Cine y series

Esa cosa con alas

Dylan Southern

2025



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El eco de un aleteo interrumpe la calma doméstica en ‘Esa cosa con alas’, dirigida por Dylan Southern, que transforma la intimidad del duelo en una fábula sombría sobre la convivencia con lo inasible. Desde su inicio, la película impone un clima de recogimiento, con una cámara que se aproxima a la respiración contenida del protagonista y al silencio espeso que ocupa cada rincón de su vivienda. Southern, proveniente del ámbito documental y musical, adapta el texto de Max Porter desde una perspectiva de control formal absoluto, articulando un relato en el que la pérdida familiar se convierte en materia plástica y, a la vez, en detonante de una visión sobre la identidad y la fragilidad del vínculo entre padre e hijos. Sin recurrir a sentimentalismos, su puesta en escena se sostiene en la economía de los espacios, en la textura del sonido y en una fotografía que atrapa el polvo suspendido del tiempo.

El relato se estructura en bloques que dividen las percepciones de los personajes: el padre, los niños y la irrupción del cuervo, figura que descompone cualquier equilibrio previo. El protagonista, interpretado por Benedict Cumberbatch, aparece absorbido por un desorden interior que desborda los intentos de rutina: prepara desayunos, ordena habitaciones y finge una estabilidad que se derrumba en cuanto el recuerdo de la mujer ausente vuelve a manifestarse. En ese contexto irrumpe el ave, una criatura de tamaño humano, interpretada con agresividad medida por Eric Lampaert y con voz de David Thewlis, que se instala en el hogar como encarnación de una fuerza que mezcla amenaza y salvación. La criatura no solo invade el espacio físico, también perfora el pensamiento del viudo, conduciéndolo hacia una metamorfosis que adopta tonos grotescos y, en ocasiones, carnavalescos. Southern introduce esta presencia sin subrayados, dejando que su materialidad funcione como prolongación de una mente fracturada por la ausencia.

El personaje del padre se define por su incapacidad para aceptar el vacío y por una necesidad desesperada de reconstrucción simbólica. Se dedica a dibujar cómics, plasmando una y otra vez la silueta del cuervo, como si el trazo reiterado le permitiera aprehender aquello que lo devora. Las ilustraciones funcionan como un diario involuntario donde el dolor adquiere forma, y el acto creativo se transforma en un ritual de supervivencia. La insistencia en la figura del animal sugiere un intento de domesticación del miedo, un diálogo con lo irracional que remite a tradiciones literarias tan dispares como la de Ted Hughes o la de Franz Kafka. En la mirada del director, la fantasía no constituye un escape, sino una manifestación del propio desajuste emocional: lo imaginario se confunde con lo cotidiano hasta que ambas esferas resultan indistinguibles.

La aparición del cuervo marca el tránsito del drama familiar a un territorio que roza la alegoría moral. Este ser, con su ironía y su violencia verbal, introduce un discurso que examina la relación entre culpa y redención. Cada encuentro entre el padre y la criatura adquiere el tono de un combate íntimo, donde la agresión se combina con una pedagogía retorcida: el ave exige confrontar el dolor sin anestesia, despojando al protagonista de cualquier refugio. A través de esa dinámica, Southern plantea una reflexión sobre la herencia emocional que los adultos transmiten a los niños, sobre el modo en que el duelo se filtra en la educación, en los gestos rutinarios y en el lenguaje. Las escenas con los hijos, interpretados por los gemelos Richard y Henry Boxall, exponen la tensión entre la inocencia y la necesidad de comprender una pérdida que todavía carece de forma verbalizable. La voz en off de uno de ellos otorga un contrapunto observador que alivia momentáneamente la densidad del relato.

La dirección de fotografía de Ben Fordesman recurre al formato cuadrado para reforzar la sensación de encierro. El encuadre restringido convierte el hogar en un recipiente opresivo, donde cada movimiento del padre se percibe como una colisión con los límites del marco. La iluminación tenue y los tonos cálidos crean un contraste entre la serenidad aparente de la imagen y el caos latente que se adivina tras ella. Este control visual dialoga con una banda sonora que alterna melodías folk con estallidos de ruido, empleando canciones de Vic Chesnutt o Fairport Convention en momentos donde la letra subraya el proceso de desprendimiento. Southern utiliza la música como elemento narrativo, no como adorno, revelando la paradoja de un personaje que se aferra a lo melancólico incluso cuando intenta avanzar.

En su segunda mitad, la película intensifica el componente físico del enfrentamiento entre hombre y pájaro. La secuencia en la que ambos bailan de forma frenética al ritmo de Screamin’ Jay Hawkins condensa la esencia del film: una catarsis que combina terror y humor, donde el duelo se transforma en coreografía. Esa escena simboliza el intento de reconciliación entre lo racional y lo instintivo, y su energía recuerda al cine de directores como Lars von Trier o Jonathan Glazer, capaces de convertir la incomodidad en dispositivo estético. Sin embargo, Southern mantiene una distancia analítica: no busca estremecer mediante el exceso, sino explorar la mecánica de la pérdida, descomponiendo cada impulso en una serie de imágenes calculadas. El resultado se aproxima más al estudio clínico que a la evocación trágica.

La estructura capitular del guion fragmenta la percepción del espectador, quien asiste a una sucesión de perspectivas que no siempre se articulan con coherencia narrativa, pero que reflejan la multiplicidad del duelo: la del adulto desorientado, la de los hijos que intentan reconstruir un orden y la del ente que actúa como catalizador. Esa disposición formal, heredada de la novela original, permite a Southern jugar con la ambigüedad del punto de vista y con la idea de que toda memoria es una reescritura. A pesar de ciertos desequilibrios de ritmo, la película conserva una tensión continua, sostenida en el contraste entre el estatismo del entorno doméstico y la irrupción de lo sobrenatural. El resultado sugiere que la pérdida no se supera, se transforma en otra cosa: un vínculo nuevo entre lo visible y lo imaginado.

Desde el plano social, ‘Esa cosa con alas’ puede leerse como una reflexión sobre el ideal de masculinidad contemporánea. El padre, incapaz de pedir ayuda, se encierra en una autosuficiencia que agrava su deterioro, repitiendo modelos de contención emocional heredados de generaciones anteriores. Southern expone esa rigidez sin condena ni compasión, mostrando cómo el silencio se convierte en un mecanismo de defensa frente a la vulnerabilidad. El film aborda también la idea de la paternidad como terreno de aprendizaje recíproco, donde los hijos terminan guiando al adulto hacia una forma de aceptación menos racional y más instintiva. El elemento fantástico funciona entonces como espejo deformante de una estructura social que asocia la fortaleza con la represión y que convierte la fragilidad en motivo de vergüenza.

El desenlace elige una línea de reconciliación sin dramatismo. La desaparición del cuervo no implica liberación, sino la asimilación de su presencia como parte de la memoria. Southern sugiere que el dolor se integra en la identidad, igual que las cicatrices se confunden con la piel. Esa última mirada del padre hacia la casa vacía, con los niños dormidos y el sonido de las alas alejándose, resume la tesis de la obra: la pérdida permanece, pero deja de devorar. El director cierra así una narración que evita sentimentalismos para centrarse en la anatomía del vacío, entendiendo el cine como un instrumento de observación antes que de consuelo.

‘Esa cosa con alas’ se inscribe en una corriente del cine británico reciente que mezcla realismo social con elementos fantásticos, similar a la explorada por autores como Ben Wheatley o Lynne Ramsay, donde lo cotidiano se abre a lo irracional para revelar tensiones latentes. Southern añade a ese linaje una mirada artesanal, apoyada en la fisicidad del maquillaje y en un trabajo de sonido que convierte el aleteo en leitmotiv. Su película examina la relación entre arte y supervivencia, entre la necesidad de representar y el riesgo de quedar atrapado en la representación. Cada plano parece preguntarse cuánto de la pérdida puede volverse imagen antes de desvanecerse en la forma.

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