Cine y series

Golpes

Rafael Cobos

2025



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‘Golpes’ se abre en una Sevilla de 1982 que huele a gasolina, barro y cansancio político. Las calles laten entre el polvo del pasado y la promesa de una libertad todavía incierta. Rafael Cobos, después de años como guionista al servicio de otros directores, decide asumir la dirección para retratar la España de la Transición que nunca terminó de reconocerse a sí misma. No lo hace desde la épica, sino desde una calma que contiene rabia y desencanto. La película se instala en ese territorio donde los ideales se marchitan, los afectos se confunden y la historia personal se mezcla con la colectiva. Bajo esa superficie se encuentra el relato de dos hermanos marcados por la misma herida y arrastrados por decisiones opuestas. Cobos los observa sin prisas, convencido de que en cada silencio habita la memoria de un país que aprendió a callar demasiado pronto.

Migueli, interpretado por Jesús Carroza, vuelve a caminar libre después de una larga condena. Su libertad, sin embargo, se parece más a una deuda pendiente que a una recompensa. Persigue el terreno donde yacen los restos de su padre, fusilado décadas atrás, y para conseguirlo organiza una cadena de atracos junto a su vieja banda. Frente a él se sitúa Sabino, encarnado por Luis Tosar, policía y hermano mayor, símbolo de quienes aceptaron las reglas del nuevo tiempo como forma de sobrevivir. El conflicto entre ambos representa la fractura moral de una generación que heredó la violencia del franquismo y la disimuló bajo los discursos de reconciliación. Los dos actúan convencidos de tener razón. Migueli se aferra a la justicia de los muertos, Sabino a la estabilidad de los vivos. La película los enfrenta sin caricatura y convierte su desencuentro en una metáfora de una España dividida que intenta avanzar mientras arrastra el peso de su pasado.

El guion, firmado por Cobos y Fernando Navarro, evita los atajos del sentimentalismo y apuesta por una narración que crece a base de tensión interna. Cada escena encierra un pulso entre deber y deseo, entre lo que se pierde y lo que se defiende. Cobos no busca excusas para justificar a sus personajes, sino que los expone ante su propio espejo. En ellos se concentran las contradicciones de una época donde la Transición española se celebraba en los titulares y se padecía en los barrios. La cámara se adentra en esa Sevilla gris y obrera, de tejados gastados, bares sin luces y polígonos que respiran desesperanza. Allí se mueven hombres que roban por orgullo, policías que disimulan la culpa y mujeres que sostienen la vida desde la periferia de todo. Las decisiones de unos y otros están marcadas por el hambre, la memoria y el miedo a repetir la historia. En ese entorno, los atracos dejan de ser mero espectáculo para convertirse en actos de resistencia.

La puesta en escena refleja esa dualidad constante entre la crudeza del entorno y la ternura escondida en los vínculos. Cobos filma con una contención que refuerza la gravedad de cada gesto. La cámara no persigue la violencia, la contempla como consecuencia inevitable de una estructura social que fabrica marginados. La fotografía de Sergi Vilanova utiliza tonos terrosos y luces bajas que transforman la ciudad en un espacio detenido entre la realidad y el recuerdo. Cada plano parece impregnado de humedad y desgaste, como si el tiempo hubiese dejado su huella en los muros y en los cuerpos. La música de Bronquio introduce una energía eléctrica que contrasta con esa densidad visual. Los sintetizadores se mezclan con sonidos de motores, sirenas y respiraciones, componiendo un retrato sonoro que evoca un país en plena combustión. Esa mezcla de crudeza visual y pulsación musical da a la película una identidad que se aleja del homenaje al cine quinqui y se acerca al retrato político.

En medio del enfrentamiento entre los hermanos surge Ángela, interpretada por Teresa Garzón, una figura que aporta calma sin ingenuidad. Su presencia ilumina la historia sin dulcificarla. Representa la posibilidad de reconciliación, aunque sepa que ninguna paz será completa mientras persista el rencor. Ella encarna a quienes sostienen los vínculos cuando los hombres los destruyen, a quienes comprenden que la memoria se repara con actos cotidianos más que con gestos heroicos. Su relación con Migueli no responde al cliché romántico, sino a la alianza entre dos seres que intuyen en el otro la misma necesidad de perdón. Cobos la filma con respeto, sin convertirla en símbolo decorativo, y logra que su mirada sintetice la esperanza que se resiste a morir incluso entre disparos.

El relato avanza como una sucesión de heridas que se abren y se cosen una y otra vez. Los atracos funcionan como espejos del pasado, y cada golpe parece más un intento de recuperar el honor que una búsqueda de dinero. En el fondo, la película describe la desesperación de quienes creyeron que robar a los poderosos podía restituir una justicia perdida. Cobos consigue que cada asalto, cada persecución, conserve un valor moral antes que narrativo. El crimen se convierte en expresión de una verdad que el sistema se empeña en borrar. Y en esa lectura, el director articula un discurso político que atraviesa el género sin convertirlo en discurso ideológico. Todo está construido con la claridad de quien entiende que el cine español contemporáneo puede hablar de ética sin recurrir a proclamas. En ese sentido, su estilo recuerda al rigor de Bertrand Tavernier o al humanismo seco de Claude Sautet, siempre pendientes de los pliegues sociales detrás de cada acción.

El desenlace elige el silencio antes que la euforia. Los hermanos se encuentran en un escenario desolado, donde la tierra y la memoria se confunden. Cobos opta por la contención: evita la catarsis, deja que las imágenes respiren y que el peso de lo ocurrido hable por sí solo. No hay victoria, tampoco derrota, solo la certeza de que el pasado continúa latiendo bajo cada paso. En esa calma final se resume la idea de la película: la historia de un país que sigue buscando a sus muertos mientras aprende a convivir con los vivos. ‘Golpes’ funciona así como un espejo de esa memoria que nunca termina de cerrarse. Cobos no ofrece consuelo ni castigo, sino una mirada que reconoce la complejidad de las heridas y la necesidad de narrarlas para que no se pudran. Esa honestidad narrativa, desprovista de sentimentalismo, convierte su debut en una obra madura que entiende el cine como herramienta de memoria y de observación moral.

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