Cine y series

Emily en París - temporada 5

Darren Star

2025



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El amanecer romano le sienta a ‘Emily en París’ como una mudanza inevitable. La quinta temporada de la serie creada por Darren Star y alojada en Netflix abre con una energía distinta, casi como si el cambio de ciudad implicara una reconfiguración emocional. La cámara abandona los tejados de París y se instala entre las fuentes y los mármoles de Roma, donde Emily Cooper intenta dirigir la nueva sede de la agencia Grateau. La serie mantiene su apariencia colorida y su ritmo rápido, pero ahora introduce un aire más terrenal. La dirección de Star conserva la ligereza habitual, aunque se percibe una intención de que el escenario italiano sirva como espejo de una protagonista que, por primera vez, se enfrenta a las consecuencias de sus propios impulsos. La ciudad se convierte en una extensión de su desconcierto, con ese caos amable que parece abrazarla y descolocarla a la vez. Roma no funciona aquí como simple postal turística, sino como un tablero en el que cada movimiento empresarial, cada cita y cada error sentimental se entrelazan hasta formar una red de decisiones imposibles de separar.

Emily, ya consolidada como profesional del marketing, se ve empujada a una responsabilidad que no controla del todo. Dirigir una oficina parece, en principio, un premio a su esfuerzo, aunque pronto se transforma en un escenario donde los límites entre trabajo y vida privada se evaporan. Su aparente soltura, tan característica desde la primera temporada, se revela como un mecanismo de defensa. Entre reuniones, fiestas y estrategias de imagen, lo que realmente aflora es la inseguridad de una mujer que sigue sin saber cuál es su lugar. El nuevo entorno multiplica los desafíos: una jefa que no cede el control, un equipo dividido entre la lealtad y la conveniencia, y un romance con un empresario italiano que refleja sus mismas ambiciones disfrazadas de pasión. Todo ese entramado da forma a una historia que, bajo su comedia brillante, encierra una observación bastante cruda sobre la precariedad emocional y el culto al éxito en una sociedad que solo parece valorar a quien nunca tropieza.

El argumento se despliega a través de una cadena de malentendidos que ya son marca de la casa. Emily se lanza a cada proyecto como si fuera una cruzada personal, convencida de que la creatividad puede resolverlo todo, pero esta vez sus ideas no siempre encuentran eco. La trama laboral se convierte en metáfora de su propia vida: campañas publicitarias que fracasan, alianzas que se rompen, amistades que se ponen a prueba por el deseo de destacar. Lo que antes era una sucesión de anécdotas divertidas se transforma aquí en una reflexión más evidente sobre la autoexplotación disfrazada de entusiasmo. En cada episodio se percibe la tensión entre el brillo del marketing y el vacío que deja detrás, como si la serie quisiera recordarnos que la felicidad basada en la imagen es un espejismo sostenido por los likes y los contratos.

La dirección acierta al convertir cada espacio en una pieza narrativa. Los encuadres en las calles romanas, los restaurantes y las oficinas funcionan como indicadores del estado de ánimo de los personajes. La iluminación cálida de Roma contrasta con la frialdad de los interiores corporativos, y ese choque visual refuerza la idea de que la protagonista vive atrapada entre dos mundos: el del placer y el del rendimiento. Darren Star utiliza la cámara como si fuera una herramienta publicitaria, pero sin renunciar al comentario crítico. Las secuencias están coreografiadas con una precisión que roza lo mecánico, lo que en sí mismo refuerza el retrato de un entorno en el que todo debe resultar vendible. La puesta en escena, más que acompañar a la trama, la subraya: el color, la música y el vestuario se comportan como extensiones del discurso sobre la identidad y la presión por mantener la apariencia.

Las relaciones entre los personajes adquieren un peso distinto. Emily, Mindy y Sylvie son tres formas de entender el poder y la independencia. La primera lo persigue, la segunda lo administra y la tercera lo observa con ironía. Esa tríada sostiene el relato, especialmente cuando los vínculos entre ellas se convierten en el verdadero eje dramático. El guion parece sugerir que las alianzas femeninas son el único espacio posible de apoyo dentro de un sistema que castiga cualquier signo de vulnerabilidad. A través de estas dinámicas, la serie deja ver que el conflicto ya no está tanto en el amor romántico como en la competencia profesional y en la ansiedad de destacar. El amor aparece, sí, pero reducido a una extensión de la estrategia laboral, un campo donde también se negocia, se mide y se compite. Esa lectura aporta una capa política que, sin ser explícita, recorre toda la temporada y la conecta con debates actuales sobre la autoimagen y el capitalismo emocional.

El ritmo es tan veloz como siempre, aunque ahora las transiciones adquieren un tono algo más melancólico. Emily sonríe, improvisa, corre de una reunión a otra, pero el montaje la encierra en un bucle donde la actividad sustituye cualquier tipo de calma. Cada paso hacia adelante implica un retroceso emocional. Roma, con su luz dorada y su arquitectura grandiosa, actúa como un recordatorio constante de que la vida puede ser exuberante y vacía al mismo tiempo. En esa paradoja se mueve toda la temporada. La música, por su parte, refuerza ese contraste: temas ligeros acompañan situaciones tensas, mientras los momentos de aparente felicidad suenan con una ironía deliberada. La serie nunca abandona su tono de comedia, pero en esta ocasión ese humor deja un eco amargo.

Uno de los aspectos más interesantes es cómo la protagonista empieza a asumir el desgaste que provoca su propia hiperactividad. Su empeño en ser perfecta la lleva a enfrentarse a los límites de la eficiencia. Lo laboral invade lo sentimental y viceversa. En ese punto, la historia plantea una lectura moral bastante clara: el éxito entendido como rendimiento perpetuo termina vaciando cualquier otra forma de deseo. Emily representa una figura reconocible de nuestro tiempo, alguien que confunde la validación externa con la estabilidad interior. Esa confusión le impide disfrutar de sus logros y la mantiene en una carrera sin meta. La dirección subraya este conflicto con planos cerrados que la muestran en medio de fiestas, rodeada de gente, pero aislada. El resultado es una temporada que conserva su tono ligero mientras introduce una crítica directa al modelo de felicidad que impone el mercado y que Netflix, con cierta ironía, reproduce.

A medida que avanzan los episodios, la trama deja entrever un posible cierre. La serie parece consciente de su propio agotamiento narrativo. Lo curioso es que esa sensación encaja perfectamente con lo que cuenta: una protagonista que repite patrones porque teme detenerse. Los secundarios refuerzan esa idea. Mindy sigue oscilando entre el arte y la dependencia afectiva, y Sylvie continúa representando la elegancia de quien ha aprendido a sobrevivir en un entorno competitivo. En ellas se refleja la madurez que Emily aún no alcanza. Su viaje romano, más que una aventura profesional, se convierte en una lección sobre los límites de la ambición. La temporada funciona así como una fábula sobre la confusión entre autenticidad y marketing personal, sobre la dificultad de vivir sin convertir cada gesto en producto.

‘Emily en París’ temporada 5 se sostiene gracias a su ironía, a su capacidad para disfrazar de comedia ligera un retrato descarnado del capitalismo sentimental. Roma no redime a la protagonista, pero la obliga a mirarse desde fuera, algo que nunca había hecho. La dirección de Darren Star mantiene el control del espectáculo y ofrece una ficción que, sin renunciar a su estética brillante, deja tras de sí una lectura clara sobre la soledad contemporánea y la dependencia del reconocimiento. En cada escena flota la idea de que el brillo es efímero, de que la felicidad convertida en contenido siempre acaba agotándose. La serie, sin pretenderlo, acaba hablando del precio de la imagen, de la fatiga que genera fingir entusiasmo y de la ternura escondida en quienes viven de convencer a los demás.

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