Entre los mármoles fríos de un convento y los espejos bruñidos de los salones parisinos, ‘La Marquesa de Merteuil’ despliega un territorio de aprendizaje, ambición y venganza en el que la manipulación se convierte en la única herramienta de supervivencia. Jessica Palud dirige con pulso calculado esta reinterpretación del relato de Choderlos de Laclos, transformando la conocida estructura epistolar en un entramado visual de poder y deseo. Lejos de repetir fórmulas, la serie avanza como un relato sobre la fabricación de la identidad femenina en un sistema que solo permite ascender a través del artificio. La conjunción entre guion y encuadre funciona como un registro de la ascensión de Isabelle de Merteuil, interpretada por Anamaria Vartolomei, una joven que observa cómo la inocencia se convierte en un obstáculo y el afecto, en una herramienta política.
La trama arranca con un vínculo quebrado entre Isabelle y el visconde de Valmont, interpretado por Vincent Lacoste. Su traición opera como detonante y como rito de paso. A partir de ese momento, el deseo deja de ser un impulso y se transforma en estrategia. Palud sitúa a su protagonista en un laberinto donde cada decisión se mide en términos de posición y prestigio. En ese recorrido interviene Madame de Rosemonde, encarnada por Diane Kruger, una figura que representa la inteligencia práctica de quienes ya conocen las grietas del poder y aprenden a habitarlas. Su relación con Isabelle transita del dominio al reconocimiento mutuo, en un espejo donde la complicidad se mezcla con el cálculo. A su alrededor se mueven personajes que responden a los impulsos de una sociedad dividida entre el exhibicionismo del placer y la represión del sentimiento: el conde de Gercourt (Lucas Bravo), la piadosa Madame de Tourvel (Noée Abita) o la joven Cécile de Volanges (Fantine Harduin) son piezas de un juego que convierte el deseo en moneda de cambio.
El relato plantea de forma directa una lectura política sobre el control de los cuerpos y las reglas que condicionan la libertad. En los gestos de Rosemonde y en los silencios de Isabelle se esconde la idea de que el poder solo cambia de manos cuando se domina el lenguaje que lo sostiene. La serie articula esa transformación con una narrativa que evita la grandilocuencia y se apoya en los matices: los desplazamientos entre el claustro y los salones aristocráticos, las conversaciones envueltas en cortesía que encierran amenazas, los encuadres que oponen la luz dorada de los espejos a la sombra de las velas. Cada elemento funciona como una traducción simbólica de la tensión entre obediencia y desafío.
La evolución de Isabelle es el eje vertebral de la obra. Su paso de víctima a estratega nunca adopta el tono triunfal de la revancha, sino la serenidad de quien asume el precio del ascenso. La dirección privilegia el contraste entre la quietud del rostro y la turbulencia interior, una contradicción que define el espíritu de toda la serie. En la interpretación de Vartolomei hay un control calculado, un dominio de la mirada que revela tanto la fragilidad como la voluntad de imponerse. Frente a ella, Valmont encarna la herencia de una aristocracia que confunde la seducción con el ejercicio de la autoridad. Su figura se desplaza entre el arrepentimiento y el deseo de dominio, en un retrato que expone la fragilidad del poder masculino cuando deja de ser incuestionado.
La puesta en escena rehúye la teatralidad para crear una atmósfera en la que cada gesto adquiere valor político. Los diálogos, elaborados con una cadencia que mezcla la cortesía con la amenaza, sostienen la tensión entre lo dicho y lo insinuado. Palud utiliza los espacios como prolongaciones del conflicto: el convento funciona como metáfora de un encierro social, mientras los salones se transforman en campos de batalla cubiertos de terciopelo. La fotografía equilibra la precisión pictórica con una mirada contemporánea, y los movimientos de cámara insisten en la idea de vigilancia. Esa insistencia refuerza la lectura de ‘La Marquesa de Merteuil’ como un retrato del poder entendido como espectáculo, donde el dominio se legitima mediante la apariencia.
El discurso moral de la serie se construye en torno al aprendizaje de la crueldad. Isabelle comprende que el control exige renunciar a cualquier forma de compasión. Su relación con Rosemonde encierra una tensión generacional: una enseña a usar el artificio, la otra lo transforma en arma. Esa dialéctica resume la crítica social que atraviesa toda la narración: la subordinación femenina disfrazada de privilegio y la educación sentimental como entrenamiento para la obediencia. La serie se detiene en los mecanismos del deseo como estructura de poder, sin convertirlo en simple erotismo. El cuerpo aparece como territorio político, atravesado por la jerarquía y el cálculo.
El trabajo de los secundarios amplía las lecturas posibles. El conde de Gercourt representa la violencia del privilegio, mientras Madame de Tourvel introduce la idea de fe como refugio frente al desengaño. Cécile y Danceny, en cambio, encarnan la ingenuidad sacrificada, los peones sacrificados en un tablero que apenas comprenden. El guion articula sus trayectorias como variaciones sobre una misma idea: la imposibilidad de distinguir entre amor y poder en una sociedad donde ambos conceptos se confunden.
La dirección de Palud se caracteriza por un equilibrio entre control y riesgo. Sus composiciones recuerdan a la elegancia de cineastas como Patrice Chéreau o Benoît Jacquot, interesados en la representación del deseo como construcción política. Cada plano sugiere que el artificio no disfraza la verdad, sino que la fabrica. Esa mirada convierte ‘La Marquesa de Merteuil’ en una obra sobre la creación de la máscara y el coste de llevarla demasiado tiempo. La música y la iluminación refuerzan esa sensación de ceremonia perpetua, donde cada escena actúa como una confesión no pronunciada.
El desenlace condensa la ironía moral del relato. Las alianzas se disuelven, los vínculos se rompen, y lo que queda es la constatación de que la conquista del poder implica asumir la soledad como forma de permanencia. Isabelle alcanza una posición privilegiada, aunque ese logro se acompaña de una pérdida: la desaparición de cualquier vínculo genuino. En ese cierre, la serie se aparta de la tragedia clásica y propone una reflexión sobre la supervivencia. No se trata de redención ni de derrota, sino de la constatación de que el deseo de dominio termina por devorarse a sí mismo.
