Cine y series

Estado de fuga 1986

Carlos Moreno, Claudia Pedraza

2014



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Un hombre se sienta frente a un plato de espagueti y, en silencio, traza con su mente una tragedia que todavía pesa sobre Bogotá. ‘Estado de fuga 1986’, dirigida por Carlos Moreno y Claudia Pedraza, parte de esa imagen fría y cotidiana para sumergir al espectador en un país que sigue intentando entender su propia violencia. No se trata de una recreación espectacular ni de una mirada nostálgica al pasado, sino de una exploración sobre la culpa, la fascinación por el mal y la forma en que la palabra puede desatar algo que supera toda lógica. Netflix se convierte aquí en una ventana hacia un recuerdo incómodo, un espacio donde la memoria colectiva late en cada plano. Los directores eligen un ritmo pausado, casi hipnótico, que obliga a observar con atención cada gesto, cada palabra, cada mirada que precede al desastre. Todo parece diseñado para que el espectador se sienta dentro de una Bogotá que aún respira entre ruinas y conversaciones que evitan nombrar lo que todos saben.

El argumento se sostiene sobre el vínculo entre Jeremías Salgado, un excombatiente interpretado por Andrés Parra, y Camilo León, un joven escritor que ve en aquel hombre un personaje de novela. A partir de esa relación, la serie construye un retrato sobre el magnetismo que puede ejercer la oscuridad cuando se disfraza de inteligencia. Camilo se acerca a Jeremías movido por la curiosidad, pero termina atrapado por la intensidad de un hombre que lleva dentro la guerra y la incapacidad de volver a la normalidad. Esa conexión se transforma en un juego de espejos donde ambos se observan y se contaminan, mientras el espectador asiste al deterioro de una mente que se alimenta de resentimiento y desarraigo. La historia, más que contar un crimen, intenta explicar el proceso de descomposición de un individuo y el modo en que una sociedad indiferente contribuye a ese derrumbe. Nada queda al azar: la ambientación, el lenguaje y los silencios dibujan una atmósfera que encierra a los personajes en un país asfixiado por su propia violencia.

Andrés Parra interpreta a Jeremías con una frialdad calculada, sin exageraciones, dejando que la locura se filtre poco a poco en la calma aparente. Cada palabra suya parece un eco de lo que fue y de lo que ya no puede controlar. Frente a él, José Restrepo encarna a Camilo con una mezcla de ingenuidad y vanidad, convencido de poder observar el mal sin dejarse tocar por él. Esa ilusión se convierte en su condena, porque termina implicado en la vida del asesino más allá de lo que su conciencia puede soportar. La serie muestra cómo el deseo de entender algo tan monstruoso puede volverse peligroso, cómo el interés intelectual se transforma en obsesión. Ninguno de los dos es inocente ni héroe; ambos representan las dos caras de una misma frustración: la del que se siente expulsado del mundo y la del que busca en la oscuridad una fuente de inspiración. De esa tensión nace la verdadera fuerza del relato.

Carolina Gómez, como la investigadora Indira Quinchía, introduce un punto de equilibrio. Su personaje simboliza la mirada racional que intenta poner orden en medio del caos. No persigue una verdad judicial, sino una comprensión más amplia de lo que llevó a un hombre a matar a veintinueve personas. Ella escucha, observa, reconstruye los hechos, pero lo que encuentra no es una explicación, sino una radiografía de un país que aprendió a convivir con la violencia cotidiana. Su papel no busca conmover, sino exponer la distancia entre los que analizan y los que sufren. En su recorrido se siente el peso del fracaso institucional y moral, una sensación de país que se repite y que sigue sin cerrar las heridas del pasado. La dirección de Moreno y Pedraza refuerza esta idea con planos cerrados y una cámara que parece acompañar a los personajes más que observarlos, dando al espectador la sensación de estar atrapado junto a ellos en un espacio que se contrae.

El relato sobre la masacre de Pozzetto se desarrolla con un respeto extraño, casi clínico. Los directores evitan el morbo y prefieren mostrar la violencia como una consecuencia inevitable de un entorno degradado. Las calles de Bogotá se filman con luz tenue, sin artificio, como si cada esquina guardara un recuerdo del crimen. No se busca la reconstrucción histórica exacta, sino un retrato moral de una época que confundía la indiferencia con la cordura. La serie enlaza las vidas de los protagonistas con una ciudad que perdió la capacidad de asombro. Todo lo que ocurre en pantalla parece parte de una rutina donde el miedo y la costumbre conviven. Esa elección convierte la historia en un espejo de la sociedad colombiana de los años ochenta, marcada por el desencanto político, la precariedad y la desconfianza hacia el otro. La masacre deja de ser un hecho aislado para convertirse en síntoma.

A lo largo de los episodios, la narración se detiene en los detalles: una conversación en un café, una mirada que se prolonga más de lo necesario, un libro subrayado que adelanta la tragedia. El guion, escrito por Ana María Parra y Mario Mendoza, construye una red de significados donde la literatura y la violencia se confunden. El propio Mario Mendoza, que conoció al verdadero asesino, impregna la historia de una reflexión sobre la escritura como forma de poder y como mecanismo de destrucción. La dirección de Carlos Moreno y Claudia Pedraza adopta esa misma idea y la transforma en imagen. Cada escena se mueve entre la calma y la amenaza, con una precisión que recuerda al cine de Pablo Larraín por su capacidad para convertir lo íntimo en político. Nada resulta gratuito, ni siquiera la lentitud con la que se filman los acontecimientos. Todo parece indicar que el horror no llega de golpe, sino que se va preparando con la rutina y la soledad.

El desenlace llega con la frialdad de un documento oficial. La masacre ocurre sin énfasis, como si la serie quisiera evitar el impacto inmediato para dejar un vacío más duradero. Las escenas finales no buscan conmover, sino hacer visible la indiferencia posterior. Se siente la respiración contenida de una ciudad que, pese a todo, continúa su marcha. La cámara se aleja sin dramatismo, como si ya no quedara nada que decir. En esa distancia está el verdadero sentido de la obra: la constatación de que la violencia forma parte del paisaje, que el recuerdo se convierte en rutina y que la empatía se desgasta con el tiempo. ‘Estado de fuga 1986’ deja al espectador con una incomodidad que no se disuelve, un eco persistente que obliga a pensar en lo que se olvida cada día. La serie consigue transformar un hecho histórico en un retrato del presente, mostrando que las heridas del pasado nunca terminan de cerrarse.

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