Cine y series

Kontinental '25

Radu Jude

2025



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El rumor del tráfico, el zumbido de los cables eléctricos y la sensación de estar siempre a punto de perder algo dominan el paisaje de ‘Kontinental ’25’. Radu Jude construye desde esos elementos una película que respira un aire de extrañeza cotidiana, donde cada esquina de Cluj parece arrastrar una historia inconclusa. No hay prisa por explicar nada: el relato surge como una sucesión de fragmentos en los que una mujer, Orsolya, trata de entender su papel en un país que se reconstruye sobre las ruinas de su propia conciencia. Su trabajo como agente de desahucios le otorga un lugar incómodo entre la ley y la compasión. Ese conflicto no se presenta como dilema moral abstracto, sino como consecuencia práctica de una estructura que convierte la propiedad en valor supremo. Desde ahí, Jude plantea una observación sobre cómo el poder político y económico se cuela en la vida diaria y moldea la percepción de justicia. Cada plano se siente preciso, casi obstinado, con una cámara que renuncia al artificio y opta por la crudeza de lo inmediato.

La historia se articula a partir de un suceso que sacude la rutina de Orsolya: el suicidio de un hombre desalojado, antiguo atleta, que decide colgarse en la habitación que debía abandonar. A partir de esa imagen, el film avanza a través de conversaciones y encuentros que revelan la erosión de la empatía en una sociedad desbordada por la burocracia. Cada diálogo tiene el peso de una confesión disfrazada de trámite. La mujer se relaciona con su madre, con un antiguo alumno, con compañeros de trabajo, con un sacerdote y con desconocidos que apenas dejan huella, pero en ese ir y venir se dibuja una red de vínculos que hablan de culpa colectiva más que de tragedias privadas. Jude no busca héroes ni redenciones, sino rastros de humanidad en un entorno saturado de indiferencia. La tragedia, lejos de gritar, se infiltra en la monotonía del día a día, y esa contención refuerza la sensación de que todo está ocurriendo en un terreno en el que la esperanza se confunde con la rutina.

El personaje de Orsolya concentra las tensiones de una época que glorifica el progreso mientras se desentiende de los cuerpos que quedan al margen. Su origen húngaro y su papel dentro de la administración rumana la colocan en el centro de un doble conflicto: el identitario y el social. Esa mezcla de pertenencia y exclusión recorre toda la película como una corriente silenciosa. En las conversaciones con su madre se percibe la herencia de un resentimiento histórico entre comunidades vecinas, un eco que se mezcla con las nuevas formas de desigualdad generadas por el capitalismo. Eszter Tompa construye a la protagonista desde la contención, evitando cualquier gesto de dramatismo. Su mirada perdida, su forma de respirar o de permanecer quieta durante segundos demasiado largos revelan la fractura interior de alguien que ya no consigue separar trabajo y vida personal. Su relación con un joven repartidor, antiguo alumno, añade una dimensión generacional al relato: ambos representan dos versiones del mismo desencanto, una en busca de sentido y otra en busca de estabilidad, en un país que promete movilidad pero ofrece cansancio.

El espacio urbano de Cluj actúa como personaje silencioso. Las grúas, los hoteles nuevos y los carteles publicitarios componen una ciudad que se expande sin detenerse a pensar en sus habitantes. El hotel Kontinental, eje simbólico del film, encarna la paradoja del progreso: se levanta sobre la miseria ajena, transforma el dolor en oportunidad de negocio y termina funcionando como metáfora de un continente que se reconstruye sin reparar en sus heridas. En ese sentido, Jude filma el paisaje como si fuera una extensión moral de sus personajes. Las paredes desconchadas, los parques llenos de figuras mecánicas y los edificios en obras reflejan la idea de un país que intenta mantener su apariencia de modernidad mientras pierde su memoria colectiva. Cada plano prolongado invita a mirar lo que normalmente se evita, y en esa insistencia se encuentra la fuerza de su discurso.

La carga política de ‘Kontinental ’25’ se despliega sin alardes. Las alusiones a conflictos internacionales y la presencia constante de símbolos nacionales convierten el relato en un espejo de la Europa del Este actual, atrapada entre la dependencia económica y el miedo al pasado. Jude filma con una serenidad engañosa: la quietud de la cámara contiene una violencia latente, la que se ejerce desde las instituciones, los contratos y los discursos oficiales. Lo más perturbador del film no reside en lo que muestra, sino en la normalidad con la que el abuso se integra en la vida cotidiana. La protagonista encarna esa tensión entre obedecer y resistir, entre aplicar la ley y asumir las consecuencias humanas de hacerlo. En manos de otro director, el relato podría derivar hacia la parábola o el melodrama; aquí se mantiene anclado a lo concreto, a la textura del presente, a la respiración de los cuerpos cansados. Esa claridad convierte la película en una forma de crónica moral sin artificio.

El diálogo con el sacerdote introduce un giro decisivo. No se trata de buscar consuelo, sino de exponer el agotamiento de las estructuras religiosas frente al dolor contemporáneo. La fe, reducida a formalismo, se revela tan vacía como los rituales de la burocracia. La escena, filmada con distancia y sin música, condensa la idea central del film: la sociedad moderna ha sustituido la compasión por el trámite. El silencio final, acompañado por la imagen de un edificio en construcción, deja al espectador frente a un paisaje donde la justicia se ha transformado en negocio. Todo se reconstruye, pero nada cambia. Esa sensación de parálisis colectiva define la mirada del director, que retrata a un país entero atrapado en el espejo de su propio progreso. Su cine no pretende dictar una lección moral, sino revelar la densidad de las contradicciones que sostienen nuestra época.

El ritmo del montaje, la elección de rodar con teléfono móvil y la iluminación natural confieren al film un aspecto crudo que refuerza su coherencia interna. No hay intención de embellecer, ni búsqueda de virtuosismo visual, sino una voluntad de observar con fidelidad el pulso real de las cosas. Esa austeridad conecta con una tradición de cine europeo que confía en la palabra y en la pausa como herramientas para pensar. La película se construye como un collage de escenas que parecen autónomas, pero que al unirse componen una radiografía del desencanto contemporáneo. Cada conversación funciona como un ladrillo más de ese edificio que Jude levanta sin adornos, pero con una convicción evidente: la idea de que toda sociedad se define por la manera en que trata a sus derrotados. En ese punto, ‘Kontinental ’25’ alcanza su verdad más incómoda, la de mostrar que el bienestar de unos pocos depende del sacrificio de muchos.

El conjunto se sostiene sobre una dirección que entiende la distancia como forma de respeto. Jude no manipula las emociones del espectador, las observa en su estado más puro. La calma de su puesta en escena permite que cada palabra resuene con más fuerza. Orsolya termina convertida en símbolo de una generación atrapada entre la obediencia y la culpa, una mujer que asume el peso de un sistema que la ha utilizado como herramienta y la abandona cuando ya no resulta útil. Su historia no concluye con un gesto redentor, sino con la conciencia de que el mundo seguirá girando con la misma indiferencia. Esa lucidez marca el verdadero desenlace: la comprensión de que la decadencia puede ser el estado natural de las sociedades que confunden orden con justicia. ‘Kontinental ’25’ ofrece la claridad necesaria para mirar el presente sin ilusiones.

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