La estación de los que ya no tienen prisa se abre ante el espectador con la calma de quien observa lo inevitable. En 'Eternity', David Freyne construye una historia que habla de la permanencia del amor más allá del cuerpo y del tiempo, sin dramatismos ni excesos místicos. La película, producida por A24, utiliza el humor y la ternura para mirar de frente una idea incómoda: que la eternidad puede ser tan agotadora como la vida misma. El punto de partida es sencillo y, al mismo tiempo, inquietante. Larry muere de forma accidental y despierta en un lugar que parece una mezcla entre oficina y estación de tren, donde se elige el tipo de eternidad deseada. Allí todo funciona con la lógica burocrática de un catálogo de viajes. Freyne, con esa mezcla de ironía y lucidez que ya había mostrado en trabajos anteriores, propone una reflexión sobre cómo incluso después de morir seguimos tratando de organizar el caos con papeleo.
La historia se enreda cuando llega Joan, la esposa de Larry, interpretada por una Elizabeth Olsen que sostiene con naturalidad el peso emocional del relato. Joan muere poco después de él, pero lo que podría haber sido un reencuentro apacible se complica con la aparición de Luke, su primer marido, muerto en la guerra muchos años atrás. Ese triángulo amoroso se convierte en el eje moral y sentimental de la película. No se trata de un duelo de egos, sino de una disputa entre dos formas de entender el amor: la pasión fugaz de la juventud y la complicidad larga de una vida compartida. Freyne convierte esa elección en una metáfora sobre la memoria y el deseo, sobre cómo cada persona convive con versiones distintas de sí misma y con recuerdos que, aunque distorsionados, siguen reclamando espacio.
El escenario del más allá es una invención ingeniosa. Nada de luces divinas ni de coros celestiales: el limbo de 'Eternity' parece una feria comercial donde se ofrecen eternidades personalizadas. Cada rincón refleja las obsesiones terrenales que arrastramos incluso después del final. La sátira es evidente y funciona como espejo social. Freyne retrata una sociedad que necesita tomar decisiones incluso cuando ya no queda nada que decidir, una humanidad empeñada en administrar sus deseos como si fueran seguros de vida. Esa mirada política se desliza con naturalidad, sin grandes discursos, mostrando cómo el capitalismo ha colonizado hasta el más allá.
Joan se mueve entre los dos hombres con una confusión que el filme presenta sin condescendencia. Su dilema no se limita a elegir con quién pasar la eternidad, sino a entender qué parte de su vida valora más: la estabilidad o la emoción. Olsen interpreta esa tensión con precisión, dejando ver la contradicción de una mujer que ha sido esposa, madre y viuda y que ahora se enfrenta a la posibilidad de redefinirse cuando el tiempo ha dejado de avanzar. Miles Teller representa la seguridad y la costumbre. Callum Turner simboliza el ideal romántico, el recuerdo que nunca se marchita porque no tuvo oportunidad de desgastarse. La película observa ambos extremos con el mismo interés, mostrando que todo amor lleva en su interior tanto la promesa como el desgaste.
La presencia de Anna y Ryan, los coordinadores del más allá, interpretados por Da’Vine Joy Randolph y John Early, aporta una ligereza necesaria. Su trabajo consiste en orientar a los recién llegados, pero su actitud es más cercana a la de unos funcionarios desbordados que a la de seres trascendentales. Freyne utiliza a estos personajes para mostrar el contraste entre la racionalidad administrativa y la emoción desbordada de quienes aún buscan sentido. A través de ellos, la película introduce una crítica al sistema que reduce las decisiones vitales a trámites y formularios. Todo el limbo parece diseñado para ofrecer la ilusión de libertad, cuando en realidad encierra a las almas en un circuito de elección sin salida.
El ritmo del film se sostiene en el equilibrio entre la sátira y la melancolía. La dirección de Freyne apuesta por una puesta en escena sobria, apoyada en un diseño de producción que aprovecha la artificialidad de los decorados para reforzar la sensación de que incluso en la eternidad seguimos atrapados en una rutina. La fotografía resalta los contrastes entre los espacios impersonales y los momentos de intimidad, y la música de David Fleming acompaña con suavidad, sin sentimentalismos. La comedia aparece en los lugares más inesperados, como si el humor fuese la única herramienta para soportar lo infinito.
Hacia su tramo final, la película se detiene en la figura de Joan, que comprende que ninguna elección la librará del peso de su historia. La idea de la eternidad como premio o castigo pierde sentido y da paso a otra más terrenal: la de la convivencia con lo que se ha sido. Esa resolución evita el dramatismo y refuerza la visión de Freyne, que entiende la vida y la muerte como parte del mismo proceso. El amor, según su mirada, no se mide en intensidad ni en duración, sino en la capacidad de aceptar al otro en su imperfección.
'Eternity' se convierte así en una fábula contemporánea sobre el amor maduro, sobre la forma en que los recuerdos se transforman en identidades y en cómo el deseo de mantenerlo todo bajo control termina convirtiéndose en una cárcel. Freyne filma esa paradoja con la naturalidad de quien prefiere observar antes que juzgar. Su película elige el silencio como espacio de pensamiento en tiempos dominados por el ruido y la velocidad.
