Cine y series

Jay Kelly

Noah Baumbach

2025



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La cámara se abre sobre un rostro conocido que parece cansado de fingir que todo sigue igual. George Clooney interpreta a Jay Kelly, un actor atrapado en la trampa de su propio nombre. Noah Baumbach construye desde esa premisa una historia que no busca deslumbrar, sino observar con detalle la fatiga de quien ha hecho del aplauso un modo de vida. La película, disponible en Netflix, se mueve entre la sátira discreta y el retrato íntimo de un hombre que se descubre como un decorado sin cimientos. En lugar de idealizar la fama, Baumbach la presenta como un escenario donde la rutina y la nostalgia se confunden hasta que resulta difícil distinguir la persona del personaje. El punto de partida no es grandilocuente, pero la película se asienta en una tensión silenciosa que revela el vértigo de verse envejecer mientras el público pide la misma función de siempre.

Jay acaba un rodaje convencido de que el control absoluto le salvará del desgaste. Pide repetir la última toma sin admitir que lo que intenta perfeccionar no es la escena, sino su existencia entera. En su entorno, nadie contradice sus caprichos: el representante lo adula, la publicista suaviza cada conflicto y el asistente cumple órdenes como si el aire dependiera de ellas. Esa obediencia crea una falsa calma que el director muestra sin crueldad, pero también sin indulgencia. Las conversaciones parecen intercambios vacíos donde la cortesía esconde miedo, y en ese juego cotidiano se revela una verdad incómoda: el poder no necesita gritos cuando la devoción lo alimenta. A lo largo del metraje, Baumbach retrata ese círculo de complacencia con precisión quirúrgica, mostrando que el éxito, lejos de liberar, convierte en prisionero a quien no sabe abandonar el papel que lo hizo visible.

El punto de inflexión llega con la marcha de su hija menor a la universidad y la muerte de un viejo amigo que dirigió su primera película. Ese doble golpe abre un espacio que Jay ya no puede llenar con compromisos ni fiestas. La soledad actúa como espejo y le obliga a mirar lo que ha evitado durante décadas: el deterioro de sus relaciones familiares, la distancia con su hija mayor y la sospecha de que su talento se ha vuelto un recuerdo rentable. Las escenas familiares son secas, incómodas, cargadas de silencios. No hay reconciliaciones dulces, solo un intercambio de verdades que desgastan. La hija le reprocha su ausencia y su falta de sinceridad, y él intenta recuperar autoridad con frases aprendidas, pero el lenguaje profesional no sirve en una casa donde la emoción está pendiente de facturas afectivas.

Adam Sandler interpreta a Ron, su representante, que funciona como su reflejo más incómodo. Durante años ha vivido a su sombra, justificando cada exceso y sosteniendo su leyenda con una mezcla de fidelidad y resignación. En su relación se percibe una amistad desfigurada por la dependencia y la economía. Ambos hombres se necesitan, pero esa necesidad los agota. Ron intuye que su lealtad lo ha convertido en invisible, y Baumbach aprovecha esa dinámica para explorar el coste moral del éxito compartido. Las conversaciones entre ellos son de una calma tensa: uno se aferra al pasado, el otro busca una salida que ya no existe. El vínculo se descompone con gestos sencillos, miradas largas, frases que parecen rutina pero suenan a despedida.

La película cambia de escenario cuando Jay decide viajar a Italia junto a su hija menor. Supuestamente se trata de un gesto de padre atento, aunque el motivo real es recibir un homenaje en un festival europeo. El desplazamiento lo enfrenta a un entorno que no le rinde pleitesía, y ese contraste lo descoloca. Intenta mantener su encanto, improvisa conversaciones, se hace el simpático con desconocidos, pero su carisma parece oxidado. Clooney interpreta esa pérdida con una serenidad que incomoda, mostrando cómo el magnetismo puede volverse un peso. En los trayectos en tren o en los cafés donde nadie lo reconoce, la película encuentra su tono más revelador: el de un hombre que quiere reconectarse con lo cotidiano, pero ya no recuerda cómo hacerlo.

Baumbach filma ese viaje con una mezcla de orden y desorden que encaja con el estado mental del protagonista. Las escenas en Los Ángeles están dominadas por la pulcritud de los espacios y una iluminación rígida, mientras que las europeas respiran con planos más abiertos, luces naturales y un ritmo que deja espacio para la duda. Ese contraste visual acompaña la descomposición del personaje. Jay pasa de los entornos controlados a los lugares donde todo puede escapársele, y en ese tránsito se adivina la confesión del propio Baumbach sobre el agotamiento del artificio cinematográfico. El montaje evita los subrayados y deja que los recuerdos se mezclen con el presente, como si la memoria fuera otro guion en permanente reescritura.

El director, fiel a su estilo, se mantiene cerca del personaje pero sin abrazarlo. No lo defiende ni lo condena, simplemente lo observa mientras se desmorona con elegancia. Esa distancia lo salva del melodrama y le da a la historia un aire casi documental. Se percibe la influencia de cineastas como Richard Linklater o Alexander Payne, que también han sabido retratar la madurez sin sentimentalismo. Sin embargo, Baumbach evita copiar fórmulas y apuesta por una escritura más seca, casi teatral, donde cada línea de diálogo revela un grado distinto de autoengaño. La película se sostiene sobre esa observación constante del comportamiento, sobre los pequeños ritos del ego y la dificultad para aceptarse sin testigos.

El clímax se desarrolla durante el homenaje en Toscana. Jay contempla una proyección con fragmentos de sus antiguas películas, algunas reales del propio Clooney. La confusión entre actor y personaje alcanza ahí su punto máximo. El público aplaude mientras él parece incapaz de reconocerse en pantalla. El aplauso que debería celebrarlo lo expone como un extraño. La cámara se detiene en su rostro, iluminado por el reflejo de las imágenes, y esa luz artificial parece consumirlo. La película transforma ese instante en una declaración silenciosa sobre el desgaste de la identidad mediática. No hay redención, solo la constatación de que la fama termina por borrar las fronteras entre vida y ficción.

La secuencia final devuelve a Jay a su rutina, pero algo ha cambiado. Los personajes que lo rodeaban se han distanciado, y la casa que antes era refugio se convierte en un espacio ajeno. Baumbach deja que la calma vuelva sin imponerse, con un tono que sugiere que todo continuará igual, pero distinto. El protagonista no se reinventa, tampoco se hunde. Simplemente sigue, como quien acepta que el brillo del foco ya no le pertenece. Esa elección narrativa refuerza el sentido general de la película: la vida pública como escenario que termina devorando la intimidad. La dirección se mantiene sobria hasta el último plano, recordando que la serenidad puede resultar más devastadora que cualquier tragedia.

‘Jay Kelly’ funciona como una reflexión sobre el paso del tiempo en el universo del espectáculo y sobre cómo la exposición permanente puede vaciar la experiencia real. Baumbach consigue retratar la vanidad sin ridiculizarla y el miedo sin convertirlo en víctima. Clooney, a su vez, encuentra un registro contenido que convierte el silencio en confesión. La película no busca consuelo ni redención, y esa elección la vuelve más incisiva. El retrato del hombre que sobrevive a su propio mito se construye desde los matices, sin grandes gestos, pero con una lucidez que resulta incómoda. Jay Kelly encarna la paradoja de quien ha tenido todo y descubre que lo esencial se le escapó entre los aplausos.

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