El regreso a una historia ambientada en Ibiza implica adentrarse en una época doblemente lejana: el final del franquismo y la euforia noventera que impulsó el auge del ocio nocturno internacional. Borja Soler, Roberto Martín Maiztegui y Clara Botas retoman su exploración sobre los lazos entre generaciones a través de un relato donde la música electrónica y el recuerdo familiar se entrelazan sin buscar espectáculo gratuito. La serie adopta un ritmo pausado que se apoya en el contraste entre un presente cargado de ambición profesional y un pasado que vibra con la promesa de una libertad aún por definir. En ese tránsito entre décadas se encuentra la intención de representar cómo los contextos sociales determinan las aspiraciones personales, algo que el formato narrativo a dos tiempos convierte en su principal estructura dramática. Desde el inicio, la cámara se detiene en los cuerpos y los espacios de la isla para marcar la relación entre identidad, deseo y memoria.
Marc Ribó, interpretado por Àlex Monner, aparece como un hombre absorbido por el éxito y el agotamiento de una Ibiza en pleno estallido turístico de 1996. Su residencia en Amnesia, epicentro del sonido trance y de la mercantilización de la noche, sirve de escaparate de una época donde la creatividad se enfrentaba al dinero fácil y a la invasión extranjera. Entre cabinas, fiestas interminables y una vida sentimental incierta junto a Vicky, el personaje trata de sostener una imagen que amenaza con resquebrajarse en cuanto se detiene la música. La dirección opta por mostrar esa fragilidad a través de movimientos lentos, de silencios interrumpidos por luces estroboscópicas y de una atmósfera que no disimula el cansancio vital del protagonista. El relato insinúa una crítica social sobre cómo el entretenimiento se transforma en industria y, con ello, despoja a los individuos de toda espontaneidad. La serie examina esa paradoja sin buscar moralejas, colocando a su personaje principal frente al espejo de un mundo que solo parece premiar la apariencia.
El segundo hilo temporal se sitúa en 1971 y reconstruye la llegada de los padres de Marc a una isla que todavía funcionaba como refugio para artistas y disidentes. Manuel, interpretado también por Monner, y Leonor, encarnada por Marina Salas, representan a una pareja atrapada entre la tradición y un entorno que promete una nueva manera de vivir. El relato utiliza este contraste para explorar la transformación de los valores familiares en un contexto donde la mujer empezaba a intuir la posibilidad de decidir sobre su propio destino. Leonor conoce a Violeta, una figura libre y contradictoria que despierta en ella una necesidad de romper con el papel impuesto por su tiempo. La narración muestra cómo esa relación se convierte en un impulso interior que modifica la forma en que Leonor percibe su entorno, al mismo tiempo que señala los límites sociales que condicionaban cualquier intento de emancipación. La secuencia de su conversación final por teléfono con su hijo resume ese anhelo de cercanía imposible en medio de una estructura patriarcal que aún resistía los cambios.
La construcción de los personajes femeninos constituye uno de los ejes más sólidos de la serie. Violeta, interpretada por Irene Escolar, articula un discurso de liberación que se opone al modelo conservador de la época. Su presencia altera la mirada de Leonor y, al mismo tiempo, anticipa las contradicciones de la siguiente generación, representadas por Olivia, su hija, en los noventa. Esa repetición de vínculos entre madres e hijas, o entre mujeres que se influyen a lo largo del tiempo, da al conjunto una dimensión política que supera la mera representación sentimental. La serie convierte la maternidad en un espacio de conflicto y aprendizaje, un territorio donde las expectativas sociales se enfrentan al deseo individual. En ese sentido, el trabajo de Salas y Escolar consigue transmitir la tensión entre lo íntimo y lo histórico con una contención que acentúa el peso simbólico de sus decisiones. Cada plano compartido entre ambas funciona como una meditación sobre la libertad y el precio de alcanzarla.
La dirección se apoya en una puesta en escena que busca continuidad entre las dos épocas. Los tonos cálidos y terrosos de los setenta contrastan con la saturación lumínica de los noventa, sin caer en el artificio nostálgico. Los creadores utilizan la isla como organismo vivo que cambia al ritmo del turismo, la especulación y las modas. Ese espacio, antes mítico y después mercantilizado, refleja el paso de una sociedad que sustituye la comunidad por la competencia. En cada secuencia se percibe la intención de capturar un entorno en mutación permanente, donde la naturaleza y el ruido urbano se entremezclan hasta volverse inseparables. La serie ofrece así un retrato del capitalismo incipiente que transformó la costa mediterránea, sin renunciar a mostrar las emociones contradictorias que acompañaron ese proceso. En este punto, la dirección comparte ciertas afinidades con la sensibilidad de autores como Paul Thomas Anderson, capaces de retratar la ambición y la pérdida desde una mirada contenida.
El planteamiento narrativo de 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza' encuentra su sentido en la duplicidad de rostros. Monner encarna padre e hijo con matices que los separan sin desdibujar su parentesco moral. Manuel simboliza el impulso de construir, de abrir camino en una tierra prometida; Marc representa el desgaste de esa herencia, la constatación de que los ideales acaban convertidos en mercancía. Esa continuidad entre generaciones aporta al conjunto una reflexión sobre cómo el tiempo altera los significados sin borrar las huellas. Las decisiones del padre condicionan los dilemas del hijo, y la serie se sirve de esa simetría para analizar la transmisión de la culpa, el deseo y la frustración. En la mirada del DJ que observa la pista de baile se adivina la misma sensación de extrañeza que acompañó a su padre ante la arquitectura emergente de los hoteles setenteros. Dos épocas separadas por un cuarto de siglo y unidas por la sensación de pérdida compartida.
En el tratamiento del sonido, la serie refuerza su identidad. Las mezclas de Marc en Amnesia funcionan como un eco de los ruidos del pasado, una reinterpretación literal del legado paterno. Cada transición musical marca un cambio de tono emocional y refuerza la idea de que las generaciones dialogan a través del arte. La ambientación sonora, meticulosa, convierte la discoteca en una metáfora de la memoria colectiva. Mientras tanto, los silencios en las secuencias rurales de los setenta subrayan el contraste entre el bullicio contemporáneo y el sosiego anterior al turismo masivo. Ese diseño sonoro establece un equilibrio que permite a la serie avanzar entre épocas sin rupturas forzadas.
A lo largo de sus seis episodios, 'La Ruta. Vol. 2: Ibiza' mantiene una coherencia temática que va más allá del relato familiar. Se trata de un retrato coral sobre la búsqueda de identidad en medio del ruido cultural y económico. Los personajes se mueven entre dos polos: la necesidad de pertenecer y el impulso de escapar. Cada escena plantea esa contradicción sin dramatismos innecesarios, apoyándose en la naturalidad de los intérpretes y en una dirección que concede tiempo a la observación. La serie, en definitiva, utiliza la historia de una familia para describir la evolución de una sociedad que aprendió a convertir el deseo en espectáculo. Ese enfoque, sostenido en la precisión narrativa, revela una madurez que trasciende la nostalgia y convierte el viaje a Ibiza en un espejo de nuestras propias contradicciones.
