Cine y series

La larga marcha

Francis Lawrence

2025



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‘La larga marcha’, de Francis Lawrence, arranca como un relato sobre la obediencia disfrazada de heroísmo. La historia se despliega con calma, sin aspavientos, como si la cámara avanzara al ritmo cansado de los jóvenes que recorren una carretera interminable vigilados por soldados y cámaras de televisión. El punto de partida, extraído de la novela homónima de Stephen King, sirve al director para indagar en los mecanismos del poder y en la forma en que una sociedad entera puede aceptar la violencia como parte de su cotidianidad. Lawrence filma desde la distancia exacta para observar el fenómeno sin dramatizarlo, permitiendo que las imágenes revelen la lógica de una nación que convierte la competencia en espectáculo. Cada paso de los caminantes transmite la carga moral de una cultura que confunde el sacrificio con el mérito, la resistencia con la docilidad.

El argumento resulta sencillo en apariencia, aunque se ramifica hacia múltiples sentidos. Cincuenta adolescentes seleccionados por sorteo emprenden una caminata a través de un país que los celebra y los vigila a la vez. Cada uno proviene de una realidad social distinta y arrastra un motivo para exponerse a la muerte. La promesa de gloria y recompensa funciona como un espejismo diseñado para sostener el orden. La marcha, televisada y convertida en evento nacional, mantiene entretenido al público mientras reproduce un sistema que premia la obediencia. Lawrence maneja la tensión sin recurrir al sobresalto. Prefiere un ritmo medido, casi hipnótico, en el que los personajes se desgastan a la vista del espectador. La cámara, siempre a ras de suelo, comparte el cansancio de los cuerpos, el polvo del asfalto y el silencio del esfuerzo continuo. Ese planteamiento refuerza la idea de un país que avanza sin dirección, sostenido únicamente por la inercia.

Raymond Garraty, interpretado por Cooper Hoffman, encarna al joven que conserva la ilusión de alcanzar el final, mientras Peter McVries, interpretado por David Jonsson, asume la realidad con un escepticismo que no le resta ternura. Entre ambos surge una relación de complicidad que se forma a través de gestos pequeños y miradas breves. Sus conversaciones, filmadas con la sencillez de un documental, transmiten la intimidad de quienes descubren que la única forma de resistir al sistema consiste en apoyarse mutuamente. Garraty representa la fe en la posibilidad de un sentido, McVries la lucidez de quien comprende el absurdo. Esa dualidad sostiene la emoción del relato, más allá de las muertes o del ritmo físico de la marcha. Hoffman expresa la progresiva pérdida de fuerza con un realismo que incomoda; Jonsson, en cambio, transmite serenidad en medio de la desesperación. Juntos crean un equilibrio que dota de densidad a toda la película.

El Mayor, encarnado por Mark Hamill, simboliza la autoridad que controla el juego sin mostrar afecto. Su presencia introduce un aire de amenaza constante, reforzado por su aspecto impasible y su tono de mando. La figura militar no solo representa al Estado, sino también a la mirada colectiva que observa sin inmutarse. La frialdad con la que se ejecutan las sanciones forma parte del espectáculo, como si el castigo fuese un ingrediente del entretenimiento. La puesta en escena insiste en la repetición de los pasos, el eco de los disparos y el sonido mecánico de las botas sobre el suelo. Cada elemento refuerza la sensación de una maquinaria perfecta en la que los individuos sirven de combustible. La fotografía de Jo Willems alterna la luz abrasadora del día con la penumbra azulada de las noches, creando un paisaje que se percibe tan hostil como inevitable.

Los personajes secundarios funcionan como ecos del mismo dilema. Hank Olson, Arthur Baker, Stebbins o Barkovitch encarnan distintas formas de esperanza, resentimiento o sumisión. Cada uno ofrece una variación sobre la idea de supervivencia, y la película dedica breves momentos a sus historias para que el espectador comprenda la amplitud del fenómeno. Ninguno destaca por encima del conjunto, lo que acentúa la sensación de anonimato colectivo. La dirección evita la tentación de individualizar el sufrimiento, y esa decisión resulta clave: la marcha adquiere así un valor coral, como si el verdadero protagonista fuese la multitud. La solidaridad surge en destellos, interrumpida por la competencia que impone el reglamento. Las conversaciones entre los participantes reflejan la mezcla de compañerismo y miedo, y cada disparo marca el avance de la narración como un metrónomo que mide la decadencia moral de todo un país.

El trasfondo político de la película se expresa con claridad. La marcha representa un sistema que transforma la violencia en ritual, el control en espectáculo y la obediencia en forma de identidad nacional. En esa dinámica resuena una crítica al capitalismo contemporáneo, entendido como una carrera perpetua donde la fatiga se disfraza de ambición. Los jóvenes caminantes funcionan como metáfora de generaciones obligadas a competir hasta el agotamiento, convencidas de que el esfuerzo las conducirá a la prosperidad. La dirección evita subrayar esa lectura, pero la disposición del relato y el comportamiento de los personajes la revelan con nitidez. La repetición del sufrimiento actúa como recordatorio de la indiferencia colectiva. El público que observa el evento se convierte en cómplice del sistema que lo organiza, y Lawrence captura esa complicidad sin mostrarla directamente, confiando en la inteligencia del espectador.

A medida que los días avanzan, el paisaje se vuelve un reflejo de la mente de los marchadores. El terreno abierto y las carreteras infinitas transmiten una sensación de encierro, una paradoja que resume la idea central del film: caminar sin avanzar. La luz cambia con el estado físico de los protagonistas, y el sonido del viento o del roce de las botas adquiere un valor narrativo propio. La ausencia de música extradiegética amplifica la tensión y obliga a escuchar el cuerpo, el jadeo, la respiración entrecortada. Lawrence apuesta por una estética seca, sin ornamentos, que acentúa la dimensión física del relato. Los pequeños descansos o los gestos de camaradería se convierten en momentos de humanidad dentro de un entorno desprovisto de consuelo. Todo en la película está orientado a que el espectador sienta la extenuación de los personajes, no a través de la empatía sentimental sino del tiempo compartido en pantalla.

La dirección de Francis Lawrence destaca por su disciplina visual. Mantiene una coherencia rítmica que evita la dispersión y logra sostener el interés sin recurrir a artificios. Las muertes se presentan con naturalidad, sin morbo ni dramatismo, lo que potencia su impacto. Cada eliminación se acumula sobre la anterior, generando una sensación de desgaste progresivo. En esa repetición se esconde la metáfora del progreso entendido como eliminación del débil. Garraty y McVries evolucionan desde la esperanza inicial hacia una forma de resistencia instintiva. Sus diálogos breves, los gestos de apoyo, las miradas que buscan compañía en medio del cansancio, revelan la persistencia de un vínculo que desafía la despersonalización impuesta por la estructura. Lawrence combina la escala íntima de esa relación con la amplitud del recorrido, componiendo una tragedia colectiva donde el heroísmo carece de sentido.

La película plantea también una reflexión moral sobre la forma en que la sociedad contemporánea percibe el sufrimiento ajeno. La marcha, retransmitida y aplaudida, evidencia una cultura que ha aprendido a contemplar la violencia sin inmutarse. El público invisible que sigue el evento simboliza la pasividad general ante la injusticia. La historia sugiere que la indiferencia se ha convertido en hábito y que la empatía ha perdido valor frente al espectáculo. El vencedor de la marcha encarna la paradoja del éxito: un individuo extenuado que ha sobrevivido solo para prolongar el ciclo. Lawrence se detiene en ese rostro final como si quisiera mostrar el precio de la victoria. Ninguna recompensa puede borrar la fatiga ni la culpa acumulada durante el recorrido. La última imagen deja una impresión de continuidad, como si otra generación ya estuviese preparada para repetir la misma travesía.

‘La larga marcha’ se consolida así como un estudio sobre el sometimiento, la ambición y la supervivencia en un contexto que glorifica el sacrificio. Francis Lawrence utiliza la sencillez del argumento para examinar cómo la autoridad y el espectáculo se alimentan mutuamente. El guion de JT Mollner condensa la novela original con precisión, dejando espacio para que los intérpretes expresen el deterioro físico y moral mediante su presencia. Cooper Hoffman y David Jonsson construyen un dúo que combina resistencia y ternura, mientras Mark Hamill encarna la distancia del poder que dirige sin implicarse. La película muestra con frialdad la fragilidad de un sistema que confunde la disciplina con la virtud y el sufrimiento con la grandeza. En cada plano late la idea de una sociedad que avanza sin rumbo, convencida de que su propia marcha equivale a progreso.

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