Cine y series

La familia McMullen

Edward Burns

2025



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Una comida familiar puede parecer la excusa más sencilla para abrir viejas heridas. En La familia McMullen, Edward Burns utiliza esa premisa para observar lo que ocurre cuando el tiempo separa a unos personajes que siguen atrapados en las mismas preguntas vitales de siempre. La película, estrenada en HBO Max, no necesita giros espectaculares ni escenografías aparatosas. Su fuerza está en el tono sobrio y en la naturalidad con que el director, también protagonista, retrata a una familia que, treinta años después, continúa girando en torno a las mismas obsesiones: el amor, la culpa y la religión. Burns construye un escenario donde las rutinas se mezclan con la nostalgia, y donde cada conversación parece esconder una deuda emocional no resuelta. Su estilo se apoya en una calma que encierra tensión, como si cada personaje caminara por un terreno minado sin saber cuándo estallará la siguiente discusión.

El punto de partida es un encuentro en casa de Barry McMullen, el hermano que intenta mantener la calma mientras su familia se desmorona en fragmentos de conversación y copas de vino. Patrick llega derrotado por un matrimonio que ya no existe, Molly vive entre la tristeza y el deseo de empezar de nuevo, y los hijos de Barry, Tommy y Patty, encarnan la versión moderna de las dudas que ya sufrieron sus mayores. La trama avanza a partir de esas pequeñas grietas domésticas: una boda que se tambalea, un reencuentro que despierta sentimientos antiguos, una casa que se vende porque sostenerla cuesta más que dejarla ir. La estructura se organiza como una cadena de escenas que, más que narrar, muestran el modo en que los McMullen cargan con lo que no se dice. Burns evita el dramatismo gratuito, pero dota a cada diálogo de un peso que revela la incomodidad de convivir con los propios errores.

Tommy, el hijo que sueña con ser actor, actúa incluso cuando no hay público. Sus intentos de enamorarse parecen una prolongación de su necesidad de fingir. Su historia con Karen, una mujer que se resiste a caer en el romanticismo fácil, sirve para reflejar el contraste entre la ingenuidad de quien aún cree en la espontaneidad y la prudencia de quien ya ha visto demasiado. Patty, en cambio, representa la lucha entre la tradición y la independencia. Su compromiso con Terrence Joseph se desmorona bajo la presión de las convenciones, y su relación posterior con Sam, un antiguo amigo, revela que el amor, en el universo McMullen, siempre nace acompañado de un cálculo, de una especie de resignación silenciosa. Burns no idealiza a sus personajes jóvenes, los retrata con sus torpezas y su cansancio, como si el entusiasmo fuese una moneda que ya no se usa.

La mirada más madura la aporta Molly. Su viudez no es un estado sentimental, sino una forma de vivir con la memoria. Cuando se plantea vender la casa, el espectador entiende que lo que está en juego no es el dinero, sino el peso de los recuerdos. Su relación con Walter, un viejo conocido que regresa como posible compañía, introduce una idea sencilla pero certera: la vida adulta no garantiza serenidad, solo ofrece nuevas formas de aprender a convivir con la pérdida. Las escenas entre ambos, llenas de una cordialidad incómoda, muestran a dos personas que se gustan, pero que han aprendido a hablar como si pedir afecto fuera una debilidad. Burns encierra esa tensión en espacios cotidianos: una cocina, un pasillo, una conversación que se interrumpe por la llegada de alguien. Esa economía de recursos convierte cada gesto en una declaración contenida sobre el miedo a quedarse solo.

Patrick, por su parte, sigue atrapado en la moral católica que lo define y lo atormenta. Su separación lo enfrenta con la idea de que la culpa puede ser más destructiva que el deseo. Su reencuentro con Susan, una antigua pareja, funciona como recordatorio de lo que ocurre cuando la fe se convierte en una forma de negar la realidad. Burns lo muestra vulnerable, incapaz de aceptar que la vida no sigue un orden divino, y ese conflicto lo transforma en uno de los personajes más ricos de la película. El guion no lo condena ni lo absuelve: lo observa con la misma distancia con la que él juzga a los demás. Esa capacidad de mostrar contradicciones sin convertirlas en discursos morales es una de las virtudes más claras del director.

El regreso de Nina, interpretada por Tracee Ellis Ross, introduce una energía distinta, un aire que rompe con la monotonía emocional del resto. Su relación con Barry, marcada por la historia y la casualidad, aporta al relato una ironía sutil sobre cómo el deseo y el pasado pueden confundirse fácilmente. Burns maneja esa tensión con una soltura poco habitual en las comedias sentimentales contemporáneas. Los diálogos entre ambos tienen ritmo, humor y un fondo de tristeza que revela la imposibilidad de reconciliar lo que fue con lo que queda. Nina, además, amplía el marco social del relato, alejando a los McMullen de su universo cerrado y aportando una perspectiva que descoloca sin resultar ajena.

La dirección de Edward Burns mantiene una coherencia que, sin llamar la atención, sostiene toda la película. Prefiere el diálogo al espectáculo, la palabra a la música, el gesto medido a la exageración. Su puesta en escena recuerda a la de otros cineastas que han explorado las relaciones familiares desde la sobriedad, como Noah Baumbach o Richard Linklater. Los planos, de luz cálida y composición sencilla, convierten el hogar en un territorio donde el tiempo parece suspendido. La cámara observa con respeto, sin interrumpir la naturalidad de las conversaciones ni forzar el ritmo. Burns confía en sus intérpretes y en el peso de sus silencios, consciente de que la emoción surge cuando se evita la impostura. La película fluye con una cadencia constante, como si cada escena fuera un eco del pasado resonando en el presente.

La familia McMullen plantea una mirada directa sobre las herencias afectivas y morales que lastran a varias generaciones. No hay redención milagrosa ni rupturas definitivas. Lo que existe es una cadena de vínculos que persiste pese al cansancio. La familia se convierte en un espejo donde los personajes observan sus defectos multiplicados, sin posibilidad de escapar. Burns muestra cómo las tradiciones religiosas, el peso del apellido y las decepciones sentimentales terminan construyendo una red de dependencia que ninguno logra romper del todo. Su cine apuesta por la palabra y la calma para exponer esas tensiones sin adornos. El resultado es una obra que se mueve entre el realismo y la memoria, entre la crítica y la comprensión. ‘La familia McMullen’ no busca impresionar, solo recordar que, por más que el tiempo pase, todos seguimos intentando arreglar lo que se rompió alrededor de una mesa.

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