Cine y series

Jugar con fuego

Delphine Coulin

2025



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Delphine Coulin dirige junto a su hermana Muriel una película que respira inquietud desde la primera escena. Ambientada en un rincón del este de Francia, entre talleres ferroviarios y bloques de viviendas desgastadas por la rutina, ‘Jugar con fuego’ retrata un paisaje humano en el que la aparente calma familiar se agrieta poco a poco bajo las tensiones de una sociedad desbordada por la frustración. Adaptada de la novela 'Ce qu’il faut de nuit' de Laurent Petitmangin, la cinta observa la descomposición de una familia obrera y cómo las ideas extremistas encuentran terreno fértil en ese vacío emocional que deja la precariedad.

Pierre, interpretado por Vincent Lindon, encarna a un trabajador del ferrocarril que se aferra a una disciplina silenciosa, sostenida por los recuerdos de una esposa ausente y la responsabilidad de criar a dos hijos. Louis, el menor, concentra las aspiraciones académicas del hogar; Fus, el mayor, canaliza la energía del fracaso y la necesidad de pertenencia. Lo que las Coulin proponen desde el inicio es un retrato coral de un país que se mira al espejo y apenas se reconoce. La vida cotidiana transcurre entre turnos nocturnos, cafés donde se comparte cansancio y partidos de fútbol que se transforman en ritual de comunidad. En esa atmósfera de rutina se gesta el germen de la deriva.

El relato avanza sin giros estridentes, con un pulso constante que evita el dramatismo explícito. Cada escena insinúa una distancia que crece entre el padre y el hijo mayor. Las directoras articulan esa tensión a través de pequeños detalles: un abrigo colgado, una conversación interrumpida, una mirada que evita el contacto. El silencio entre ellos pesa tanto como las palabras que no llegan a pronunciarse. El espectador percibe el deterioro del vínculo como si asistiera a una combustión lenta, invisible pero irreversible.

Vincent Lindon compone un personaje de una sobriedad casi física. Su Pierre representa a una generación que ha sobrevivido a base de sacrificio, pero que se enfrenta a un mundo que ya no entiende. Benjamin Voisin, en el papel de Fus, transmite la mezcla de orgullo y desorientación que acompaña a muchos jóvenes sin horizontes claros. Su cuerpo atlético y su sonrisa cómplice esconden una fragilidad que los grupos ultras saben detectar. La película describe ese proceso de captación con sutileza: una pintada en el muro, un entrenamiento, una reunión informal que se transforma en adoctrinamiento.

Las Coulin sitúan su historia en un entorno industrial en declive, símbolo de una Francia que ha perdido parte de su tejido laboral y también su confianza colectiva. Las chimeneas apagadas y los trenes que se detienen en estaciones vacías se convierten en metáfora de un país que dejó de avanzar al mismo ritmo que sus habitantes. En ese contexto, la radicalización surge menos como ideología que como refugio identitario. Fus no se transforma de la noche a la mañana; más bien se desliza hacia un territorio donde la violencia se confunde con afirmación personal.

El guion evita moralizar. Prefiere observar. Cada plano revela la fragilidad de los afectos frente a una maquinaria social que empuja hacia la confrontación. Pierre intenta mantener a su familia unida, pero su autoridad carece de resonancia en un tiempo que ya no premia el esfuerzo. Su relación con Louis, el hijo menor, representa el contraste entre dos generaciones que aún creen en el ascenso educativo y otra que se siente descartada antes de empezar. Esa fractura interna atraviesa todo el film y lo dota de un eco político que trasciende la anécdota familiar.

El trabajo de fotografía de Frédéric Noirhomme refuerza esa sensación de confinamiento. Las luces tenues y los espacios reducidos transmiten una opresión constante. Las Coulin optan por una cámara que acompaña, sin imponerse, y que parece observar desde la esquina de la habitación. La textura de la imagen sugiere un realismo áspero, próximo al documental, pero sin renunciar a la composición cuidada. Cada movimiento de cámara parece guiado por el respeto hacia los personajes, incluso cuando sus acciones resultan perturbadoras.

El montaje alterna momentos de aparente normalidad con estallidos breves de violencia. Es en esas transiciones donde la película encuentra su verdadera fuerza. Las directoras entienden que el drama social contemporáneo se alimenta de esa mezcla de tedio y rabia que precede al desastre. La violencia no surge del vacío, sino de una sucesión de frustraciones mínimas que terminan erosionando cualquier sentido de pertenencia.

La música de Pawel Mykietyn, discreta y casi imperceptible, acompaña los estados anímicos sin subrayarlos. La partitura introduce una tensión sorda que estalla en los momentos de mayor descontrol. En conjunto, la banda sonora actúa como un pulso interior, recordando que lo más peligroso se gesta siempre en silencio.

‘Jugar con fuego’ se inserta en una línea del cine francés contemporáneo que explora la relación entre clase trabajadora y desafección política. Su mérito reside en acercar ese debate a la intimidad doméstica, sin discursos explícitos ni tesis cerradas. El hogar se convierte en microcosmos de un país en disputa, donde las diferencias ideológicas dividen incluso las mesas familiares. Las Coulin captan la fragilidad de esa convivencia con un rigor casi quirúrgico, conscientes de que el drama político se filtra por las grietas más pequeñas.

La puesta en escena evita el énfasis y confía en la capacidad expresiva de los intérpretes. Lindon, Voisin y Crepon construyen un triángulo de energías opuestas que funciona como espejo de una sociedad partida. El padre, el hijo rebelde y el hijo aplicado representan tres formas de afrontar la incertidumbre: la disciplina, la rabia y la esperanza. A través de ellos, la película expone el choque entre generaciones que comparten la misma mesa pero habitan mundos distintos.

En la parte final, la obra plantea un dilema que no se resuelve en términos de castigo o redención. Las Coulin prefieren mantener la tensión moral abierta, permitiendo que el espectador saque sus propias conclusiones. Esa elección dota a la película de un tono contenido, alejado de la tragedia enfática. Todo se percibe como una herida que sigue sangrando sin dramatismo, pero sin posibilidad de cerrarse.

‘Jugar con fuego’ invita a observar de cerca el modo en que la crispación política se filtra en los gestos más cotidianos. Bajo su aparente sencillez late un retrato amargo de la pérdida de referentes, del desconcierto de quienes se sienten olvidados por las estructuras que antes les daban sentido. Delphine y Muriel Coulin ofrecen una mirada seca, sin adornos, que evita cualquier sentimentalismo y confía en la observación directa como vía para comprender un fenómeno que atraviesa fronteras.

En ese paisaje de padres exhaustos e hijos desconectados, el fuego del título alude a la energía que se acumula cuando el entendimiento se quiebra. Cada chispa, cada malentendido, cada palabra callada construye una atmósfera de riesgo. Lo que arde no es la ideología, sino la incapacidad de reconocerse en el otro. Y en esa combustión invisible, las Coulin encuentran la verdadera temperatura de su tiempo.

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