Cine y series

La bestia en mí

Howard Gordon

2025



Por -

'La bestia en mí' transcurre en un territorio moral donde la violencia no se esconde, sino que se enreda con los afectos y las rutinas. La dirección de la serie se mueve entre la frialdad del análisis y la atención constante a los rostros, creando una atmósfera que no concede descanso. Desde el primer episodio se percibe que el relato busca explorar las heridas que deja el abuso del poder, la frustración acumulada y la herencia del miedo. El trabajo de los directores se apoya en una puesta en escena precisa, con una fotografía que privilegia los tonos sombríos, y en una planificación que deja espacio para el silencio, ese instante en que el espectador advierte que lo cotidiano puede ser el mayor campo de batalla. Sin recurrir a la grandilocuencia, la serie sitúa su trama en una Europa contemporánea donde la violencia estructural, el desamparo institucional y la falta de diálogo familiar configuran una red de tensión continua.

El argumento parte de un suceso doméstico y lo transforma en una radiografía sobre el poder y la desconfianza. El protagonista, un hombre que oculta una vida anterior marcada por la agresión, intenta reconstruir un equilibrio que en realidad nunca existió. Su intento de rehacer una cotidianidad se convierte en un proceso de revelación paulatina donde cada personaje funciona como espejo y amenaza. La serie articula su tensión sobre los vínculos rotos entre padres e hijos, las consecuencias del trauma y la fragilidad de los lazos cuando el pasado se filtra en el presente. La trama no se sostiene en giros forzados, sino en el desarrollo psicológico de los personajes, en cómo cada acción revela una contradicción y en cómo la culpa, la rabia y el deseo de control se entrelazan en un mismo impulso. Lo que parece una historia sobre la violencia familiar termina convirtiéndose en una reflexión sobre la imposibilidad de borrar el daño.

Los personajes están construidos con una minuciosidad que evita el maniqueísmo. El protagonista encarna esa tensión entre la apariencia de normalidad y el impulso destructivo que lo arrastra. La actriz que interpreta a su pareja dibuja un retrato complejo de una mujer que intuye el peligro pero intenta sostener la convivencia por pura inercia. Su hijo, que observa sin comprender del todo lo que sucede, funciona como un hilo conductor que une las capas del relato y las distintas generaciones. La serie presta atención a los pequeños gestos de rutina, a los silencios que se prolongan y a la dificultad para articular lo que duele. Cada personaje queda atrapado en una cadena de decisiones que reflejan una sociedad desgastada por la falta de empatía y la incapacidad de gestionar el dolor sin convertirlo en castigo. En ese sentido, los personajes no solo narran una historia individual, sino que encarnan el reflejo de una estructura social que produce violencia y la justifica con discursos de orden o autoridad.

El modo en que la dirección construye las secuencias sugiere una mirada distante, casi clínica, pero nunca desprovista de humanidad. Los planos largos y los encuadres cerrados crean un clima de tensión permanente donde el espectador percibe que algo se descompone sin necesidad de subrayarlo. Las decisiones visuales se integran con el sonido, que alterna el murmullo doméstico con silencios abruptos, generando una sensación de amenaza que crece con cada episodio. El montaje, pausado pero firme, organiza la narración sin artificios, permitiendo que la historia avance por acumulación y no por sorpresa. El resultado es una dirección que confía en el poder del detalle y en la fuerza de los cuerpos que habitan el encuadre. En esa contención radica parte de su potencia narrativa, similar a la sobriedad que cineastas como Michael Haneke o Cristian Mungiu han desarrollado en sus retratos del mal cotidiano.

A medida que avanza la serie, la trama se adentra en los efectos sociales de la violencia: el miedo a denunciar, la indiferencia institucional y la normalización del abuso. Cada episodio amplía el alcance del relato mostrando cómo la violencia doméstica dialoga con estructuras laborales, mediáticas y judiciales que perpetúan la impunidad. El guion incorpora situaciones donde la víctima se ve atrapada entre la vergüenza y la dependencia, exponiendo las grietas de un sistema que permite que la agresión se repita. Sin recurrir a discursos explícitos, la serie insinúa que el verdadero monstruo no se limita al individuo violento, sino que habita en la comunidad que elige mirar hacia otro lado. En este sentido, 'La bestia en mí' actúa como un estudio sobre el poder, sobre la forma en que la autoridad se disfraza de cuidado y cómo la sumisión se aprende dentro de las paredes del hogar.

El tratamiento del tiempo se convierte en una herramienta narrativa esencial. La historia alterna presente y pasado sin marcar fronteras precisas, lo que produce una sensación de continuidad entre la violencia y su recuerdo. La dirección utiliza esta estructura para subrayar que el trauma no desaparece, se transforma en hábitos, en silencios, en rutinas que disimulan la herida. Esa estructura temporal sirve también para retratar cómo la infancia arrastra los ecos de lo que presencia, y cómo el aprendizaje emocional queda condicionado por el miedo. Los flashbacks aparecen como fragmentos de una memoria que se resiste a la coherencia, y su repetición genera una tensión acumulativa que va más allá de lo narrativo.

Las implicaciones políticas del relato son directas. La serie presenta un retrato de la masculinidad como territorio en disputa, construido sobre la represión y la necesidad de dominio. El protagonista actúa según un modelo heredado que premia la fuerza y castiga la vulnerabilidad, mientras el entorno reproduce esos códigos a través del trabajo, la educación o la justicia. La mujer, en cambio, se enfrenta al dilema entre la protección y la autonomía, entre la supervivencia y la dignidad. A través de sus reacciones, la serie describe las limitaciones de un sistema que sigue colocando la carga de la reparación sobre las víctimas. En su conjunto, el relato plantea una crítica a la estructura social que alimenta la violencia de género y la invisibiliza bajo discursos de estabilidad familiar o éxito económico.

La mirada del director hacia el mal se aleja del morbo y se acerca a la observación de la culpa. La cámara registra las consecuencias de los actos sin buscar conmover, y en esa distancia surge un efecto más inquietante. La puesta en escena convierte los espacios cotidianos en escenarios de confinamiento: una cocina, una habitación, un pasillo. Cada objeto, cada movimiento, funciona como recordatorio de lo que se intenta ocultar. El espectador termina percibiendo que el peligro no proviene del exterior, sino del interior de las relaciones. En esta decisión estética se encuentra una de las aportaciones más sólidas de la serie: su capacidad para trasladar la violencia estructural a un lenguaje audiovisual que evita el artificio y se mantiene fiel a la gravedad de lo que narra.

El último tramo de la serie introduce una reflexión sobre la herencia emocional. Los personajes intentan reconstruir vínculos y se enfrentan al peso de lo que han transmitido sin querer. La violencia se revela como una cadena que se prolonga de generación en generación, alimentada por el silencio y la falta de autocrítica. La dirección cierra el relato sin artificios, dejando que la tensión acumulada se disipe en la mirada de los personajes, más que en un desenlace espectacular. Lo que queda es la constatación de que la violencia forma parte de un entramado social que requiere ser desmontado con la misma minuciosidad con la que la serie lo ha representado. Su fuerza reside en esa observación meticulosa, en su negativa a simplificar y en su voluntad de convertir el horror en un espejo que devuelve al espectador la responsabilidad compartida de lo que permite.

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