Cine y series

La educación de Polly McClusky

Nick Rowland

2025



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Un coche desvencijado se detiene frente a un colegio de un pequeño pueblo, el motor todavía caliente por la prisa y la culpa. Al volante, Nate McClusky observa a su hija con una mezcla de miedo y cariño. En ese momento empieza 'La educación de Polly McClusky', dirigida por Nick Rowland, una película que transforma un gesto cotidiano en el comienzo de una huida que redefine los lazos familiares. Adaptando la novela de Jordan Harper, Rowland opta por una puesta en escena sobria, de aire polvoriento y ritmo firme, donde la violencia no busca el espectáculo, sino la exposición de un sistema que ha normalizado el dolor. A través de carreteras vacías, moteles gastados y gasolineras sin nombre, el director retrata un territorio físico y moral en decadencia, y coloca a una niña en el centro de ese paisaje roto para observar cómo el amor se contamina cuando todo alrededor se desmorona.

Nate, interpretado por Taron Egerton, acaba de salir de prisión, cargando un pasado que le persigue incluso fuera de los muros. Su hija Polly, encarnada por Ana Sophia Heger, lo recibe con una mezcla de sorpresa y recelo. Lo que empieza como un reencuentro forzado se convierte en un viaje a contrarreloj para escapar de un grupo de supremacistas blancos que han decidido borrar su rastro. El guion no se contenta con construir un thriller de persecución; propone una reflexión directa sobre la herencia del odio, la transmisión del miedo y la educación como una forma torcida de supervivencia. Polly aprende a defenderse, a ocultarse y a mentir, mientras su padre intenta enseñar sin darse cuenta que está repitiendo los errores que lo destruyeron. Cada escena entre ellos funciona como una negociación entre cariño y desconfianza, una batalla silenciosa donde el afecto compite con la violencia que los rodea.

El relato se despliega con una claridad que evita adornos innecesarios. La trama no se dispersa: el enemigo es concreto, la amenaza constante y las consecuencias palpables. En el fondo, lo que impulsa la película no es la acción, sino la tensión moral que atraviesa a Nate, un hombre que intenta proteger sin saber cómo cuidar. Egerton construye un personaje áspero, lleno de contradicciones, cuya dureza esconde un deseo torpe de redención. Frente a él, Heger representa el aprendizaje obligado de una infancia perdida, su mirada funciona como un espejo donde se refleja el deterioro del adulto. Rowland se apoya en esa dualidad para mantener la atención, utilizando el silencio como arma narrativa y la mirada infantil como centro ético del relato.

El trasfondo político de la película resulta innegable. El grupo de criminales que persigue a los protagonistas no aparece como simple decorado, sino como símbolo de una estructura que ha permitido que la violencia se institucionalice. El racismo, la corrupción y la indiferencia policial se convierten en las fuerzas que impulsan el conflicto. En medio de esa podredumbre, el detective John Park, interpretado por Rob Yang, actúa como contrapunto moral. No es un salvador, sino un hombre que se resiste a aceptar la degradación como norma. Su aparición introduce una lectura sobre la ética dentro de un sistema que ha perdido cualquier sentido de responsabilidad colectiva. El guion, al integrar esta dimensión social con el drama personal, logra que la historia trascienda el simple relato de supervivencia.

A medida que avanza la película, Polly evoluciona con un ritmo que el montaje acompasa con precisión. De niña asustada pasa a ser una observadora lúcida, capaz de reconocer la violencia en los gestos cotidianos. La educación que recibe no procede de una escuela ni de un libro, sino de las circunstancias. Aprende lo que implica confiar, lo que significa la culpa y cómo el miedo puede sustituir al amor. Su transformación no se presenta como una epifanía, sino como una serie de pequeños cambios que ocurren casi sin palabras. Esa sutileza le otorga credibilidad al relato, permitiendo que el espectador perciba el crecimiento de Polly como algo inevitable y doloroso. Rowland elige filmarla sin paternalismo, con la cámara a su altura, dejando que su perspectiva marque el tono de la película.

La dirección de Rowland destaca por su capacidad para generar tensión sin recurrir al exceso. Las escenas de acción están resueltas con un sentido realista: los cuerpos se cansan, las heridas duelen y el peligro se percibe sin necesidad de subrayados. La fotografía aprovecha los tonos cálidos del desierto y la aspereza de los paisajes para reforzar la sensación de abandono. No hay belleza complaciente en esas imágenes, sino una sequedad que sirve al relato. La banda sonora se mantiene en un segundo plano, acompañando el ritmo con discreción, lo que permite que el silencio ocupe un papel central. En ese espacio sonoro se construye gran parte del clima emocional de la película, donde las palabras importan menos que los actos.

El título cobra pleno sentido cuando se observa que la verdadera enseñanza no pertenece al padre, sino a la hija. Nate cree estar preparando a Polly para sobrevivir, cuando en realidad ella aprende a vivir sin depender de su figura. El vínculo entre ambos se sostiene sobre una ternura disimulada que el tiempo y la violencia van desgastando. Rowland maneja con acierto ese equilibrio: muestra afecto sin idealizarlo y crueldad sin recrearse. La educación de Polly McClusky se convierte en un proceso de emancipación forzada, en una toma de conciencia sobre la herencia del daño y la necesidad de romper el ciclo. Al final, lo que la película plantea es una reflexión sobre cómo los vínculos familiares pueden perpetuar las mismas estructuras que intentan combatir.

En los minutos finales, el relato no busca redimir ni castigar. Prefiere mostrar la realidad sin filtros, dejando claro que toda decisión deja una marca y que ninguna relación sale ilesa cuando se construye sobre la violencia. Rowland concluye su historia con una serenidad amarga, sin dramatismo, dejando que el peso de lo vivido hable por sí solo. 'La educación de Polly McClusky' pertenece a ese tipo de cine que observa sin moralizar, que retrata personajes heridos sin prometerles consuelo. Su mayor logro reside en mostrar cómo la supervivencia puede confundirse con la educación y cómo, en medio del caos, una niña aprende a mirar el mundo con una lucidez que ningún adulto logra conservar.

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