Cine y series

Fragmentos

Horacio Alcalá

2025



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El sol cae oblicuo sobre las rocas de Lanzarote y su reflejo convierte el silencio en un sonido que se parece al cansancio. En ese territorio árido se desarrolla 'Fragmentos', dirigida por Horacio Alcalá, una película que disecciona la vida de dos parejas que ya no saben en qué momento se les rompió el deseo. Desde el inicio se percibe una calma que engaña, una calma que anticipa el temblor. Alcalá prefiere mirar de cerca, detenerse en los cuerpos, en los gestos contenidos, en las frases cortas que apuntan a heridas que llevan años abiertas. Su puesta en escena no busca el impacto, sino la observación minuciosa de cómo la rutina y la frustración desgastan cualquier ilusión de permanencia. La historia no necesita adornos: se sostiene sobre la materia que compone cualquier vínculo cuando la pasión se disuelve y solo queda la costumbre.

El argumento se articula con la naturalidad de una conversación incómoda. Diego y Alba viajan a Lanzarote para intentar rescatar lo poco que queda de su matrimonio. Él se aferra a la idea de recomenzar, ella carga con una coraza que impide cualquier acercamiento. En el lugar donde se hospedan conocen a Irene y Ben, una pareja madura que parece haber alcanzado una calma que, en realidad, se tambalea. Ese cruce de destinos funciona como espejo deformado: cada pareja refleja a la otra lo que teme admitir. Las discusiones entre Diego y Alba tienen la crudeza de lo cotidiano; las palabras se convierten en lanzas que dejan cicatrices invisibles. En cambio, Irene y Ben se mueven entre la cortesía y el miedo, conscientes de que su equilibrio se sostiene sobre la negación. Las cuatro figuras forman un círculo de soledades que se rozan sin llegar a encontrarse.

El guion de Frank Ariza construye una trama sencilla en apariencia, pero con una densidad emocional que crece a medida que las escenas se suceden. No se trata de un retrato de pareja más, sino de un estudio sobre la incapacidad de comunicar, sobre la necesidad de sostener lo que se desmorona por inercia o miedo a la intemperie. Los diálogos se mueven entre la ironía y la resignación, con una verosimilitud que revela la convivencia como campo de batalla. A diferencia de tantas ficciones que adornan el conflicto con sentimentalismo, aquí la crudeza se expresa en los silencios y en la torpeza de los intentos por arreglar lo irremediable. Ese realismo convierte a los personajes en figuras reconocibles, sin heroicidad ni tragedia impostada.

El reparto es esencial para que la película respire con naturalidad. Asia Ortega y Manu Vega encarnan a la juventud que confunde la dependencia con el amor, la que convierte el cansancio en rutina. Emma Suárez y José Luis García-Pérez, en cambio, representan la madurez que se niega a aceptar la pérdida, esa etapa donde lo aprendido sirve más para sobrevivir que para disfrutar. Las interpretaciones logran una armonía difícil de conseguir: los cuatro se sostienen en un equilibrio que transmite la vulnerabilidad de quienes buscan salvar algo que ya está agotado. El mérito de Alcalá reside en darles espacio para que respiren, para que el espectador perciba cómo el afecto se convierte en un terreno inestable donde cualquier palabra puede desencadenar un derrumbe.

La dirección apuesta por un tono contenido, con una mirada que evita el dramatismo. La cámara se detiene en los rostros y deja que la luz hable. La fotografía de Elías M. Félix capta la textura volcánica del paisaje y la transforma en una metáfora visual del desgaste sentimental. Los tonos grises, la arena negra y el contraste entre la claridad y la sombra crean un ambiente que encierra a los personajes en una especie de limbo. No se trata de un escenario turístico, sino de un territorio emocional. El paisaje no acompaña: interroga, presiona, se convierte en testigo incómodo de lo que se intenta esconder. Alcalá maneja esa idea con precisión, como si cada plano estuviera pensado para medir el peso del silencio.

Hay una escena en la que una revista de prensa rosa introduce un artículo titulado “Siete preguntas para salvar tu matrimonio”. Ese detalle, aparentemente banal, funciona como detonante narrativo. Lo trivial adquiere una fuerza insospechada, porque evidencia el intento desesperado de convertir el afecto en un manual. Los personajes se aferran a ese texto con la ingenuidad de quien busca respuestas en lugares equivocados. A partir de ahí, la tensión aumenta, los diálogos se vuelven más cortantes y el juego entre las dos parejas alcanza su punto de ebullición. El director evita el melodrama y se centra en mostrar cómo la dependencia y el miedo a quedarse solos dominan sus decisiones.

El tempo narrativo se despliega con calma, casi como una respiración contenida. Cada secuencia deja espacio para que el espectador perciba el peso del tiempo. No hay precipitación ni exceso. El sonido del mar, el viento que se cuela por las ventanas y el silencio compartido crean una atmósfera que envuelve toda la película. Esa elección dota a 'Fragmentos' de una identidad muy clara: lo que importa no es lo que sucede, sino lo que permanece en el aire después de cada conversación. La música de Maria Vertiz refuerza esa idea sin imponerse, acompañando la historia como una brisa que pasa desapercibida pero transforma el ambiente.

Alcalá aborda el tema del amor en el cine europeo desde una perspectiva social y política. La película muestra cómo las relaciones arrastran dinámicas de poder, cómo el sacrificio emocional recae con frecuencia en las mujeres, y cómo la dependencia se disfraza de compromiso. Alba e Irene cargan con la responsabilidad de sostener a sus parejas, incluso cuando su deseo ya se ha evaporado. La cámara las observa desde la cercanía, registrando sus miradas cansadas, sus gestos de contención. El resultado es un retrato de género que no sermonea, pero sí denuncia con claridad los mecanismos culturales que perpetúan la desigualdad emocional.

'Fragmentos' se inscribe en la tradición del cine español contemporáneo que entiende el amor como un territorio frágil. Podría recordar, en su forma de mirar, a autores como Joachim Trier o Mia Hansen-Løve, aunque Alcalá elige una distancia más sobria. Su narrativa no busca la redención de los personajes, sino su exposición más honesta. No hay finales luminosos ni giros liberadores, solo la constatación de que amar también puede implicar aprender a detenerse. En ese sentido, la película se alinea con una mirada que concibe las relaciones como espacios de negociación constante entre deseo, culpa y costumbre.

El cierre deja a los personajes en suspensión. No hay reconciliación ni ruptura definitiva. La isla continúa ahí, inmóvil, testigo de un proceso que quizá no termine nunca. La cámara se detiene sobre los cuerpos agotados, sobre la calma que sigue al conflicto, y deja que el espectador imagine lo que vendrá. Horacio Alcalá consigue transmitir la desolación sin dramatismo, la ternura sin consuelo. 'Fragmentos' no pretende conmover con artificios, sino provocar una reflexión sobre cómo las relaciones se desgastan cuando se confunde la permanencia con la felicidad. Su fuerza reside en la claridad con la que retrata la vulnerabilidad de los afectos y en la franqueza con la que enfrenta lo que muchas veces preferimos ignorar.

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