El arranque de ‘It: Bienvenidos a Derry’, dirigida por Jason Fuchs bajo la producción de Andy y Barbara Muschietti, propone un regreso a los rincones sombríos del imaginario de Stephen King con una calma engañosa. La serie, ambientada en los primeros años sesenta, despliega un espacio dominado por la apariencia apacible de un pueblo estadounidense que pronto se revela como un organismo enfermo, alimentado por miedos heredados y prejuicios enquistados. Fuchs, que firma el guion y coordina la narración de los ocho episodios, se adentra en el territorio de los orígenes sin recurrir a la grandilocuencia, sino que articula una disección del mal cotidiano que respira en las grietas de una comunidad que pretende ignorar su podredumbre. En ese escenario donde lo sobrenatural se mezcla con las tensiones sociales, el director opta por un ritmo pausado y una puesta en escena que prioriza la observación antes que la sorpresa, reforzando la sensación de amenaza que flota sobre cada rincón de Derry.
La serie introduce al espectador en una época marcada por la Guerra Fría y por un sistema militar que extiende su control hasta los márgenes más remotos de la sociedad civil. El regreso del capitán Leroy Hanlon, veterano de Corea interpretado por Jovan Adepo, sirve como punto de partida para un relato donde el patriotismo y la desconfianza conviven en la misma mesa. Su llegada junto a su esposa Charlotte, encarnada por Taylour Paige, y su hijo Will, abre un retrato doméstico que enseguida se quiebra por el contacto con los habitantes del lugar, incapaces de disimular un racismo latente que impregna la convivencia. En paralelo, la desaparición de un niño, Matty, provoca una serie de reacciones en cadena que arrastran a otros jóvenes, Lilly, Ronnie, Phil y Teddy, hacia una búsqueda que combina la curiosidad infantil con la certeza del peligro. La desaparición se convierte en el detonante de un relato coral donde cada personaje, tanto civil como militar, experimenta una forma distinta del miedo: el institucional, el familiar o el que nace de los propios recuerdos.
El diseño de la trama juega con la simultaneidad de dos líneas: la investigación del ejército sobre una fuerza desconocida bajo tierra y la aventura de los niños que, entre la ingenuidad y el coraje, perciben que algo invisible controla los destinos del pueblo. Esa estructura paralela permite que la serie transite entre registros opuestos: la fría lógica de los despachos y la percepción sensorial del terror, donde la realidad se distorsiona con una naturalidad que el montaje enfatiza mediante transiciones fluidas y una fotografía cargada de tonos ocres. Fuchs combina ambos universos sin renunciar al detalle histórico, los televisores mostrando disturbios raciales, los lemas patrióticos en las escuelas, las bases militares cercadas por alambradas, elementos que refuerzan la idea de un país en tensión permanente con su propia conciencia. De ese modo, ‘It: Bienvenidos a Derry’ se presenta como una fábula política tanto como un relato de horror, donde las pesadillas personales reflejan las fracturas colectivas.
El desarrollo de los personajes adultos introduce un componente de estudio moral que contrasta con la mirada inquieta de los niños. Leroy encarna la obediencia forzada del soldado que comprende que su disciplina sirve a fines que no controla. Su esposa, Charlotte, simboliza la resistencia silenciosa de quienes observan la injusticia sin poder intervenir abiertamente, y en su figura se concentra una tensión que trasciende la dimensión individual. La presencia de Dick Hallorann, interpretado por Chris Chalk, vincula esta historia con el universo más amplio de King, pero Fuchs evita el guiño gratuito y lo convierte en un observador privilegiado de la energía que subyace bajo Derry. Su percepción extrasensorial se transforma en metáfora de la intuición social, ese talento para detectar lo que el resto prefiere callar. Cada uno de estos personajes sostiene un fragmento de la verdad sobre el origen del mal, y su evolución dentro de la serie funciona como un mecanismo de revelación progresiva que sustituye la sorpresa por la certidumbre de un destino compartido.
La dirección opta por una planificación clásica, donde la cámara mantiene una distancia prudente respecto a los cuerpos y reserva los primeros planos para los momentos de mayor desasosiego. Los decorados recrean con precisión el aire cerrado de los pueblos industriales del noreste americano, con sus cines vacíos, sus fábricas en decadencia y sus calles donde la infancia se mezcla con la amenaza. Los recursos de terror se distribuyen con mesura: el susto repentino cede espacio a la perturbación sostenida, y el horror visual se reserva para escenas en las que el entorno se transforma en reflejo de la mente de los personajes. En este sentido, la serie se sitúa más cerca de la tradición del suspense psicológico británico de los sesenta que del frenesí efectista de buena parte del terror contemporáneo. Fuchs prefiere sugerir la descomposición antes que exhibirla, y aunque su narrativa evita la sorpresa gratuita, cada episodio amplía la percepción de un mundo sometido a una fuerza que se alimenta de la indiferencia colectiva.
El tratamiento de la infancia constituye uno de los ejes más sugerentes de la ficción. Los niños de Derry no son héroes ni víctimas absolutas, sino testigos involuntarios de la corrupción que los adultos intentan maquillar. La serie se detiene en sus miradas, en sus silencios prolongados frente a un entorno que se desmorona, y en sus intentos de comprender aquello que los mayores ocultan. Lilly, interpretada por Clara Stack, sobresale por la forma en que encarna la pérdida sin dramatismo y por la serenidad con que afronta lo inexplicable. Su alianza con Ronnie y el resto del grupo representa la construcción de una solidaridad espontánea en un ambiente donde la desconfianza domina. Este retrato de la niñez no busca la nostalgia, sino la constatación de una etapa donde la percepción de la injusticia aún conserva una pureza que los adultos han aprendido a reprimir.
El guion introduce temas de alcance político y social sin convertirlos en simple decorado. El racismo institucional, la apropiación de tierras indígenas y la manipulación de la ciencia al servicio del poder forman parte de la estructura de la narración, no como moralejas, sino como síntomas de una enfermedad que Derry comparte con el país entero. La serie sugiere que el mal reside en la normalización de la desigualdad, en la aceptación de un orden que convierte a ciertos cuerpos en desechables. Fuchs combina estas ideas con un lenguaje visual cargado de contrastes: la nieve blanca del primer episodio frente a la oscuridad húmeda de los túneles, los uniformes impecables del ejército frente al barro donde se esconden las criaturas. Cada elemento visual refuerza la sensación de que el terror brota de lo cotidiano, y esa coherencia estética dota a la serie de una textura reconocible.
El montaje y la música contribuyen a esa atmósfera inquietante. Las transiciones temporales fluyen sin necesidad de subrayados y las melodías infantiles que acompañan algunos pasajes funcionan como contrapunto irónico al deterioro moral del entorno. El uso recurrente de la canción ‘A smile and a ribbon’ durante los créditos iniciales resume la lógica del relato: bajo la dulzura aparente se esconde una corriente de violencia apenas contenida. En los episodios intermedios, la tensión entre los experimentos militares y las desapariciones infantiles alcanza un equilibrio que sostiene el interés narrativo, aunque el ritmo se ralentiza en los tramos donde el guion introduce explicaciones excesivas. Fuchs demuestra mayor solvencia cuando deja hablar a las imágenes que cuando verbaliza la amenaza. Su dirección confía en el poder del encuadre y en la luz para construir el miedo, más que en la proliferación de criaturas o efectos.
El desenlace de los primeros episodios, los únicos disponibles antes del estreno completo, deja abierta la posibilidad de una reflexión sobre la memoria del horror. Derry aparece como una metáfora de los lugares que prefieren olvidar su pasado y repetirlo en silencio. La serie se convierte así en una narración sobre la herencia del miedo, donde cada generación revive los traumas que la anterior decidió enterrar. Jason Fuchs combina ese planteamiento con una estructura episódica que alterna el drama íntimo con el espectáculo visual, logrando que la amenaza se perciba tanto en los pasillos de la base militar como en las casas donde los niños intentan dormir. Esa convivencia entre lo colectivo y lo privado, entre la violencia política y la doméstica, confiere a ‘It: Bienvenidos a Derry’ una densidad particular que la separa de las convenciones del género.
En conjunto, la serie se consolida como una exploración de los mecanismos del miedo y de su uso como herramienta de control. Pennywise se mantiene como símbolo de una fuerza que se renueva con cada época, pero el auténtico horror se localiza en la complacencia del pueblo ante la injusticia. Fuchs ofrece una mirada crítica sobre la mitología de King sin traicionarla, situando a los personajes en un terreno intermedio entre la pesadilla y la realidad política. ‘It: Bienvenidos a Derry’ propone observar con serenidad cómo los monstruos más duraderos son los que se confunden con el orden cotidiano.
