Cine y series

Fuera de foco

Ernest Prakasa

2025



Por -

Un trueno lejano atraviesa la primera escena de 'Fuera de foco' y marca el compás de una historia que se mueve entre la arrogancia y la culpa. El protagonista, Vino Agustian, aparece primero como un niño que descubre en un escenario escolar la emoción de ser observado. De adulto, ese mismo impulso de ser visto se transforma en su cárcel. La película, dirigida por Ernest Prakasa y disponible en Netflix, se construye sin prisas, con una mirada que observa más que explica, y que se atreve a dejar al espectador frente a la caída moral de un actor que ha hecho del éxito una religión personal. Prakasa evita los adornos innecesarios y apuesta por un relato que mezcla la fábula con la realidad cotidiana, donde el brillo de los focos contrasta con la oscuridad interior de quien se ha olvidado de su origen.

El argumento se despliega a partir de una idea sencilla: un intérprete, celebrado por su talento y vanidad a partes iguales, pierde de repente la capacidad de actuar. Esa pérdida lo descoloca, lo desarma y lo obliga a enfrentarse con lo que lleva años evitando: el vacío detrás de la fama. Lo que podría parecer una anécdota fantástica se convierte aquí en un espejo de su propio ego. El guion lo muestra sin rodeos, encajando su caída dentro de un entorno donde el éxito depende más del marketing que del talento. Prakasa maneja los tiempos con calma, haciendo que los silencios y las miradas digan más que cualquier discurso. Hay una precisión casi quirúrgica en cómo describe la descomposición del protagonista, sin grandes escenas de dramatismo, solo el lento desgaste de quien se va quedando solo entre premios y aplausos.

El relato avanza con una estructura que alterna la vida pública y la privada de Vino. En los eventos y fiestas, su personaje se muestra como un hombre encantado de escucharse a sí mismo; fuera de cámara, es incapaz de sostener una conversación honesta. La película no intenta disculparlo, pero sí entender de qué está hecha esa vanidad. El director lo sitúa en medio de un sistema de productores, agentes y falsos amigos donde todo tiene un precio. El episodio en el que Vino es incapaz de interpretar una escena frente a un expresidente se filma como un momento de auténtica incomodidad: los gestos forzados, la voz que se quiebra, la incomprensión general. Esa humillación pública es el punto de inflexión de la historia y el principio de su desmoronamiento.

A medida que pierde control sobre su vida, la película abre otros frentes que apuntan hacia el entorno cultural y social del país. Aparecen las supersticiones, las creencias religiosas y el miedo al castigo divino, representados por Dimi, su asistente, que intenta encontrar una explicación a lo que ocurre. Ella representa la parte terrenal del relato, la que mezcla la lealtad con el desconcierto. En paralelo, el hermano de Vino, Iksan, funciona como contrapunto moral: el hombre que sacrificó sus aspiraciones para sostener al actor, ahora hundido en la precariedad. Entre ambos se desarrolla la tensión más humana del film, un enfrentamiento que revela cómo el éxito puede deformar las relaciones hasta volverlas irreconocibles. Prakasa dirige esos encuentros con una serenidad que recuerda a las películas de Kore-eda, donde los vínculos familiares se muestran sin melodrama pero con una carga ética muy precisa.

El desarrollo del conflicto introduce un elemento político evidente. La imposibilidad de actuar no solo es un castigo personal, sino también una metáfora de la corrupción simbólica del sistema mediático. En el momento en que un vídeo de su fracaso se hace viral, Vino deja de ser una persona para convertirse en contenido. Esa transición, retratada con ironía, plantea una crítica directa a la sociedad del espectáculo y al modo en que las plataformas multiplican la vergüenza pública. El director aprovecha ese giro para hablar del poder, la religión y la redención como formas de control. En el fondo, la historia es una radiografía de la culpa contemporánea: un mundo donde la exposición sustituye a la reflexión y donde la fe se usa como coartada moral.

La puesta en escena de Prakasa se apoya en una estética sobria. Los interiores son estrechos, cargados de reflejos, mientras que los espacios abiertos resultan casi amenazantes, como si el exterior fuera demasiado amplio para quien ha vivido encerrado en su propio éxito. La luz varía entre tonos cálidos y fríos según el estado emocional de Vino: el brillo artificial de las fiestas contrasta con la penumbra de los momentos de aislamiento. Este contraste visual refuerza la sensación de que el protagonista habita un escenario continuo, incluso fuera de cámara. El montaje lento y el uso de planos prolongados permiten que cada situación se extienda hasta el límite del silencio, un recurso que multiplica la tensión sin recurrir al dramatismo fácil.

La película aborda de manera directa las implicaciones morales de la caída de Vino. El relato sugiere que la pérdida de su talento funciona como una forma de castigo divino, pero también como consecuencia natural de su desconexión con los demás. Su regreso a la sencillez no parte de una iluminación repentina, sino del cansancio de su propio narcisismo. Cuando vuelve a actuar, lo hace desde otro lugar, con menos ambición y más conciencia del daño que ha causado. El guion no necesita explicarlo en voz alta: basta con la forma en que mira a su hermano o acepta no ganar el premio que antes consideraba indispensable. Ese final, contenido y honesto, cierra el círculo sin recurrir a redenciones forzadas.

'Fuera de foco' no se limita a retratar la decadencia de una estrella, sino que expone una sociedad obsesionada con la imagen y el reconocimiento. El personaje de Vino Agustian encarna esa adicción colectiva al aplauso, y su silencio final se percibe como una forma de resistencia frente a un mundo que exige constante representación. La dirección de Ernest Prakasa transforma un argumento aparentemente simple en una reflexión sobre la vanidad, el castigo y la búsqueda de sentido. Es una historia que se mueve entre el desencanto y la serenidad, sin necesidad de ofrecer moralejas. Al terminar, lo que queda es la sensación de haber asistido a la lenta descomposición de una identidad fabricada por los focos, y al tímido renacer de una conciencia más humana, menos complaciente, más consciente de su propia fragilidad.

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