En las montañas húmedas del País Vasco, el viento parece arrastrar los secretos de una época dominada por el miedo y la superstición. Desde ese paisaje cargado de leyendas nace ‘Gaua’, dirigida por Paul Urkijo Alijo, una película que se adentra en la oscuridad del siglo XVII para explorar las raíces más primitivas de la intolerancia y los mecanismos del poder que moldean la conducta colectiva. Urkijo no busca reproducir un mito, sino reconstruir un ambiente histórico en el que el rumor se convierte en ley y la sospecha en castigo. Su forma de narrar mantiene la calma de quien sabe que el horror no necesita ruido para manifestarse. A través de una dirección contenida, más preocupada por el clima moral que por el impacto visual, construye un relato que respira en el silencio de los bosques y en el murmullo de las hogueras. La película avanza con un ritmo firme, sin buscar el sobresalto, sino la comprensión de una sociedad que utilizó el miedo como estructura de gobierno.
La historia se centra en Kattalin, una mujer que huye de su hogar tras ser maltratada por su marido. Su escapada nocturna se convierte en un viaje que mezcla huida y descubrimiento, un tránsito físico y moral que la lleva a enfrentarse con las consecuencias de vivir bajo un sistema donde la autoridad religiosa y la violencia doméstica se confunden en una misma amenaza. En el bosque se cruza con tres lavanderas que, entre canciones y relatos, custodian una sabiduría antigua. Son mujeres que no temen a los espíritus porque conocen a los hombres. A través de ellas, la protagonista escucha historias de brujas, maldiciones y castigos, pero también de resistencia y deseo. Urkijo construye esa estructura como un conjunto de espejos: cada narración refleja una parte del mundo que la protagonista desconoce y, a la vez, anticipa su propio destino. Lo que empieza siendo una huida se transforma en aprendizaje, en un proceso de reafirmación que la empuja a mirar de frente el terror que la sociedad disfraza de fe.
El paisaje es un personaje más. El bosque no actúa como simple decorado, sino como territorio simbólico donde la vida y la muerte se confunden. Su humedad, su vegetación espesa y su oscuridad constante transmiten una sensación de encierro que acompaña cada paso de Kattalin. El entorno funciona como una extensión de las tensiones morales que recorren la historia. En ese espacio sin caminos seguros, el peligro no procede de los monstruos imaginarios, sino de las personas que dictan normas desde la ignorancia y el fanatismo. Urkijo utiliza la naturaleza para retratar la presión de un orden social que castiga lo diferente. Las mujeres del relato, apartadas de la autoridad masculina, encuentran en el bosque la posibilidad de una vida fuera del control, aunque esa libertad tenga un precio. La película traduce esa lucha en imágenes que transmiten el peso de la represión y, al mismo tiempo, la fuerza que se esconde en quienes son capaces de soportarla.
La dirección de fotografía, firmada por Gorka Gómez Andreu, juega un papel esencial. La luz parece respirar al ritmo de la historia, alternando entre los tonos fríos de la noche y el resplandor cálido del fuego. La cámara evita el artificio y se detiene en los rostros, en las manos, en los cuerpos que trabajan o se ocultan. Esa mirada contribuye a que el espectador sienta el paso del tiempo y el agotamiento de quienes viven en constante alerta. Los interiores transmiten la rigidez del poder religioso, mientras que los exteriores ofrecen una sensación de posibilidad. Cada plano, cuidado con precisión artesanal, se orienta a reflejar cómo las estructuras sociales se manifiestan en los gestos cotidianos. La puesta en escena no busca el preciosismo, sino la coherencia con la densidad del relato. Los decorados, el vestuario de Nerea Torrijos y el sonido del viento componen una atmósfera en la que cada detalle tiene peso narrativo.
En el centro del relato está el papel de las mujeres como transmisoras de memoria y conocimiento. Kattalin encarna la transformación de quien aprende a reconocerse fuera del papel que le han impuesto. Las lavanderas representan distintas etapas de una misma resistencia: unas mantienen la ironía como escudo, otras la sabiduría como refugio. Todas cargan con una historia marcada por la marginación y el castigo. La película utiliza sus conversaciones para describir una cadena de silencios y de relatos que han sobrevivido a la censura y la violencia. En ellas se condensa una idea política clara: lo femenino como espacio de transmisión frente a un poder que intenta borrar su voz. Los hombres aparecen como figuras que reproducen el miedo, prisioneros también de un sistema que les exige ejercerlo. Urkijo no los caricaturiza, pero tampoco los absuelve. Los muestra atrapados en un papel social que alimenta su brutalidad.
La dimensión moral del filme se refuerza en la representación de la fe como instrumento de dominio. La religión se utiliza para justificar la violencia y para fabricar enemigos. Las acusaciones de brujería se convierten en un modo de mantener el control y silenciar cualquier disidencia. La película plantea un retrato de la superstición institucionalizada, donde el poder político y el religioso se confunden hasta borrar cualquier frontera. Lo que asusta no son los rituales ocultos, sino la facilidad con la que una comunidad acepta castigar lo que desconoce. Urkijo retrata esa mentalidad con una serenidad que multiplica su impacto. Su mirada no busca escandalizar, sino comprender cómo se construye el miedo colectivo y de qué manera se perpetúa. La oscuridad que domina la pantalla no es solo estética: representa una sociedad que se alimenta de sus propias sombras.
El tramo final, marcado por la celebración del aquelarre, concentra toda la tensión acumulada. La cámara se mueve con una precisión que transmite el vértigo de un ritual que no pertenece al terror, sino a la reivindicación. Allí, la protagonista ya no huye. Participa, se funde con el grupo y encuentra un sentido en la comunidad. Urkijo resuelve esta secuencia con un pulso casi musical, como si cada movimiento de cámara respondiera a un compás interior. La escena no busca sorprender, sino afirmar la continuidad entre el mito y la realidad. La coreografía del fuego, las voces y las miradas refuerzan la idea de que la identidad colectiva nace del encuentro, no de la obediencia. Esa forma de representar la unión de las mujeres bajo la noche no es un gesto de redención, sino un acto de memoria. A través de ellas, el cineasta subraya la capacidad de la narración popular para conservar aquello que el poder intenta borrar.
Paul Urkijo muestra una madurez notable en la dirección. Evita el exceso y opta por una narración que avanza con la serenidad de quien confía en la historia que cuenta. La cadencia de los diálogos y la composición de los planos revelan una confianza en el silencio y en los rostros. Su cine entiende que la violencia más profunda se esconde en los actos cotidianos y que la resistencia se construye a través de la palabra compartida. En ‘Gaua’ la mitología vasca deja de ser un adorno folclórico para convertirse en una herramienta de análisis social. El mito se convierte en espejo, y la oscuridad, en espacio de libertad. Urkijo se sitúa así en una línea cercana a directores como Bertrand Tavernier o Agnieszka Holland, cineastas capaces de entrelazar historia y ética sin didactismo. Su mirada revela un compromiso con la memoria y con la necesidad de revisitar el pasado para entender los mecanismos del presente.
El conjunto de la película mantiene una coherencia visual y narrativa que refuerza su sentido político y moral. ‘Gaua’ no se limita a recrear un tiempo remoto, sino que plantea una reflexión sobre la represión y la libertad, sobre la autoridad y la resistencia. A través de la fusión entre realidad y mito, propone un retrato de las raíces del miedo y de las formas de enfrentarlo. Las figuras fantásticas que habitan la película funcionan como símbolos de las pasiones colectivas y de los deseos reprimidos. En su convivencia con los personajes reales se construye un lenguaje que habla tanto del pasado como del presente. Urkijo utiliza la oscuridad para mirar de frente los límites de la civilización. En esa mirada se encuentra la fuerza de una película que convierte la leyenda en espejo del poder y la superstición en retrato de una sociedad que aún teme a su propia sombra.
