Entre los ecos de un vals real y el murmullo apagado de una corte que se resiste a los nuevos tiempos, 'Ena. La reina Victoria Eugenia' arranca con la serenidad de quien sabe que está narrando algo más que un episodio histórico. Javier Olivares, junto a las directoras Anaïs Pareto y Estel Díaz, diseña una narración en la que los grandes salones, los vestidos pesados y los silencios medidos sirven para abrir paso a la historia de una mujer que fue símbolo, víctima y testigo del siglo que se avecinaba. Desde los primeros minutos, se percibe que la serie no quiere embellecer la monarquía ni idealizar a sus figuras, sino observarlas desde su contradicción. RTVE apuesta por una reconstrucción cuidada, sin artificios, donde cada plano se detiene a retratar el peso de los roles impuestos y la fragilidad de las decisiones personales frente a la maquinaria del poder.
El argumento se despliega desde el encuentro entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia hasta el atentado del día de su boda, que marca el inicio de un relato lleno de tensión entre lo íntimo y lo político. Ese atentado no se plantea como simple suceso, sino como el espejo de una vida que quedará marcada por la violencia silenciosa de los protocolos, los prejuicios y las traiciones. La narración retrocede para mostrar el proceso de negociación del matrimonio, una transacción más política que afectiva, en la que la joven británica asume el papel que se espera de ella mientras intenta conservar algo de sí misma. Los diálogos funcionan como el hilo conductor que entrelaza las decisiones públicas con las heridas privadas. Lo interesante es que Olivares elige no dramatizar en exceso, sino observar los matices de una relación donde el amor convive con la conveniencia, y donde los cuerpos hablan tanto como las palabras.
Kimberley Tell ofrece una interpretación contenida que sostiene la serie sin aspavientos. Su Victoria Eugenia combina una educación refinada con la determinación de quien sabe que el poder también puede ejercerse desde la calma. En sus gestos y movimientos se percibe la tensión entre la obediencia y el deseo de construir una identidad propia en una corte que jamás la aceptará del todo. Joan Amargós encarna a un Alfonso XIII que oscila entre la jovialidad y la indecisión, un hombre acostumbrado a mandar sin saber escuchar. A través de ellos, la serie dibuja una relación marcada por la incomunicación y la distancia emocional, donde la admiración inicial se convierte en desengaño. Los personajes secundarios, como la reina madre o los asesores que orbitan en torno a la pareja, completan un retrato coral en el que cada figura representa una postura ante el cambio: los que lo temen, los que lo aprovechan y los que quedan atrapados en medio.
La serie introduce con acierto una lectura política clara. Las alianzas entre familias, las tensiones sociales y las aspiraciones modernizadoras aparecen sin subrayados, como parte natural de un contexto en el que cada gesto diplomático tiene consecuencias. El personaje de Mateo Morral, interpretado por Jaume Madaula, introduce el conflicto entre el idealismo y la desesperación política. Su figura simboliza la grieta entre la monarquía y un pueblo que ya no confía en las instituciones. Aunque su arco narrativo no alcanza la misma fuerza que el de los protagonistas, sirve para mostrar que el atentado no fue un hecho aislado, sino un reflejo de la crispación social. La serie, al incorporar esa mirada, no cae en el discurso didáctico, sino que deja ver que el amor, la religión o la lealtad no se entienden sin el marco histórico que los condiciona.
El guion de Isa Sánchez, Daniel Corpas y Pablo Lara Toledo equilibra los momentos de intimidad con los de grandiosidad institucional, logrando que los sentimientos y las decisiones políticas se entrelacen de forma fluida. Se percibe la influencia de producciones como 'Isabel', pero 'Ena' se distancia de los modelos anteriores por su tono más sobrio y analítico. La fotografía de Juan Carlos Franco y Carlos de Miguel crea atmósferas que alternan el brillo de las recepciones con la penumbra de las habitaciones privadas, reflejando la dualidad entre el deber y el aislamiento. El vestuario de Zulma Velázquez y el diseño de producción de Silvia Ballesteros aportan coherencia visual a una historia donde la estética no eclipsa la narración. La música de Bronquio se convierte en un elemento más del relato, evitando la ornamentación para reforzar los momentos de tensión o melancolía.
A medida que los episodios avanzan, la figura de Ena crece como un símbolo de resistencia frente a un entorno que la despoja de todo: su idioma, su religión y su patria. Lo interesante es que la serie no convierte esa pérdida en lamento, sino en transformación. RTVE Play ofrece la versión original con las voces multilingües, un detalle que permite comprender mejor el conflicto identitario de la protagonista. Escucharla pasar del inglés al castellano refleja de forma sutil su proceso de adaptación y su lucha por conservar su identidad dentro de una estructura que le exige desaparecer. Esa elección técnica, aparentemente menor, refuerza el sentido del relato: la búsqueda de un lugar propio en un espacio ajeno.
La dirección de Pareto y Díaz se centra en los detalles más humanos, en la incomodidad de los silencios y en la mirada de una mujer que observa cómo el poder la utiliza como pieza de un tablero mayor. Cada plano transmite la sensación de que el lujo y el deber pesan igual. Se aprecia una sensibilidad femenina en la manera de retratar la vida de palacio: los vestidos no son solo adornos, sino símbolos de lo que aprisiona. La cámara se mueve con prudencia, sin la grandilocuencia que suelen tener las producciones de época, y eso da lugar a un retrato más íntimo, casi confesional. Es una mirada que busca comprender, no justificar.
En el plano moral, la serie plantea sin ambigüedades la tensión entre la apariencia y la convicción. La abjuración de la fe anglicana se filma con sobriedad, como un acto cargado de humillación pero también de coraje. A partir de ahí, todo lo que rodea a la reina —su matrimonio, sus hijos, su labor social— se convierte en una cadena de renuncias que no la destruyen, sino que la moldean. Su compromiso con la Cruz Roja, la atención a los heridos de guerra y su intento de introducir hábitos modernos en una corte anclada en el pasado son retratados con la misma dignidad que sus derrotas personales. La serie sugiere, sin decirlo, que la modernidad de Ena fue mucho más política de lo que sus contemporáneos quisieron admitir.
La ficción alcanza su punto más emotivo cuando se adentra en la etapa final de la protagonista, ya en el exilio, donde la distancia se convierte en espejo. La mujer que en otro tiempo fue reina se contempla en el reflejo del pasado, consciente de que su historia ha sido absorbida por el olvido. Ese final, lejos de la nostalgia fácil, funciona como cierre natural de una trayectoria marcada por la lucidez. 'Ena. La reina Victoria Eugenia' logra mantener el equilibrio entre la precisión histórica y la lectura contemporánea, entre el relato individual y la reflexión colectiva sobre el poder, el género y la pertenencia.
A través de su estructura clara y su ritmo pausado, la serie demuestra que las ficciones históricas todavía pueden ser espacios de análisis, no solo de recreación. RTVE recupera así una tradición televisiva en la que la historia sirve para entender el presente, y lo hace sin artificios ni concesiones. Lo más interesante de esta producción es su capacidad para rescatar una figura olvidada sin convertirla en mito. La reina Victoria Eugenia aparece aquí como una mujer que asumió su destino, que padeció las limitaciones de su tiempo y que, a pesar de todo, intentó vivir con coherencia. En cada plano, en cada palabra, 'Ena' recuerda que incluso las vidas más vigiladas contienen una parte indómita que resiste al olvido.
