.

El cierre del film devuelve a Goliarda a la soledad de su escritorio. Escribir, en su caso, significa volver a organizar el caos del mundo en frases que lo contengan. Martone no celebra esa tarea como triunfo, sino como una necesidad que mantiene viva a la protagonista. En esa imagen final se concentra el sentido moral de la película: la creación como única forma de permanecer fuera, incluso cuando la vida sigue dentro de un sistema que castiga la diferencia. La cámara se detiene en su rostro sin dramatismo, como si entendiera que lo importante ya ha ocurrido y que lo demás pertenece al ámbito del silencio. Esa contención da a La vida fuera su verdadera densidad: una historia sobre la dignidad de quienes, incluso derrotadas, siguen mirando de frente.

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