Cine y series

La empresa de las sillas

Tim Robinson

2025



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La aparición de ‘La empresa de las sillas’ en la programación de HBO Max introduce una mirada que se aparta de cualquier lógica habitual en la comedia televisiva. Tim Robinson, acompañado por Zach Kanin y dirigido por Andrew DeYoung y Aaron Schimberg, construye un relato que mezcla una vida laboral anodina con un entorno familiar que se descompone bajo la presión de la desmesura cotidiana. Desde el primer episodio, la serie sitúa su acción en un territorio reconocible, un parque empresarial de Ohio donde el protagonista, Ronald Trosper, asume la dirección de un proyecto comercial que simboliza la promesa de estabilidad. Ese punto de partida funciona como una superficie engañosa sobre la que se deslizan los primeros signos de un desajuste interno. Lo que comienza como un retrato de ambición laboral se transforma en una deriva de sospechas y hallazgos absurdos que convierten cada secuencia en un reflejo deformado de la rutina contemporánea.

El desarrollo de Ronald marca el pulso del relato. Su ascenso profesional, rodeado de compañeros que alternan la cortesía con el desconcierto, abre una grieta que deja ver una tensión latente entre la autoimagen y el entorno. El incidente con la silla, núcleo simbólico del argumento, se convierte en una puerta hacia un territorio de paranoia doméstica. Robinson interpreta a un hombre que, al sentirse ridiculizado en su espacio laboral, canaliza la vergüenza en forma de investigación descontrolada. Esa pesquisa sin rumbo va devorando su relación con la esposa, con los hijos y con una estructura social que se desmorona en silencio. La ficción plasma el deterioro de la comunicación dentro del hogar con gestos mínimos: una conversación interrumpida, una cena que termina en confusión, una mirada sostenida demasiado tiempo. Cada elemento cotidiano se transforma en detonante de una secuencia que oscila entre la risa tensa y la incomodidad calculada.

El matrimonio entre Ronald y Barb ocupa un lugar esencial dentro del retrato de ese desajuste. Ella impulsa un negocio propio mientras observa cómo su pareja se hunde en una obsesión que ya no puede ocultar. La diferencia entre sus ambiciones establece una dialéctica entre progreso y pérdida que la serie explora con precisión. A través de Barb se filtra una lectura sobre el cambio de roles en la familia moderna, sobre la dificultad masculina para sostener una posición de autoridad cuando el entorno profesional deja de ofrecer certezas. La hija, comprometida con una mujer que desafía la cordialidad social del entorno suburbano, introduce una tensión generacional que subraya el desconcierto del padre, incapaz de adaptarse a un mundo que avanza sin él. La cámara enfatiza la distancia entre ellos mediante composiciones frontales, planos detenidos que registran el malestar sin recurrir al exceso.

El guion alterna esa esfera doméstica con una oficina que actúa como laboratorio del absurdo. Los compañeros de Ronald representan versiones distorsionadas de la convivencia laboral: un superior paternalista que vigila con una sonrisa ambigua, un colega que exhibe una excentricidad contenida, empleados que repiten frases corporativas vacías hasta convertirlas en mantra. La serie retrata esa atmósfera con un tono que oscila entre la sátira y la inquietud, heredando ciertos rasgos del cine de Hal Ashby en su manera de combinar la comedia con el retrato moral. La puesta en escena evita cualquier adorno visual innecesario; los espacios se iluminan con una luz plana que resalta la falta de profundidad en los ambientes y la uniformidad del mobiliario, como si la propia empresa absorbiera la vitalidad de quienes la habitan. Esa elección estética refuerza la sensación de encierro psicológico que invade al protagonista.

A medida que la trama avanza, la investigación sobre la misteriosa compañía de sillas adquiere una dimensión alegórica. La obsesión de Ronald por descubrir el origen de ese objeto defectuoso simboliza una búsqueda desesperada de sentido en un sistema que opera mediante mecanismos opacos. Las llamadas imposibles, los mensajes automáticos, los correos sin respuesta componen una red de frustraciones que remite a la burocracia digital contemporánea. La serie muestra con precisión cómo la desconfianza tecnológica se infiltra en la vida diaria, generando una angustia que el protagonista intenta resolver mediante acciones cada vez más torpes. Esa deriva conduce a situaciones donde el humor se confunde con el terror cotidiano: un almacén abandonado lleno de papeles inútiles, un desconocido que lo amenaza sin explicación, un objeto trivial que adquiere proporciones desmesuradas. Cada uno de esos episodios funciona como un espejo deformante de la vida moderna.

El trabajo de dirección sostiene la tensión entre lo reconocible y lo extraño. DeYoung y Schimberg configuran una atmósfera que recuerda a ciertos experimentos televisivos de los años setenta, en los que la comedia se filtraba por la grieta del desconcierto. La cámara mantiene siempre una distancia prudente, evitando el énfasis en la reacción y priorizando la observación. Esa estrategia permite que la incomodidad crezca sin artificios, apoyada en la interpretación contenida de Robinson, cuyo rostro expresa simultáneamente euforia y desorientación. El ritmo narrativo prescinde de los estallidos humorísticos habituales y privilegia la acumulación lenta de situaciones que se encadenan sin una resolución clara. La ausencia de clímax visibles crea un flujo continuo donde cada escena parece prolongar la anterior, como si todo formara parte de un único día que se repite con pequeñas variaciones.

Dentro de esa estructura, la serie articula una lectura política sobre la precariedad emocional derivada del capitalismo tardío. El protagonista encarna la figura del trabajador atrapado entre la promesa de éxito y la imposibilidad de alcanzarlo. La empresa que le da título actúa como metáfora de un sistema que fabrica objetos inútiles para sostener una ilusión de productividad. Las reuniones sin propósito, los informes vacíos, las normas absurdas y la dependencia tecnológica componen un retrato del agotamiento institucional. Al mismo tiempo, la serie revela cómo esa lógica contamina la esfera afectiva, reduciendo las relaciones personales a transacciones de conveniencia. La sospecha que guía la investigación de Ronald no se limita a un producto defectuoso, sino que apunta a una corrupción estructural donde cada individuo participa sin entender su papel.

El componente moral emerge cuando la serie confronta la necesidad de preservar la dignidad dentro de un entorno que premia la docilidad. Ronald persiste en su empeño porque intuye que su identidad depende de mantener una coherencia mínima frente al absurdo. Esa perseverancia se transforma en una forma de resistencia que el relato presenta sin dramatismo, como un impulso vital más que como una cruzada. Los personajes secundarios encarnan distintas reacciones ante esa tensión: la indiferencia del jefe, la pasividad de los compañeros, la obstinación de la esposa. Cada uno de ellos funciona como contraste de la terquedad del protagonista, que busca en la acción una forma de no disolverse en la mediocridad. La serie evita convertirlo en héroe o víctima; lo muestra como un individuo cualquiera sometido a un entorno que multiplica los errores hasta volverlos inevitables.

El último tramo de ‘La empresa de las sillas’ alcanza una extraña claridad. La acumulación de disparates deja paso a una calma inquietante en la que el protagonista parece aceptar la imposibilidad de controlar su entorno. Esa serenidad aparente no implica redención, sino una conciencia más amplia de la desproporción entre deseo y realidad. Robinson interpreta esa fase con una serenidad quebradiza que sugiere agotamiento más que alivio. La dirección utiliza planos estáticos que suspenden el movimiento y obligan al espectador a detenerse en los detalles mínimos: una mano que tiembla, una mesa desordenada, un silencio que ocupa más espacio que cualquier diálogo. De ese modo, la serie culmina un recorrido que comienza en la comedia y desemboca en una especie de fábula moral sobre la fatiga contemporánea.

La ambición de ‘La empresa de las sillas’ reside en su capacidad para convertir lo trivial en una forma de reflexión sobre el poder, la identidad y el aislamiento social. La combinación de humor absurdo y observación minuciosa genera una obra que desmonta los códigos de la comedia televisiva sin recurrir a la grandilocuencia. En su universo nada resulta gratuito, cada secuencia se despliega como una pieza dentro de un mecanismo que imita el funcionamiento de una mente obsesiva. Tim Robinson y sus colaboradores construyen así una serie que utiliza el desconcierto como herramienta de conocimiento, invitando a contemplar la descomposición del mundo laboral, familiar y tecnológico sin necesidad de ofrecer consuelo. En esa renuncia a la armonía se encuentra su mayor coherencia.

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