Cine y series

El último samurái en pie

Michihito Fujii

2025



Por -

El eco de una época extinguida resuena desde la primera imagen de 'El último samurái en pie', donde la cámara se demora entre los templos de Kioto y el silencio que precede a la batalla. Michihito Fujii, junto con Kento Yamaguchi y Toru Yamamoto, construye una narración que se adentra en la fractura de un país que intenta abandonar el acero por la modernidad. La serie se asienta en 1878, cuando Japón se abre al mundo mientras sus antiguos guerreros se ven apartados por una autoridad que desea borrar su influencia. En ese escenario, Fujii evita la nostalgia y se centra en la condición de unos hombres convertidos en vestigio, arrastrados por la ruina económica, el desarraigo y la pérdida de propósito. El relato se apoya en Junichi Okada, que interpreta y coordina las coreografías de combate, otorgando a cada duelo una precisión casi ritual. A través de la mirada del personaje de Shujiro Saga, la dirección plantea una transición que se expresa mediante la tensión entre deber, supervivencia y memoria.

El punto de partida, un torneo de 292 participantes que deben alcanzar Tokio arrancando a sus rivales una pieza de madera que certifica su vida, sirve para radiografiar una sociedad que sustituye la jerarquía tradicional por una forma de entretenimiento cruel y jerárquica. Ese recorrido entre Kioto y la capital simboliza el tránsito hacia un orden nuevo donde el valor ya no depende del linaje, sino de la resistencia física y la astucia. La estructura del certamen, inspirada en leyendas de la guerra civil japonesa, se presenta con un realismo que nunca cae en la exageración. Los organizadores, un grupo de aristócratas que observan desde la distancia, encarnan el rostro económico de la desigualdad, una alegoría del poder que apuesta por la destrucción de su propia herencia. En cada episodio se percibe una lectura sobre la instrumentalización del sufrimiento como espectáculo y sobre la distancia entre quienes deciden y quienes ejecutan. El guion, basado en la novela 'Ikusagami' de Shogo Imamura, combina esa crítica con una exploración de los límites de la dignidad individual cuando todo código moral ha sido desmantelado.

Los personajes, divididos entre la resignación y el impulso de continuar, trazan un mapa emocional que acompaña la violencia sin glorificarla. Shujiro, antaño héroe militar, se mueve entre la necesidad y el recuerdo de una identidad perdida. Su trayectoria se construye desde la fatiga de quien intenta mantener una ética en un terreno donde cada movimiento implica la desaparición del otro. Futaba, interpretada por Yumia Fujisaki, encarna el contraste entre ingenuidad y sacrificio; su presencia funciona como punto de anclaje para la humanidad de los demás. Iroha, encarnada por Kaya Kiyohara, representa una voluntad de supervivencia ajena al sentimentalismo, y su destreza con la espada revela una lectura sobre el papel de la mujer dentro de un sistema de valores que la margina y, al mismo tiempo, la necesita. En paralelo, Masahiro Higashide construye en Kyojin una figura enigmática que oscila entre mentor y adversario, mientras Hideaki Ito aporta a Bukotsu una brutalidad que encarna el rencor de una clase desplazada. Cada uno lleva consigo una herida social que se manifiesta en sus silencios y en su relación con la violencia.

La dirección opta por un tratamiento sobrio del movimiento, evitando la ornamentación excesiva. Los combates están diseñados para que la cámara respire dentro del espacio, con planos amplios que permiten observar la secuencia completa del enfrentamiento. Esta claridad formal refuerza la percepción de que cada enfrentamiento es una forma de lenguaje, una conversación entre adversarios que comparten un destino similar. La fotografía, de tonos apagados y ocres, recrea una atmósfera cargada de polvo y humedad, como si el aire estuviera lleno de memoria. Las breves irrupciones de color funcionan como recordatorios de la vida en un entorno dominado por la muerte. La puesta en escena evita la recreación grandilocuente y se concentra en los cuerpos, en la respiración de los intérpretes, en el peso de las armas que ya no son símbolo de honor sino de condena. En ese sentido, Fujii se acerca más a la contención de Takeshi Kitano que al despliegue de Akira Kurosawa, encontrando en la economía de gestos una forma de describir el final de una era.

El trasfondo histórico introduce un debate sobre la modernización forzada, la pérdida de identidad y la imposición de modelos occidentales. El llamado “Juego de Kodoku” es un reflejo del capitalismo incipiente: una competencia total donde el cuerpo se convierte en moneda. Los ricos observan, los guerreros se aniquilan y el país se reorganiza bajo un principio de productividad que excluye la compasión. Las referencias a la enfermedad del cólera, que motiva la participación de Shujiro y de la joven Futaba, subrayan la desigualdad en el acceso a la salud, anticipando un discurso sobre la desprotección de los desfavorecidos. A través de esa línea narrativa, la serie plantea la degradación del ideal samurái y su transformación en espectáculo. Las alianzas, efímeras y traicioneras, funcionan como una metáfora de un país dividido entre la memoria y el pragmatismo. Ningún personaje se libra del peso de su propia historia, y la narrativa se despliega con un ritmo que alterna contemplación y estallido, sin que una domine sobre la otra.

La construcción del poder en 'El último samurái en pie' se articula a través de la observación. Los oligarcas que apuestan por la vida de los participantes actúan como engranajes de un sistema que legitima la violencia a través del dinero. El montaje intercala sus gestos de impaciencia con los movimientos de los luchadores, creando un paralelismo entre el ocio de unos y el sacrificio de otros. Este contraste produce una lectura política sobre la distancia social y el valor otorgado a la existencia. La cámara permite que las acciones se acumulen hasta construir una evidencia. Esa acumulación convierte cada episodio en una progresión de fatiga y persistencia, donde la derrota adquiere una forma casi ritual. Fujii apuesta por la continuidad del conflicto, como si la historia de Japón estuviera condenada a repetirse bajo distintos disfraces.

En el terreno interpretativo, Junichi Okada conduce al espectador por un arco de contención. Su rostro apenas se altera, pero cada mirada traduce la carga de quien ha perdido toda certeza. A su alrededor, los secundarios aportan matices que expanden el universo de la serie sin dispersarlo. La dirección de actores mantiene una coherencia que refuerza la sensación de comunidad en ruinas. La serie se cierra en un punto que invita a la prolongación, con un desenlace que deja abiertas las rutas de sus personajes hacia un destino incierto. Ese cierre interrumpe el relato en plena ascensión, más como una suspensión que como una resolución. Lo que permanece, más allá del argumento, es la representación de un país que intenta sobrevivir a su propia transformación y de una colectividad que convierte la violencia en espejo.

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