La voz de una niña que llama entre ruinas basta para quebrar cualquier idea previa sobre lo que el cine puede narrar. Un mediodía de sol detenido en el aire basta para comprender el ritmo de 'La hermana pequeña'. Hafsia Herzi inicia su película con el rumor de una familia que come en silencio, un gesto tan sencillo como cargado de sentido. A partir de esa calma aparente construye una historia que mira de frente la educación, el deseo y la identidad. Herzi, que ya había demostrado interés por los cuerpos jóvenes atrapados entre la tradición y la independencia, adopta aquí una mirada más directa, sin adornos, pero cargada de observación. Su cine se aleja del artificio y se centra en la textura de los días, en la rutina que aprieta y en la resistencia que se filtra por los intersticios del hogar. La directora sitúa su relato en los barrios donde las ventanas abiertas dejan pasar la música y las conversaciones, espacios donde la religión, la familia y la juventud se mezclan como capas de una misma piel. Desde esa cotidianidad plantea un retrato político y moral que se asienta sobre los pequeños movimientos, sobre lo que se calla en una casa donde la convivencia pesa más que la palabra.
Fatima, la protagonista, avanza entre los límites de lo que se espera de ella y lo que empieza a desear. Vive con sus padres y sus hermanas, estudia filosofía y mantiene un vínculo estrecho con la religión musulmana. Herzi describe su entorno con precisión: el rezo, las comidas familiares, las discusiones menores que esconden tensiones de fondo. En ese contexto, la aparición de Ji-Na, una chica surcoreana que despierta en ella un afecto desconocido, transforma su forma de estar en el mundo. Lo que empieza como una amistad crece hasta volverse una necesidad difícil de nombrar. Herzi no busca la confrontación directa entre religión y deseo; le interesa más el modo en que Fatima intenta sostener ambas realidades sin renunciar a ninguna. La cámara la acompaña en ese esfuerzo, y cada plano sugiere la incomodidad de quien vive entre dos lenguajes que rara vez se entienden. La religión se convierte en refugio y en obstáculo, en fuente de calma y de conflicto. A través de ella, la película introduce una reflexión sobre cómo los códigos heredados pueden convivir con la pulsión de libertad sin que una deba destruir a la otra.
El trabajo de Nadia Melliti, que interpreta a Fatima, resulta clave para comprender el tono del film. La actriz no utiliza el dramatismo para comunicar, sino la contención. Su rostro expresa la tensión de una joven que se sabe observada y que aún así decide avanzar. Esa idea de observación atraviesa toda la película. Herzi filma como si escuchara, con un ritmo pausado que respeta la intimidad de los personajes. El modo en que se organiza el relato evita los grandes giros narrativos y se apoya en los detalles: la respiración contenida durante el rezo, la mirada hacia una amiga que ríe, el gesto de cerrar una puerta para estar sola. Cada uno de esos momentos refleja el aprendizaje emocional de Fatima, un aprendizaje que no se enuncia, se experimenta. La relación con Ji-Na se construye desde esa lentitud, y su desarrollo muestra cómo el amor se convierte en un espacio de descubrimiento, pero también de amenaza en una sociedad donde los límites morales se definen desde fuera.
El aspecto político del relato aparece sin discurso, en la forma de vida que la protagonista comparte con su familia. El padre encarna una autoridad discreta, marcada por el cansancio; la madre sostiene el equilibrio familiar con una mezcla de firmeza y comprensión. Herzi se aleja del retrato simplista de la familia inmigrante y prefiere mostrar los matices: la solidaridad entre hermanas, el cariño entre madre e hija, el peso de la cultura de origen que se transmite incluso cuando no se menciona. Esa red de vínculos sirve para situar la historia en un marco social más amplio. 'La hermana pequeña' no es una película sobre la religión en abstracto, sino sobre cómo las personas negocian cada día entre la norma colectiva y la vida privada. En ese sentido, el film propone una mirada moral sin ser moralista: no dicta qué está bien o mal, sino que observa cómo los personajes construyen su propio criterio dentro de una estructura que les impone límites. Esa mirada coloca al espectador frente a los dilemas cotidianos de la juventud que crece en sociedades multiculturales, donde la pertenencia y la libertad chocan de forma constante.
La dirección de Herzi combina la sensibilidad documental con la precisión narrativa. Los planos están compuestos con naturalidad, como si la cámara respirara junto a los personajes. La fotografía, con luz suave y tonos cálidos, enfatiza la proximidad y evita cualquier distanciamiento estético. Esa decisión visual refuerza el carácter cotidiano de la historia, pero también acentúa la tensión emocional que atraviesa el relato. En los momentos de intimidad, la cámara se acerca hasta casi rozar la piel, mientras que en las escenas familiares se mantiene a una distancia prudente, como si respetara un orden que no se puede alterar. El sonido, con murmullos, risas apagadas y canciones que emergen desde algún teléfono móvil, crea un ambiente que envuelve y acompaña. Herzi demuestra un control total sobre el ritmo, alternando secuencias de calma con momentos donde el silencio pesa tanto como las palabras. Esa forma de dirigir, cercana a la de Alice Rohrwacher o Kelly Reichardt, otorga al film una coherencia interna que permite que la emoción surja de lo cotidiano sin artificio.
A medida que avanza la película, Fatima se enfrenta a las consecuencias de sus decisiones. La relación con Ji-Na la obliga a reconsiderar su forma de entender el amor y la fe. Herzi filma esos conflictos sin necesidad de explicarlos, dejando que el cuerpo de la actriz hable. Hay una secuencia, cerca del final, en la que Fatima se detiene a mirar su reflejo en el espejo del baño después de discutir con su madre. No ocurre nada extraordinario, pero en ese instante se concentra todo el recorrido del personaje: el miedo, la culpa, la dignidad, el deseo de seguir adelante. La directora confía en la mirada de su actriz y en la atención del espectador, construyendo una escena de una intensidad serena. Esa misma serenidad domina el cierre del film, que evita los finales cerrados y prefiere la continuidad. Fatima reza de nuevo, pero ya desde otro lugar. Su oración suena igual y, al mismo tiempo, distinta. Esa transformación silenciosa resume el sentido de la película: aprender a convivir con lo que se es, sin pedir permiso a quienes dictan las reglas.
'La hermana pequeña' ofrece un retrato sincero de una juventud que vive entre la herencia familiar y la búsqueda de un espacio propio. Herzi construye un relato que combina el análisis social con la emoción contenida, sin caer en el sentimentalismo ni en la retórica. La película se asienta sobre una idea muy concreta: crecer implica revisar las certezas y encontrar un modo personal de sostenerlas. Fatima encarna ese proceso con una mezcla de temor y coraje. A través de ella, la directora plantea una reflexión sobre la libertad, la fe y el deseo como fuerzas que moldean la identidad. Su cine europeo se alimenta de lo cotidiano para hablar de temas universales, y logra hacerlo con una claridad que pocas veces se encuentra en el retrato de los conflictos morales de la juventud contemporánea. En cada plano se percibe la voluntad de comprender, más que de juzgar, y esa actitud convierte la película en una obra de observación lúcida sobre la complejidad de vivir entre tradiciones, afectos y responsabilidades.
'La hermana pequeña' ha sido proyectada en la más reciente edición del Queercinemad
