Cine y series

La estación de las chicas perdidas

Gaëlle Bellan

2025



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Entre los muros de una ciudad del sur de Francia se extiende una historia marcada por la desaparición, la sospecha y la obstinación. ‘La estación de las chicas perdidas’, creada por Gaëlle Bellan y estrenada en Disney+, reconstruye un suceso que durante años ocupó portadas y llenó las calles de miedo. La directora, conocida por su participación en series como ‘El buró de las leyendas’, se adentra aquí en un terreno donde la memoria colectiva y la investigación criminal se cruzan con la mirada de quienes convivieron con la tragedia. La producción, dirigida por Virginie Sauveur, evita el impacto fácil y opta por una narración contenida que prioriza el seguimiento paciente de sus personajes. En su origen late una reflexión sobre el modo en que un país digiere el dolor cuando este se mezcla con el morbo mediático y con los límites de la justicia.

La serie se articula en seis episodios que recorren más de dos décadas de investigación. En su arranque, una joven recién incorporada a la policía, Flore Robin, llega a Perpiñán el mismo día en que aparece el cuerpo de una mujer asesinada cerca de la estación. A partir de ese instante, su carrera y su vida se confunden con un caso que marcará a toda una generación de agentes. Bellan convierte la investigación en un hilo que une distintas épocas, desde los noventa hasta la actualidad, sin recurrir a artificios ni trampas narrativas. En cada tramo, el relato pone el acento en el paso del tiempo, en la frustración ante los errores judiciales y en la persistencia de quienes se negaron a rendirse ante la indiferencia institucional.

El eje de la historia gira alrededor de tres crímenes y una desaparición, pero el guion evita el efectismo que suele acompañar al género. La serie se interesa por el modo en que los investigadores afrontan sus fracasos, por la soledad que produce la exposición pública y por la relación entre la policía y las familias que esperan una verdad que se resiste a llegar. El retrato de la ciudad, captado con una luz agria y calles polvorientas, acentúa la sensación de un lugar que respira miedo. Perpiñán se convierte en un personaje más, atrapado entre la rumorología y el deseo de recuperar la normalidad. Cada plano transmite esa mezcla de resignación y tensión que define a las comunidades atravesadas por un crimen que las marca durante años.

La elección de Camille Razat como protagonista dota al conjunto de una energía contenida. Su interpretación de Flore Robin combina determinación y vulnerabilidad, reflejando la contradicción de una agente que se mueve entre la ambición profesional y el peso de las víctimas. A su lado, Patrick Timsit aporta humanidad al veterano Félix Sabueso, mentor curtido en derrotas que equilibra el idealismo de su compañera. Hugo Becker y Mélanie Doutey completan un reparto que evita el estereotipo. Doutey interpreta a Marie-José García, madre de una de las desaparecidas, figura central del relato por su empeño en mantener viva la búsqueda. La actriz construye un personaje que encarna la obstinación y la fatiga, la voluntad de que el recuerdo de su hija no se diluya entre papeles y procedimientos.

El trabajo de Bellan se apoya en una documentación exhaustiva y en un acercamiento respetuoso a las familias reales que inspiraron la trama. Lejos de recrearse en el crimen, la serie examina las grietas del sistema policial francés de los noventa, con sus rutinas, su burocracia y su dificultad para integrar a las mujeres en cuerpos de seguridad dominados por el escepticismo masculino. A través de la figura de Flore, la creadora traza un retrato generacional de las profesionales que irrumpieron en un entorno donde la intuición femenina resultaba a menudo desestimada. El guion observa con precisión los códigos del poder interno, las jerarquías informales y la desconfianza hacia las jóvenes oficiales. Esa lectura social, integrada en el desarrollo narrativo, amplía el alcance de la serie más allá del crimen.

La puesta en escena de Virginie Sauveur combina sobriedad con momentos de tensión sostenida. La cámara se acerca a los personajes sin caer en el exceso de dramatismo, siguiendo de cerca sus miradas, sus silencios y los pequeños rituales del trabajo cotidiano. Las escenas de investigación evitan los clichés del thriller y se inclinan por una cadencia pausada, con planos que subrayan la rutina y el cansancio acumulado. La dirección de fotografía, dominada por tonos ocres y una luz de tarde persistente, transmite la sensación de un tiempo detenido. En algunos pasajes, la voz en off de Flore introduce una dimensión reflexiva, aunque su presencia resulta irregular y resta algo de fuerza al conjunto.

Más allá de su dimensión policial, ‘La estación de las chicas perdidas’ aborda la violencia contra las mujeres como un tema estructural. La serie se sitúa en un momento histórico en el que los feminicidios aún carecían de visibilidad mediática. Bellan y Sauveur ponen el foco en la percepción social de aquellas víctimas, retratadas entonces con una mezcla de compasión y prejuicio. La ficción rescata esa mirada para evidenciar cómo la falta de atención institucional prolongó la impunidad. Sin subrayados ideológicos, la narrativa deja que los hechos hablen por sí mismos: la dificultad de reconocer patrones de violencia, la lentitud de los avances judiciales y la carga emocional sobre las familias. En este sentido, el guion funciona como un recordatorio de la memoria colectiva, una forma de reparación simbólica para quienes quedaron en los márgenes de la historia.

El ritmo de los episodios combina momentos de calma con secuencias donde el suspense se impone. El montaje recurre a saltos temporales que permiten ver el desgaste de los personajes a lo largo de los años. Cada episodio abre una ventana a una etapa distinta de la investigación, mostrando la frustración acumulada y la transformación de los vínculos entre los agentes. El relato gana consistencia gracias a su equilibrio entre lo personal y lo procesal. Bellan construye así una estructura coral que alterna el punto de vista policial con el familiar, hasta que ambos se confunden en un mismo impulso: comprender lo que ocurrió y preservar la dignidad de las víctimas.

Desde el punto de vista técnico, la serie demuestra el crecimiento de la ficción francesa reciente. La ambientación reproduce con precisión los años noventa, desde la textura de la imagen hasta los interiores funcionales de las comisarías. Los diálogos, asesorados por antiguos investigadores, aportan verosimilitud sin caer en el documental. La música, discreta y envolvente, acompaña sin invadir, reforzando la sensación de tiempo suspendido. Todo en ‘La estación de las chicas perdidas’ está pensado para mantener la atención sin recurrir al exceso, con una cadencia que obliga al espectador a implicarse de manera gradual.

La carga política del relato se insinúa en la relación entre las fuerzas del orden y las víctimas, en la manera en que la institución se enfrenta a su propia lentitud y a los prejuicios sociales de la época. El guion sugiere que la violencia de género se perpetúa también a través de la indiferencia y de los errores sistemáticos de investigación. Esa lectura no se impone desde el discurso, sino que emerge de la acumulación de hechos, del cansancio y de las ausencias. La serie encuentra así su tono más convincente cuando observa sin juzgar, cuando deja que la mirada de los personajes revele el peso de la injusticia.

Al final del recorrido, ‘La estación de las chicas perdidas’ se presenta como una obra sobria que confía en el poder del detalle y en la contención del relato. Su valor radica en la coherencia entre fondo y forma: una historia que evita el exhibicionismo y prefiere la dignidad del silencio. Bellan y Sauveur entregan una ficción sólida, con un reparto en estado de gracia y una sensibilidad que transforma el hecho criminal en una reflexión sobre la memoria, la perseverancia y la fragilidad de quienes buscan la verdad durante toda una vida.

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