Desde su primera imagen, 'La hermanastra fea' se abre como una narración que combina el refinamiento de un cuadro antiguo con la frialdad de una disección. Emilie Blichfeldt construye su debut con una calma engañosa, transformando el mito popular en un retrato sobre la vanidad y el sufrimiento que produce. La historia se sitúa en un siglo XIX inventado, suspendido entre la miseria y la pompa, donde cada habitación parece contener una advertencia. No existe nostalgia en su mirada, sino una observación minuciosa del deterioro. La directora dispone los planos con una precisión que recuerda a un experimento controlado. El trabajo de fotografía de Marcel Zyskind captura la humedad de los muros, las sombras que se deslizan por los espejos y los cuerpos encerrados en una luz espesa. La música de Vilde Tuv introduce una cadencia lenta que se instala como respiración mecánica. En esa atmósfera detenida, la historia de Elvira surge como un eco distorsionado del cuento tradicional, convertido aquí en estudio de la obsesión y la deformidad moral que acompaña a la búsqueda de aceptación.
Elvira, interpretada por Lea Myren, se presenta como una joven moldeada por la necesidad de agradar. Vive bajo la autoridad de una madre que ve en el matrimonio la única vía de salvación económica. Al trasladarse junto a su familia a la casa de un nuevo esposo, la convivencia con su hermanastra Agnes inaugura una rivalidad que se extiende más allá de lo doméstico. La trama describe con detalle el proceso que lleva a Elvira a transformar su cuerpo para alcanzar la belleza exigida por el entorno. Cada intervención quirúrgica, cada ajuste impuesto por los demás, avanza como un paso dentro de un sacrificio planificado. La cámara mantiene una distancia implacable ante los procedimientos que incluyen ortodoncias, cirugías nasales, costuras de pestañas y tratamientos que alteran su interior. La violencia nunca se esconde ni se celebra. Se muestra como consecuencia lógica de un sistema que convierte el dolor en medida de valor. Elvira pierde su individualidad en el mismo momento en que alcanza el ideal que perseguía, y esa paradoja recorre toda la película como una corriente invisible.
La puesta en escena despliega un tono de comedia cruel que desorienta. Blichfeldt introduce momentos de absurdo que subrayan el sinsentido de la búsqueda de perfección. Los ensayos de etiqueta, las lecciones de danza o las visitas al doctor Esthétique funcionan como retrato de una sociedad que disfraza la tortura con formas de refinamiento. El guion mantiene una estructura de fábula, aunque vaciada de consuelo. El baile final, núcleo simbólico del mito, se convierte en exhibición grotesca de cuerpos recompuestos. La secuencia invierte el sentido de la recompensa y transforma el sueño en espectáculo. La directora se vale del artificio para desmontar la idea de progreso. El humor aparece como forma de resistencia ante lo insoportable, una risa que no alivia sino que delata. Esa contradicción mantiene viva la tensión narrativa y da lugar a una lectura política clara sobre la relación entre deseo y sometimiento.
El conjunto de personajes articula distintas formas de adaptación. Rebekka, la madre, actúa movida por la urgencia de asegurar la supervivencia de las suyas. Su disciplina adopta la forma de un cariño coercitivo que condiciona el futuro de sus hijas. Ane Dahl Torp interpreta ese papel con una rigidez que encierra miedo y cálculo. Agnes, la hermanastra que encarna la belleza normativa, vive prisionera de una apariencia que tampoco controla. Su relación con el caballerizo introduce un resquicio de deseo clandestino que el relato apenas permite respirar. Las tres mujeres se mueven en un mismo círculo de dependencia, unidas por el temor a quedar fuera de la mirada masculina. El príncipe Julian, interpretado por Isac Calmroth, se reduce a una presencia que representa el poder de decidir sin participar. La película convierte su indiferencia en síntoma de una estructura que perpetúa la competencia entre mujeres como espectáculo social.
El trabajo técnico mantiene una coherencia rigurosa. La iluminación se construye sobre veladuras que suavizan los contornos mientras preparan el terreno para el horror. El vestuario, diseñado por Manon Rasmussen, mezcla la opulencia con la restricción: telas que oprimen, corsés que funcionan como armaduras, adornos que dificultan el movimiento. Cada elemento visual expresa la idea de control. El diseño de producción de Sabine Hviid reproduce interiores cargados de humedad y decadencia, lugares donde la belleza se convierte en trampa. La directora organiza los tiempos con un ritmo contenido que alterna la quietud con irrupciones de violencia. No busca el sobresalto sino el desgaste acumulado. En una de las escenas más significativas, Elvira contempla su rostro tras la cirugía frente a un espejo agrietado. Esa imagen resume el propósito del film: mostrar un reflejo que se descompone mientras intenta alcanzar la perfección.
La lectura moral y social de 'La hermanastra fea' se construye sobre la idea de que la belleza opera como sistema de dominación. Las operaciones estéticas no solo modifican la carne, sino que traducen un mandato colectivo. Blichfeldt observa con frialdad ese mecanismo y evita cualquier consuelo narrativo. La violencia se presenta con tono administrativo, casi burocrático, como parte del orden cotidiano. El espectador asiste a un desfile de procedimientos donde la risa surge de la incomodidad, no del alivio. Esa ambigüedad conecta la película con una tradición europea del grotesco que utiliza el exceso para exponer las jerarquías invisibles. En lugar de una fábula de redención, la directora ofrece un estudio de la sumisión convertida en hábito. La cámara observa sin moralizar, y esa distancia otorga fuerza al conjunto. En cada gesto y cada encuadre se percibe una voluntad de examinar las raíces del deseo de aceptación.
El tramo final cierra el recorrido de Elvira sin resolverlo. La protagonista asiste al baile convertida en imagen perfecta, incapaz de reconocerse. La multitud la admira como se contempla un objeto de exposición. El príncipe la observa sin saber quién es. La escena del banquete posterior, con las mesas vacías y los restos del festín, resume la futilidad de la transformación. Elvira camina entre los despojos de su ambición mientras la música insiste en una serenidad falsa. La historia se apaga sin castigo ni recompensa, como si la metamorfosis continuara fuera del encuadre. Esa elección confirma que Blichfeldt concibe la narración como un ciclo que se repite en cada generación. La crueldad se mantiene intacta bajo una superficie ornamentada.
El film plantea una reflexión sobre el vínculo entre cuerpo, poder y representación. Su directora maneja el artificio como herramienta de análisis y encuentra en el horror una vía para hablar del control social. La precisión de su puesta en escena, el trabajo con el color y la composición la sitúan cerca de autoras como Lucile Hadžihalilović o Anna Biller, que también han explorado la estética como espacio de violencia simbólica. En 'La hermanastra fea', Blichfeldt transforma el cuento en espejo deformado donde se observa la persistencia del sacrificio como forma de pertenencia. Cada imagen mantiene una claridad que evita la exageración y apuesta por la observación paciente de un sistema que exige sufrimiento a cambio de aprobación. Su relato, desprovisto de sentimentalismo, convierte el horror en método de pensamiento.