Una casa abandonada en medio del bosque, un hombre enfermo que busca refugio y un perro que observa lo invisible. Así se construye el universo de ‘Good Boy’, primer largometraje de Ben Leonberg, que debutó en el SXSW de 2025 con una propuesta que convierte el vínculo entre un animal y su dueño en el eje de un relato de terror doméstico. El director, que también firma el guion junto a Alex Cannon, recurre a su propio perro, un retriever llamado Indy, para situar la cámara a ras de suelo y narrar la historia desde su mirada. Este punto de vista altera de raíz los códigos del género, ya que el espectador comparte con el animal una sensación de desconcierto y vigilancia constante ante un entorno que parece cargado de presencias.
El argumento se articula alrededor de Todd, interpretado por Shane Jensen, un hombre con una dolencia grave que decide trasladarse con su perro a la antigua casa de su abuelo. Lo que para él representa un intento de recomenzar en un espacio familiar pronto se convierte en un descenso a lo incierto. Desde el primer momento, Indy percibe algo fuera de lugar: figuras en los márgenes, sonidos que se filtran entre los muros, una inquietud que el dueño ignora mientras se instala. Leonberg mantiene la atención del espectador en el animal y su entorno inmediato, borrando los rostros humanos o relegándolos a un segundo plano. Esa elección visual otorga a la película un tono hipnótico, en el que la tensión se construye a partir de pequeñas reacciones: un movimiento de orejas, un ladrido breve o una respiración entrecortada.
Rodada a lo largo de tres años, la película combina una producción artesanal con una notable precisión técnica. La fotografía de Wade Grebnoel encierra al espectador en una escala reducida, dominada por la penumbra y los reflejos. Cada plano parece pensado para situar la mirada en la frontera entre lo reconocible y lo amenazante. El trabajo sonoro amplifica ese efecto: los ruidos del bosque, el golpeteo de la lluvia o los pasos sobre la madera adquieren una presencia casi tangible. En ese sentido, Leonberg utiliza los recursos clásicos del terror, como las luces que parpadean, los pasillos que se alargan o las voces distantes, pero filtrados por la percepción del perro, que carece de referencias humanas para interpretar lo que ocurre. Esa limitación genera un tipo de suspense más físico que intelectual, basado en la reacción inmediata.
El guion evita las explicaciones extensas y se apoya en el ritmo breve de su metraje, apenas setenta minutos, para sostener un relato cerrado. A través de vídeos domésticos y conversaciones telefónicas con la hermana de Todd (Arielle Friedman), el espectador intuye una historia familiar marcada por la pérdida. La casa del abuelo funciona como escenario y símbolo de un legado que pesa sobre los vivos. El lugar parece conservar algo del pasado, quizá en forma de energía o de recuerdo, y se convierte en el verdadero antagonista. Indy, ajeno a esas interpretaciones, actúa por instinto, guiado por el vínculo con su dueño. Esa relación define el centro emocional del filme, aunque Leonberg evita cualquier sentimentalismo, dejando que la fidelidad del animal se exprese a través de la acción y el riesgo.
El resultado mezcla el retrato íntimo con el cine de terror clásico. En vez de recurrir al exceso, el director opta por una atmósfera sostenida en la sugestión, donde cada plano invita a anticipar un sobresalto que a veces llega y a veces se diluye. La perspectiva canina transforma escenas convencionales en algo inquietante. Un paseo por el jardín o una visita al cobertizo adquieren una densidad amenazante cuando la cámara se mantiene baja, enfocando sombras y objetos a la altura del suelo. Este enfoque también modifica la relación entre espectador y protagonista: en lugar de identificarse con el héroe humano que enfrenta lo desconocido, el público comparte la indefensión de un ser que percibe el peligro sin comprenderlo.
La interpretación de Indy merece atención aparte. Más allá del atractivo de su presencia, el trabajo de adiestramiento y paciencia detrás de cada gesto convierte al animal en el auténtico eje narrativo. Leonberg consigue que cada mirada del perro funcione como una frase dentro del relato, dotándolo de una expresividad contenida que evita la caricatura. En ese equilibrio se apoya buena parte del interés de la película, que convierte un posible artificio en un mecanismo genuinamente narrativo. La colaboración entre el director y su esposa, la productora Kari Fischer, logra mantener una naturalidad que resulta esencial para que el experimento funcione.
En un panorama saturado de fórmulas repetidas, ‘Good Boy’ apuesta por la simplicidad formal y la concentración temática. La historia carece de ramificaciones innecesarias y se desarrolla como una pieza de cámara, donde cada elemento está subordinado a la percepción del protagonista. El aislamiento rural, el deterioro físico del dueño y la presencia invisible que recorre la casa funcionan como variaciones de un mismo motivo: la fragilidad de la rutina cuando se enfrenta a lo desconocido. Leonberg aprovecha el potencial simbólico de ese planteamiento sin sobrecargarlo, manteniendo una distancia que evita el exceso de dramatismo.
El film plantea, además, una lectura social discreta. Todd, enfermo y replegado sobre sí mismo, encarna un tipo de masculinidad herida, incapaz de pedir ayuda o atender las señales del entorno. Su relación con la hermana, siempre al otro lado del teléfono, refleja una desconexión que acentúa el aislamiento. En contraste, Indy representa la atención absoluta, la lealtad que se mantiene incluso en circunstancias adversas. Esa oposición entre la mirada humana y la animal crea un subtexto que atraviesa la película sin necesidad de verbalizarlo. En lugar de ofrecer un relato sobre el miedo a lo sobrenatural, ‘Good Boy’ sugiere un retrato del miedo a la pérdida, a quedarse solo en un espacio que parece conocer demasiado bien los límites del cuerpo y del tiempo.
El desenlace mantiene esa línea de contención, cerrando la historia sin artificios ni grandes revelaciones. Lo que queda tras la proyección es la sensación de haber asistido a una exploración del género desde una perspectiva distinta, donde el terror se define por la atmósfera y por la manera en que el vínculo entre un hombre y su perro se convierte en la fuerza que sostiene la narración.