En el marco del Festival de Venecia se presentó ‘Extraño río’, primer largometraje de Jaume Claret Muxart, que con apenas veintisiete años firma una obra que se adentra en la adolescencia a través de un viaje familiar por las orillas del Danubio. El director catalán, que ya había mostrado interés por los paisajes fluviales en su cortometraje Die Donau, construye aquí un relato que entrelaza recuerdos personales, referencias literarias y ecos cinematográficos europeos. La película se inscribe en una tradición que vincula el tránsito vital con el desplazamiento físico, y lo hace con un pulso pausado, apoyándose tanto en la imagen como en el sonido.
El arranque sitúa al espectador en pleno movimiento: bicicletas que avanzan a través de arboledas, risas entre hermanos y la cadencia de un verano que todavía conserva la promesa de aventuras. Esa primera secuencia marca la pauta del resto del metraje, donde el ritmo del pedaleo se convierte en metáfora del crecimiento, con sus aceleraciones, sus detenciones y sus desvíos imprevistos. La familia protagonista, compuesta por un padre arquitecto, una madre actriz y tres hijos, se convierte en vehículo narrativo para observar cómo el tiempo compartido en vacaciones abre fisuras y revela deseos.
El personaje central es Dídac, interpretado por el debutante Jan Monter, cuya presencia transmite una mezcla de timidez y magnetismo. A través de su mirada, la cámara captura los cambios de humor, las tensiones con sus hermanos y la búsqueda de un lugar propio dentro de la dinámica familiar. El despertar afectivo y sexual del adolescente aparece ligado a la irrupción de un joven misterioso, Alexander, que surge en el río como figura entre real y fantástica. Su aparición introduce un componente alegórico que conecta con el romanticismo alemán, donde la naturaleza encarna pulsiones ocultas y el agua simboliza tanto el peligro como la promesa de libertad.
Claret Muxart combina ese tono evocador con un interés por la arquitectura y la cultura centroeuropea. En una de las paradas, la familia visita la Escuela de Diseño de Ulm, lo que permite al padre exponer su fascinación por el racionalismo y la funcionalidad. Esa secuencia no resulta decorativa: introduce un contrapunto formal que resuena en la propia puesta en escena de la película, articulada en bloques narrativos que recuerdan a variaciones musicales. La atención al espacio construido se entrelaza con la exploración de la naturaleza, componiendo un contraste entre orden geométrico y fluir orgánico.
La influencia de cineastas europeos contemporáneos como Céline Sciamma, Angela Schanelec o Carla Simón se percibe en la elección de un registro naturalista, con abundancia de silencios y una apuesta por el detalle cotidiano. Sin embargo, el director imprime a su obra una impronta personal mediante fugas hacia lo fantástico. En determinados pasajes, el relato parece desprenderse de la lógica realista y deriva hacia territorios cercanos al sueño. La aparición de Alexander en lugares insólitos o la evocación de recuerdos de juventud de la madre refuerzan esa dimensión onírica, que nunca se aclara del todo. La ambigüedad se convierte en herramienta para hablar del deseo y de la memoria, más que para proponer enigmas narrativos.
El contexto familiar sirve asimismo para abordar el tránsito entre dependencia y autonomía. Dídac se distancia progresivamente de la figura materna, simbolizado en un paseo nocturno donde su mano deja de aferrarse a la de ella. Ese gesto marca el inicio de una emancipación incipiente, todavía vacilante, pero determinante para entender la evolución del personaje. La película se detiene en esos momentos mínimos que condensan cambios irreversibles: una conversación aparentemente banal, una mirada sostenida o un silencio compartido.
El trabajo visual de Pablo Paloma resulta fundamental. Rodada en 16 mm, la fotografía combina texturas rugosas con una paleta que oscila entre verdes intensos y tonalidades más sombrías. El agua adquiere protagonismo, con reflejos que multiplican las imágenes y cuerpos que emergen y desaparecen en su superficie. La atención a la piel, al contacto con la luz y a la relación con el entorno refuerza la sensación de tránsito estival, donde cada día parece suspendido en una temporalidad elástica. El sonido, por su parte, aprovecha los ruidos naturales del río, el crujido de las bicicletas y los silencios de los campamentos para crear una atmósfera inmersiva. La música aparece de forma puntual, a veces con un punto irónico, como en la escena en que un tema clásico acompaña la intimidad de Dídac.
La herencia literaria también atraviesa el film. En una conversación, la madre menciona su participación en una obra de Hölderlin, La muerte de Empédocles, referencia que enlaza con la tradición romántica y su fascinación por lo sublime. Esa conexión no se limita a una cita culta: articula un diálogo entre el arte dramático y la vida cotidiana, entre el texto escrito y las experiencias en formación de los personajes. Del mismo modo, las alusiones al viaje juvenil de la madre trazan un paralelismo entre generaciones, mostrando cómo el ciclo de descubrimiento se repite con matices distintos.
El montaje, firmado junto a Meritxell Colell, evita la linealidad rígida y apuesta por una estructura que alterna escenas de convivencia familiar con pasajes de deriva casi abstracta. Esa decisión genera un vaivén que puede desconcertar, pero que responde a la intención de retratar un estado vital en permanente transición. El ritmo irregular refleja tanto el cansancio del pedaleo como la intensidad de los sentimientos adolescentes. Claret Muxart demuestra confianza en la capacidad del espectador para completar los huecos, sin necesidad de explicaciones explícitas.
Más allá del retrato individual, ‘Extraño río’ plantea una lectura sobre la construcción de identidad en un marco europeo marcado por la movilidad. La familia se desplaza en bicicleta por Alemania, pero lo que se muestra trasciende lo turístico: se trata de una cartografía íntima en la que cada parada abre una posibilidad de transformación. El Danubio, frontera y nexo de múltiples culturas, se convierte en escenario simbólico de un tránsito entre etapas vitales, entre lo familiar y lo ajeno, entre lo tangible y lo imaginado.
El trabajo del reparto contribuye a la solidez del conjunto. Jan Monter, en su primer papel, aporta frescura y una cierta opacidad que alimenta el misterio del personaje. Nausicaa Bonnín transmite serenidad y vulnerabilidad como madre actriz que ensaya sus textos al mismo tiempo que observa el distanciamiento de su hijo. Jordi Oriol aporta entusiasmo en la figura paterna, obsesionado con la arquitectura, mientras los hermanos menores encarnan la energía y la irritación propias de la infancia y la adolescencia. Francesco Wenz, como Alexander, irrumpe con una presencia que mezcla atracción y enigma.
El filme se integra en una corriente de cine español reciente que busca abrirse a referentes internacionales sin perder una voz propia. Claret Muxart, que se formó fuera de los cauces habituales de escuelas de cine, apuesta por un trabajo colectivo con amigos y colaboradores cercanos, lo que imprime al proyecto una energía distinta a la de producciones más academicistas. Su ambición reside en experimentar dentro de un marco profesional, manteniendo un equilibrio entre libertad creativa y recursos técnicos.
‘Extraño río’ se presenta como un debut que combina naturalismo y lirismo, observación de lo cotidiano y fugas hacia lo fantástico. Su interés no se centra en grandes giros narrativos, sino en la captación de estados de ánimo, en la construcción de un clima que oscila entre la ligereza del verano y la gravedad de las primeras decisiones vitales. La película se abre así a múltiples lecturas, desde el retrato generacional hasta la reflexión sobre el vínculo entre paisaje, deseo y memoria. Claret Muxart se adentra en el cine con una obra que anuncia una trayectoria a seguir, sustentada en una sensibilidad particular para traducir lo íntimo en imágenes.