Cine y series

Hedda

Nia DaCosta

2025



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La presencia de 'Hedda' en el catálogo de Amazon Prime sitúa a Nia DaCosta en un punto de madurez creativa que evidencia su interés por las estructuras cerradas y los espacios donde la apariencia social se convierte en un campo de batalla. La directora transforma el texto teatral de Henrik Ibsen en un relato cinematográfico de época desplazada a la Inglaterra de los años cincuenta, donde los rituales domésticos sirven como telón de fondo para un enfrentamiento de pulsiones. La puesta en escena parte de una serenidad engañosa: un entorno refinado, un matrimonio que intenta preservar su estatus y una anfitriona que organiza una fiesta con una finalidad más estratégica que celebratoria. Desde ese inicio, DaCosta no se detiene en reproducir una herencia literaria, sino que indaga en la materialidad del deseo y en las fisuras que atraviesan los roles de género en un contexto de jerarquías morales aún intactas.

El núcleo del relato gira en torno a Hedda, interpretada por Tessa Thompson, una mujer que ha cambiado la libertad del pasado por una estabilidad económica frágil, sostenida por el empeño académico de su marido George. Ese equilibrio ficticio se resquebraja con la llegada de antiguos vínculos afectivos y la irrupción de un ambiente festivo que se transforma en un experimento de manipulación. La narración se estructura en bloques que marcan distintos grados de control sobre la situación, y cada escena funciona como una pieza dentro de una partida en la que la protagonista mueve a los demás con precisión de estratega. Las armas que heredó de su padre, un militar recordado por su autoridad, se convierten en un símbolo de poder transferido, pero también de autodestrucción. A través de ellas, DaCosta conecta la represión interior con la violencia exterior, de modo que la tensión se acumula sin necesidad de grandes estallidos visuales.

El tratamiento de los personajes secundarios define los márgenes de esa tensión. George, interpretado por Tom Bateman, encarna la mediocridad de un sistema que recompensa la obediencia. Frente a él, Eileen, papel de Nina Hoss, representa la alternativa vital que Hedda ha rechazado: una figura que combina independencia intelectual y deseo de reconocimiento, atrapada igualmente por las limitaciones impuestas por la sociedad. La presencia de Thea, encarnada por Imogen Poots, introduce un matiz de fragilidad que contrasta con la dureza de las otras dos. Cada una actúa como reflejo deformado de la otra, y en sus encuentros surge un retrato coral de la frustración femenina en un mundo donde las decisiones parecen siempre condicionadas por la mirada masculina, aunque esta permanezca fuera de foco.

La estructura narrativa avanza con un ritmo irregular que alterna momentos de ironía con estallidos de tensión psicológica. La fiesta central del film actúa como un microcosmos social: un escenario cerrado donde las máscaras se mantienen gracias al alcohol, la música y la cortesía. DaCosta utiliza ese encierro para diseccionar comportamientos y observar cómo la cortesía se disuelve en agresividad contenida. Las conversaciones se interrumpen por silencios largos, las miradas sustituyen a los diálogos y el montaje evita el énfasis en los clímax. El resultado es un retrato de convivencia incómoda en el que el artificio se convierte en lenguaje. En este punto, la dirección se acerca a la de realizadores como Joseph Losey, más interesados en el desmoronamiento interno de la clase alta que en la anécdota.

El componente político de 'Hedda' se manifiesta sin discursos explícitos. El desplazamiento temporal al Reino Unido de posguerra introduce la dimensión racial como elemento de fricción en el entorno aristocrático donde se mueve la protagonista. Su posición como mujer negra casada con un hombre blanco dentro de un ámbito académico dominado por hombres se traduce en un aislamiento que se percibe tanto en la fotografía como en la composición de los planos. La luz artificial domina los interiores hasta que la claridad del amanecer revela los restos de una velada marcada por el exceso. Esa transición lumínica funciona como metáfora del agotamiento moral de quienes buscan mantener la apariencia del control.

La relación entre Hedda y Eileen vertebra el film sobre un eje de rivalidad y atracción que desafía las convenciones románticas. DaCosta sustituye la moral victoriana del texto original por una mirada sobre la bisexualidad y el deseo reprimido. Esa reinterpretación confiere al relato un carácter más corporal, donde los movimientos, la cercanía física y el contacto visual adquieren mayor peso que las palabras. La cámara, siempre en movimiento, captura el vaivén emocional de ambas sin caer en la ilustración de sus emociones, prefiriendo el juego entre distancia y proximidad. El resultado es una tensión erótica que se desplaza hacia la crueldad, en la que la manipulación sirve tanto para dañar como para conservar una forma de identidad.

El tratamiento sonoro refuerza ese ambiente de inquietud. La partitura de Hildur Guðnadóttir utiliza vocalizaciones y percusiones que marcan cada cambio de humor de la protagonista. Los silencios, por contraste, actúan como espacios de amenaza. En algunos tramos, la música impone una dirección emocional demasiado evidente, pero su presencia constante contribuye a que el relato mantenga un pulso casi teatral. En cambio, el montaje de Jacob Schulsinger introduce irregularidades que afectan al ritmo general, con cortes que fragmentan la continuidad y ralentizan el desarrollo de las escenas. Esa discontinuidad, lejos de entorpecer la comprensión, expone la inestabilidad del entorno, como si la imagen misma vacilara ante la imposibilidad de contener la tensión.

Desde el punto de vista visual, la fotografía de Sean Bobbitt privilegia los tonos saturados y las composiciones cerradas. El espacio doméstico se presenta como un laberinto de espejos y cortinas que aprisiona a los personajes, y los movimientos de cámara describen trayectorias sinuosas que recuerdan la vigilancia constante de un entorno social que observa y juzga. La elección de rodar gran parte de la acción en un único escenario acentúa la sensación de asfixia, mientras que el amanecer del desenlace aporta una breve ilusión de alivio que pronto se disuelve en resignación. DaCosta administra el espacio como una extensión del estado mental de su protagonista, evitando la espectacularidad para centrarse en la textura del encierro.

El guion mantiene el tono literario de Ibsen en las réplicas y los enfrentamientos verbales, pero lo combina con un lenguaje contemporáneo que resalta la teatralidad del diálogo. El resultado no busca una reconstrucción histórica exacta, sino una atmósfera de anacronismo deliberado que sitúa la acción en un tiempo suspendido. Esa elección permite que los conflictos de clase, raza y género se perciban como persistentes más que como reliquias del pasado. La película adquiere así una lectura moral sobre la imposibilidad de liberarse de las estructuras sociales que garantizan la supervivencia económica a costa del deseo.

El desenlace condensa las tensiones acumuladas sin recurrir a la catarsis habitual en las adaptaciones de Ibsen. La dirección evita el dramatismo extremo y apuesta por una clausura casi física, donde el silencio final se impone como forma de control sobre el caos anterior. La mirada de Hedda se mantiene firme, no como redención ni castigo, sino como constatación de un límite. Esa decisión estilística confirma la voluntad de DaCosta de apartarse del sentimentalismo y construir una tragedia donde la inteligencia se confunde con la autodestrucción.

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