Entre la niebla y los silencios del norte, una familia vive sin saber que el suelo bajo sus pies está hecho de mentiras. ‘Innato’, creada por Enrique Lojo y Fran Carballal, arranca como un thriller criminal clásico, pero poco a poco se convierte en una disección del miedo que se hereda y de la culpa que se transmite entre generaciones. Lino Escalera e Inma Torrente dirigen esta historia con una mirada precisa y fría, sin prisas ni alardes. En sus ocho episodios, la tensión se mantiene sin necesidad de artificios, construyendo un ambiente cerrado en el que los secretos familiares pesan más que los propios asesinatos. La cámara, siempre contenida, observa la descomposición de un hogar donde el pasado nunca se fue y donde cada palabra tiene el peso de lo no dicho.
Sara, interpretada por Elena Anaya, es el centro del relato. Su vida parece estable: trabaja como psicóloga, tiene un marido tranquilo y un hijo adolescente. Sin embargo, todo ese equilibrio está sostenido sobre una mentira. Su padre, Félix Garay, un bombero condenado por matar a tres personas, acaba de salir de prisión tras veinticinco años. La serie parte de su liberación para mostrar cómo esa sombra reaparece en la vida de Sara, que lleva décadas ocultando su identidad. Lojo y Carballal construyen el argumento con una precisión casi quirúrgica: cada decisión que toma la protagonista la acerca más a un derrumbe que parecía inevitable. En el fondo, el miedo de Sara no nace del crimen cometido por su padre, sino de la posibilidad de llevar en la sangre esa misma inclinación. ‘Innato’ utiliza ese conflicto interior para hablar del peso de la herencia, del deseo de huir de lo que uno es y de las consecuencias de sostener una vida basada en el engaño.
Sebas, su hijo, aporta una capa de inquietud aún mayor. Interpretado con acierto por Teo Soler, encarna a un adolescente que se siente fuera de lugar y encuentra en su abuelo una figura que lo atrae tanto como lo aterra. Ese vínculo, que al principio parece simple curiosidad, acaba convirtiéndose en un espejo del conflicto central de la serie: la fascinación por el mal. Su historia funciona como una exploración del aprendizaje del miedo y de cómo la violencia puede presentarse como herencia o como elección. Mientras tanto, la inspectora Arias, interpretada por Emma Suárez, lidera una investigación policial que da estructura a los hechos, pero también refleja el desconcierto de una sociedad que sigue obsesionada con el castigo más que con la comprensión.
La dirección de Escalera y Torrente es uno de los puntos fuertes de la serie. La forma en que utilizan los espacios domésticos para intensificar la tensión resulta determinante. Los interiores, siempre ordenados pero fríos, se van transformando conforme avanza la historia, como si las paredes absorbieran la mentira. La fotografía, dominada por tonos apagados, refuerza esa sensación de encierro. La acción transcurre en una Euskadi nublada, donde el clima se convierte en una prolongación emocional de los personajes. No se busca el espectáculo, sino la densidad de las atmósferas. Cada plano está calculado para mostrar la incomodidad sin recurrir a gritos ni exageraciones. Ese estilo contenido recuerda a ciertos dramas europeos recientes que prefieren la incomodidad silenciosa a la sorpresa ruidosa.
Félix Garay, interpretado por Imanol Arias, es un personaje que condensa el núcleo moral del relato. Su salida de prisión no es un retorno triunfal, sino una exposición pública al rechazo. Lo vemos caminar por las calles como alguien que cumple una condena perpetua a pesar de haber cumplido la pena. La serie lo muestra sin indulgencia, pero también sin condena gratuita. Su rostro envejecido y sus silencios transmiten la imposibilidad de escapar de una identidad que ya está escrita en la memoria colectiva. A su alrededor, el guion plantea un debate sobre las segundas oportunidades y sobre el lugar que ocupan quienes, tras pagar sus delitos, siguen siendo tratados como amenazas. Es ahí donde ‘Innato’ encuentra su ángulo más social: en la dificultad para aceptar la rehabilitación y en la crueldad de una comunidad que convierte el pasado en una cadena perpetua invisible.
El matrimonio de Sara y Aitor (Roberto Álamo) representa el espejismo de la normalidad. Él vive instalado en la rutina y la confianza, mientras ella administra el engaño con precisión de cirujana. Sus conversaciones, aparentemente inofensivas, esconden un control constante y una tensión que el guion aprovecha con inteligencia. Cuando aparece Jaime (Fernando Guallar), un abogado con un carácter violento, esa falsa calma se rompe del todo. La relación entre ambos no se presenta como una simple infidelidad, sino como un síntoma del descontrol que amenaza con arrasar todo lo que Sara ha construido. El deseo aparece como otra forma de herencia, una vía para liberar la violencia contenida. La serie convierte estos vínculos en un campo de pruebas donde se mide la capacidad de los personajes para resistir la verdad.
La investigación policial avanza en paralelo, alternando los recuerdos con los nuevos crímenes que reproducen el mismo patrón de los asesinatos originales. Cada episodio aumenta la tensión al mostrar cómo la sospecha recae una y otra vez sobre Félix, pese a la falta de pruebas concluyentes. La inspectora Arias se mueve entre la empatía y la desconfianza, y su figura aporta un contrapunto ético frente a la carga emocional del resto. Los capítulos, de ritmo sostenido, dosifican la información con habilidad, sin necesidad de forzar giros espectaculares. ‘Innato’ se apoya más en la observación que en el impacto, apostando por la lógica interna de sus personajes.
Uno de los aspectos más interesantes de la serie es su lectura moral. El guion plantea la vieja discusión sobre si la maldad se hereda o se aprende. Lo hace desde la intimidad de una familia que vive con el miedo a ser un reflejo de lo que odia. Sara teme convertirse en su padre, y Sebas sospecha que su destino podría estar ya escrito en su ADN. Esa idea convierte el relato en una reflexión sobre la identidad y sobre el esfuerzo que requiere construirse al margen de un pasado manchado. Lojo y Carballal escriben desde la contención, sin sermones ni lecciones morales, y consiguen que los personajes hablen por sí solos. Cada uno de ellos encarna una forma distinta de enfrentarse al miedo: el silencio, la huida, la represión o la confrontación.
La puesta en escena refuerza la sensación de amenaza constante. La música, discreta y casi ausente, deja espacio al sonido del viento, de los pasos o del fuego, recordando que la tensión no necesita ruido. Los directores utilizan con acierto los elementos del entorno, desde el mar hasta los paisajes industriales, para construir una atmósfera que oprime sin descanso. Esa coherencia visual da unidad al conjunto y convierte el entorno en un personaje más, un espejo de los estados de ánimo.
El cierre de temporada deja una huella amarga. Los últimos capítulos aceleran el ritmo y conducen hacia un desenlace cargado de giros que alteran el sentido de todo lo visto. La serie no se limita a resolver el misterio, sino que muestra las consecuencias de cada decisión. Los supervivientes quedan marcados por lo que han callado, y las relaciones familiares se transforman en territorios minados. Netflix deja la puerta entreabierta a una continuación, pero lo que queda claro es que ‘Innato’ funciona como un estudio sobre la mentira, la culpa y la imposibilidad de desprenderse del pasado. Su fuerza no reside en el crimen que se investiga, sino en la forma en que muestra cómo el mal se infiltra en la vida cotidiana, sin estridencias y sin necesidad de justificarlo.
