Cine y series

Hija del fuego: la venganza de la bastarda

Leandro Calderone

2025



Por -

El viento que recorre la Patagonia parece arrastrar más que polvo y silencio. También lleva consigo los ecos de una historia que arde bajo la superficie de una comunidad cerrada. En ‘Hija del fuego: la venganza de la bastarda’, Jorge Nisco y Alejandro Ibáñez plantean un relato que avanza con el pulso de una herida antigua y con la obstinación de quien busca ajustar cuentas con su propio destino. La serie, estrenada en Disney+, se asienta sobre un terreno donde el pasado se impone con la fuerza de un recuerdo imposible de enterrar. Desde su primera escena, se percibe una intención clara: situar al espectador dentro de un paisaje que respira amenaza, belleza y culpa al mismo tiempo, como si el entorno natural fuera un personaje más que observa en silencio la violencia de los hombres.

Letizia, interpretada por Eugenia “China” Suárez, encarna el núcleo de esta trama en la que cada gesto cotidiano esconde una doble intención. Su regreso a Villa Los Cóndores no tiene nada de inocente, aunque sus modales y su apariencia hagan creer lo contrario. Bajo el nombre falso y el disfraz de una prometida, se esconde Clara Cortéz, una mujer marcada por el asesinato de su madre dos décadas atrás, un crimen que quedó sepultado bajo la complicidad y el miedo de un pueblo entero. A través de su figura, la serie retrata una sociedad donde las jerarquías locales se confunden con la impunidad. Clara no regresa para reconciliarse con el pasado, sino para demolerlo. Su objetivo no es moral ni liberador, sino un ajuste que mezcla la necesidad de justicia con una pulsión que la devora por dentro. En ella se concentran el dolor heredado, la rabia acumulada y la frialdad del cálculo. Cada palabra que pronuncia está medida, cada mirada se transforma en un arma que desestabiliza la aparente paz de un lugar donde todos guardan algo.

El personaje de Fausto Saavedra, interpretado por Diego Cremonesi, condensa esa doble moral que domina la serie. Representa el poder económico que se disfraza de honorabilidad mientras oculta su violencia bajo un barniz de respeto social. A su alrededor orbitan figuras que refuerzan la idea de un pueblo sometido a la costumbre y a la conveniencia: la exesposa que no tolera el abandono, el hijo incapaz de romper la cadena familiar, los empleados serviles, los vecinos que miran hacia otro lado. En conjunto, forman un ecosistema cerrado que la serie retrata con precisión, mostrando cómo la complicidad colectiva sostiene la injusticia. En este contexto, la venganza de Clara adquiere una dimensión política: no se trata solo de un ajuste personal, sino de una rebelión frente a un sistema que consiente la corrupción y silencia a los débiles. La protagonista encarna la figura de quien decide tomar la justicia por su cuenta porque el entorno ha dejado de ofrecerle alternativas.

La estructura narrativa alterna el presente con fragmentos del pasado que actúan como detonadores emocionales. Esa alternancia evita la linealidad y da profundidad a los personajes, permitiendo que el espectador comprenda cómo el dolor se transforma en método. Las secuencias del pasado no funcionan como simple contexto, sino como una memoria activa que determina cada decisión. El guion de Leandro Calderone articula los veintidós episodios con un ritmo calculado, sin precipitar los acontecimientos. Se percibe un esfuerzo por sostener la tensión sin recurrir al efectismo. Los diálogos son secos, las conversaciones transcurren con un tono contenido, como si todos hablaran con la certeza de que cualquier palabra de más puede detonar un secreto. La serie no busca giros inesperados para sorprender, sino que construye su intensidad a través de la espera. Cada escena parece destinada a preparar la siguiente, hasta que el espectador se da cuenta de que el incendio ya está en marcha.

Los directores aprovechan los escenarios naturales con una mirada que evita el turismo visual. La Patagonia no es solo paisaje, sino una presencia que encierra a los personajes en su inmensidad. Las montañas y los lagos funcionan como metáfora del encierro, como si la naturaleza observase y absorbiese la violencia humana. La cámara de Nisco e Ibáñez insiste en los contrastes: la serenidad de un amanecer frente a la violencia que se insinúa tras una puerta, la calma del viento interrumpida por un disparo. En esa tensión visual se sostiene buena parte del impacto de la serie. La luz natural y el sonido ambiente refuerzan el realismo, mientras el vestuario de la protagonista marca su transformación: de la mujer que finge ser esposa ejemplar a la que asume la figura de ejecutora.

Uno de los aciertos más evidentes es la manera en que la serie aborda el tema de la venganza sin moralizarlo. Clara no se presenta como víctima pasiva ni como heroína redentora. Es una mujer que actúa desde la necesidad de corregir un agravio, aunque el método elegido la acerque a quienes odia. Esa contradicción atraviesa todo el relato y convierte la trama en una reflexión sobre los límites de la justicia. La serie plantea que la violencia se reproduce porque los mecanismos institucionales están podridos, y que el deseo de reparación puede volverse un impulso destructivo. En este sentido, la obra se alinea con una tradición de ficción latinoamericana que ha sabido representar la justicia como una lucha personal antes que como un derecho garantizado. No se trata de justificar a la protagonista, sino de exponer el contexto que la empuja a cruzar la línea.

La relación entre Letizia y Fausto avanza como un juego de poder en el que cada uno manipula al otro desde su propio interés. Esa tensión convierte sus escenas en las más reveladoras, porque muestran cómo la intimidad se convierte en campo de batalla. En los momentos de mayor cercanía, la serie revela su interés por explorar el deseo como forma de control. El amor y la atracción se entrelazan con la estrategia, generando una sensación constante de amenaza. La dirección de actores apuesta por la contención: Suárez despliega un registro medido, evitando el dramatismo, mientras Cremonesi proyecta una ambigüedad que mantiene en vilo la percepción del espectador.

A medida que la historia avanza, los crímenes de Clara desatan un efecto dominó que arrastra a todo el pueblo. La serie muestra con crudeza cómo una comunidad puede convivir con la violencia mientras la disfraza de costumbre. La policía, los vecinos y las familias reaccionan con hipocresía, protegiendo lo que les conviene. En ese punto, el relato trasciende el género del thriller y se adentra en el terreno del drama social. La Patagonia se transforma en un escenario simbólico de un país que mira hacia otro lado mientras el fuego se propaga. Cada asesinato actúa como una forma de exponer la podredumbre de una sociedad que prefiere callar antes que enfrentar la verdad.

El cierre de la serie condensa todo lo anterior en una escena que evoca las tragedias antiguas, donde la redención se confunde con la destrucción. La protagonista alcanza su objetivo, pero el precio es su identidad. Los directores no enfatizan la moralidad del desenlace; prefieren que las imágenes hablen por sí mismas, mostrando el vacío que deja la venganza cuando todo ha ardido. En ese final, el paisaje vuelve a imponerse, ahora como testigo de una calma falsa que anuncia otro ciclo de silencios. ‘Hija del fuego: la venganza de la bastarda’ es, en definitiva, una exploración sobre cómo la violencia se infiltra en los vínculos y sobre cómo el deseo de reparar el pasado puede acabar devorando a quien lo persigue. Disney+ presenta con esta producción un retrato sólido de una mujer que intenta apropiarse de su historia, aunque para ello tenga que arrasar con todo lo que la rodea.

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