Cine y series

Host

Pairach Khumwan

2025



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La mirada de Pairach Khumwan se adentra en un territorio donde la disciplina y el aislamiento se confunden con el castigo. En 'Host', el director tailandés se aproxima a la violencia desde una calma aparente, en un entorno cerrado que parece ajeno al tiempo. Su propuesta transcurre en una institución femenina situada en una isla remota, un espacio de control y obediencia donde las normas se convierten en la forma más visible del miedo. El relato se despliega con un ritmo pausado, sin exhibir urgencia por ofrecer sobresaltos, y transforma ese encierro en una metáfora sobre el poder y sus deformaciones. La cámara de Khumwan se desliza por los pasillos y los dormitorios con una distancia que produce inquietud, como si el propio edificio contuviera una voluntad que observa y castiga. No hay redención posible dentro de su estructura; lo que se impone es la costumbre del dolor, aceptada como rutina.

El relato comienza cuando Ing, interpretada por Thitiya Jirapornsilp, es enviada al reformatorio Pinijkhun. Desde su llegada, el lugar parece regirse por una jerarquía que atraviesa todos los gestos cotidianos. Las alumnas repiten sus tareas con resignación, las cuidadoras imponen un orden sin grietas, y la autoridad de la directora Prissana se mantiene mediante un lenguaje que mezcla fervor y crueldad. La vida de las internas se reduce a un conjunto de reglas que sustituyen cualquier forma de afecto. La joven protagonista queda atrapada entre la sumisión y la sospecha, observada por Aim, una compañera que ejerce sobre ella un dominio cruel. En la relación entre ambas se concentra el núcleo dramático de la película: la violencia como herencia, la sumisión como refugio y la obediencia como castigo. Cada mirada compartida entre las dos parece contener un eco de algo más antiguo, una culpa que se propaga entre quienes aceptan el silencio como única forma de protección.

El relato avanza mostrando cómo el abuso se convierte en un ciclo que reproduce sus propias leyes. Aim, encarnada por Veerinsara Tungkitsuvanich, actúa como emisaria de la directora, convencida de que su docilidad la liberará. En su afán por agradar, multiplica los castigos, humilla, domina y reproduce la violencia que sufre. Esa inversión de poder dota a la película de un sentido político: Khumwan retrata cómo la estructura autoritaria se perpetúa gracias a quienes creen que colaborar con ella garantiza la supervivencia. En la isla, la obediencia se confunde con la fe, y la culpa sustituye a la justicia. A través de ese microcosmos, el director describe una sociedad marcada por la represión y por la aceptación del castigo como destino inevitable. No se trata solo de un relato de terror, sino de un retrato de la moral y de los mecanismos que sostienen la violencia institucional.

La aparición de lo sobrenatural introduce una capa de lectura que desborda el simple relato de venganza. La figura del espíritu protector que acompaña a Ing procede del imaginario tailandés, y su presencia se percibe como la materialización del rencor colectivo. Este elemento mitológico permite entender que la fuerza destructiva que recorre la película no nace del exterior, sino de los abusos cometidos y de la incapacidad para asumirlos. Khumwan no utiliza la superstición como simple ornamento; la emplea como lenguaje moral. Los murmullos, las sombras y los sonidos del agua sugieren que la frontera entre lo humano y lo espectral ha dejado de existir. En esa fusión se reconoce el origen de la violencia: una sociedad que crea sus propios fantasmas a fuerza de repetir sus errores. La atmósfera, sostenida por una iluminación casi enfermiza, convierte los espacios cerrados en escenarios de culpa. Las paredes del reformatorio parecen absorber los susurros de las internas y devolverlos deformados, como si el edificio respirara junto a ellas.

La puesta en escena mantiene una rigidez que acentúa la sensación de encierro. Los planos largos, las repeticiones de tareas y el movimiento circular del relato refuerzan la idea de que todo retorno implica sometimiento. La dirección de Khumwan se caracteriza por un control absoluto del tiempo, y en esa lentitud se encuentra su potencia. Cada secuencia se extiende lo justo para que la tensión crezca de forma casi imperceptible. Los silencios prolongados tienen un valor dramático superior a cualquier grito, y los pocos estallidos de violencia se sienten como una consecuencia lógica del clima de opresión. En lugar de recurrir a artificios sonoros o a efectos desmedidos, el director confía en la respiración del plano, en la textura de la luz y en la economía del movimiento. Su mirada recuerda a la de Apichatpong Weerasethakul en la forma de relacionar lo espiritual con lo cotidiano, pero con una precisión más rígida, menos contemplativa, y con una voluntad de diseccionar el mal como estructura.

El desarrollo de los personajes revela una transformación constante. Ing pasa de la resignación a una resistencia silenciosa, y su aparente pasividad se convierte en la forma más pura de rebeldía. La cámara la acompaña sin glorificarla, mostrando su cuerpo como territorio de castigo. Su evolución no conduce a la liberación, sino a la comprensión de que toda venganza implica una herencia de violencia. Aim, en cambio, representa la contradicción del poder: quien inflige dolor para sentirse libre termina atrapada por su propio miedo. Entre ambas se establece una tensión que Khumwan retrata con una frialdad casi documental. Ninguna escena busca el impacto emocional; todo sucede con la misma serenidad que un ritual. Esa neutralidad convierte la película en una observación implacable sobre la forma en que la crueldad se organiza y se repite.

El componente moral del relato adquiere mayor relevancia cuando la figura del espíritu deja de ser símbolo de protección y se transforma en un mecanismo de castigo. La fuerza invisible que recorre el reformatorio actúa como prolongación del deseo de justicia de las víctimas, pero al mismo tiempo reproduce la violencia que pretende corregir. Khumwan construye así un círculo cerrado donde toda reparación genera un nuevo daño. La dimensión social de la película se amplía al mostrar cómo el miedo colectivo se convierte en una herramienta de control. La superstición sirve para mantener el orden, y la obediencia se disfraza de salvación. Bajo esa lectura, 'Host' funciona como una alegoría sobre la corrupción del poder y sobre la fragilidad de quienes lo padecen y lo perpetúan.

El apartado técnico refuerza ese planteamiento. La fotografía utiliza tonos apagados que traducen la ausencia de esperanza, y la luz artificial refleja la tensión entre vigilancia y encierro. El sonido, casi ausente, amplifica los espacios vacíos, y cada crujido se percibe como un recordatorio de que algo acecha sin necesidad de mostrarse. Los intérpretes mantienen una contención que intensifica el desasosiego. Ninguno busca simpatía, y esa distancia convierte sus rostros en máscaras. En su conjunto, la película alcanza un equilibrio entre el horror físico y el simbólico, construyendo una sensación de amenaza que se extiende más allá de la pantalla.

El desenlace no ofrece consuelo. Lo que se desvela en las últimas secuencias no plantea liberación, sino continuidad. El poder que sometía a las internas cambia de forma, pero persiste. Khumwan elige cerrar su relato con una imagen que no promete alivio, sino permanencia del control. El círculo de la violencia permanece intacto, como si cada generación estuviera condenada a repetir la anterior. Esa conclusión refuerza la lectura social del filme: la imposibilidad de romper con una estructura que ha convertido el sufrimiento en norma. En 'Host', la libertad se vislumbra solo como un espejismo dentro de una institución que funciona con la lógica del castigo. Su terror más eficaz no surge del espíritu que persigue a las protagonistas, sino de la convicción de que la violencia es el único lenguaje que el poder comprende.

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