El regreso de Imanol Uribe al terreno del cine histórico llega con una adaptación de la novela de Paloma Sánchez-Garnica que sitúa al espectador en la Europa dividida de los años sesenta. El director, con una larga trayectoria en relatos donde lo político se entrelaza con lo íntimo, se adentra esta vez en el espionaje durante la Guerra Fría, un género con el que siempre se había sentido cercano como lector y espectador. En esta ocasión se apoya en Álex González y Aura Garrido para dar forma a un relato en el que la tensión internacional se filtra en los hogares, donde la sospecha adquiere tanto peso como las intrigas de los servicios secretos.
El relato arranca en un Madrid gris del tardofranquismo, en el que un abogado de prestigio recibe un mensaje que altera los cimientos de su vida personal. La invitación a viajar al Berlín oriental le conducirá a un descubrimiento inesperado: la existencia de un hermano gemelo vinculado a la Stasi. A partir de ese momento, se abre un terreno de suplantaciones y engaños donde los vínculos familiares se confunden con los intereses políticos de las potencias enfrentadas. Uribe se sirve de esa dualidad para mostrar cómo las identidades privadas quedan atrapadas en juegos estratégicos mucho más amplios.
El personaje de Sofía, interpretado por Aura Garrido, encarna la otra cara de la historia. Su papel transcurre en la esfera doméstica, pero funciona como catalizador de las tensiones que recorren la trama. A través de ella se percibe el desajuste entre las promesas de estabilidad y la creciente inseguridad que se cuela en cada rincón de su matrimonio. Garrido opta por una interpretación contenida, que acentúa el desconcierto de una mujer sometida a silencios, medias verdades y ausencias de difícil explicación. Esa construcción ofrece un contrapunto necesario al despliegue de espionaje y se convierte en el anclaje más sólido de la película.
La cinta también apuesta por la recreación histórica como un elemento narrativo central. El Madrid apagado de finales de los sesenta y la opresiva arquitectura del Berlín dividido se muestran con un tono sobrio que evita el exceso de artificio. El diseño de producción y la fotografía transmiten un clima de frialdad constante que refleja la lógica de la época. Las tonalidades grises y azuladas dominan la puesta en escena, mientras que la cámara se acerca con frecuencia al rostro de los personajes para reforzar la sensación de encierro. Esa combinación sitúa la tensión en el detalle, más que en los grandes despliegues de acción.
Álex González asume el reto de encarnar a un abogado atrapado en un juego que no controla y, al mismo tiempo, a su gemelo convertido en espía. La duplicidad de roles resulta uno de los atractivos más claros de la propuesta, pues le obliga a modular registros que van desde la aparente seguridad de la vida familiar hasta la frialdad calculada del infiltrado. El actor resuelve el desafío con solvencia, aunque en determinados pasajes la caracterización corre el riesgo de simplificar la ambigüedad de cada figura. La película intenta sostener esa tensión entre lo individual y lo colectivo, entre la vida íntima y el tablero geopolítico.
Uribe afronta la adaptación con un guion que selecciona ciertas líneas de la novela para concentrarse en el espionaje. La decisión de simplificar la compleja red del libro se traduce en un ritmo irregular: momentos de gran intensidad conviven con pasajes donde la trama parece perder fuelle. La condensación narrativa deja vacíos que restan cohesión, y algunos giros se resuelven con una rapidez que debilita la lógica del suspense. En contrapartida, la película evita los excesos y mantiene una sobriedad que encaja con la tradición del cine de espionaje europeo, más cercano a John le Carré que a los espectáculos de acción.
La dimensión política se introduce a través del contraste entre España y Alemania oriental. La dictadura franquista aparece como un escenario que comparte con el bloque comunista la vigilancia y el control sobre la ciudadanía, aunque desde posiciones distintas. La película sugiere que las vidas privadas quedan atravesadas por decisiones que se toman en despachos lejanos, y que la fragilidad de los vínculos personales se amplifica cuando se inscribe en un contexto de tensiones globales. Esa perspectiva otorga al relato un aire reflexivo sobre la capacidad de las ideologías para infiltrarse en lo cotidiano.
El elenco secundario, con presencias como Zoe Stein o Irina Bravo, aporta piezas adicionales al rompecabezas, aunque algunas figuras aparecen esbozadas de forma limitada. Los personajes femeninos alrededor del matrimonio protagonista resultan interesantes porque subrayan el papel secundario asignado a la mujer en el tardofranquismo, donde su voz quedaba relegada a los márgenes de la vida pública. Uribe recoge esa condición y la convierte en parte de la atmósfera de desconfianza que impregna la película.
A pesar de sus irregularidades, ‘La sospecha de Sofía’ logra transmitir el peso de una época en la que la verdad parecía siempre resquebrajada y la confianza resultaba un terreno inestable. La película encuentra sus mejores momentos en la tensión silenciosa entre miradas y en la construcción de una atmósfera contenida que refleja la ansiedad del periodo. Queda, en todo caso, la sensación de que la adaptación podía haber alcanzado mayor densidad narrativa, aunque la dirección consigue sostener el interés hasta el desenlace.
