Cine y series

El sendero azul

Gabriel Mascaro

2025



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El aire del Amazonas parece contener un pulso distinto, una forma de respirar que mezcla humedad y resistencia. En ese paisaje se mueve Tereza, la protagonista de ‘El sendero azul’, con la obstinación de quien se niega a aceptar el final impuesto por otros. Gabriel Mascaro, director brasileño conocido por su manera de entrelazar lo político con lo íntimo, construye aquí una historia que parte de una idea sencilla: el control de la vejez como política de Estado. La cámara observa sin artificio, dejando que el entorno natural se convierta en extensión del ánimo de sus personajes. En este film, la belleza del lugar no es decorado, sino un recordatorio de que incluso los espacios más abiertos pueden funcionar como cárceles cuando la libertad depende de una autorización. Desde su primer plano, el director plantea un mundo que decide quién sirve y quién debe retirarse, mostrando cómo la burocracia transforma la edad en una forma de exclusión.

La historia comienza con un decreto gubernamental que obliga a los mayores de setenta y cinco años a trasladarse a colonias donde pasarán sus últimos años. Tereza, interpretada por Denise Weinberg, trabaja en una planta de carne de caimán y lleva una vida que combina rutina y orgullo silencioso. Cuando recibe la noticia de que su edad la convierte en candidata obligatoria para la reclusión, el sistema le asigna a su hija como tutora legal. Ese cambio de papeles desarma cualquier apariencia de normalidad familiar. La mujer que crió sola a su hija queda reducida a dependiente administrativa. Mascaro utiliza esa situación con una claridad que incomoda: la idea de que la utilidad social define la dignidad. Desde ese punto, el relato se transforma en una fuga. Tereza, que nunca ha subido a un avión, decide que antes de ser recluida quiere volar. Ese deseo, tan modesto y tan universal, se convierte en su forma de rebelión. No busca gloria ni redención, solo la posibilidad de hacer algo por voluntad propia.

La película avanza con un tono sereno, aunque en el fondo se percibe una rabia contenida. El viaje de Tereza por el Amazonas no es solo una travesía física, sino un acto de desobediencia frente a un país que mide el valor de sus ciudadanos por su productividad. En su trayecto encuentra a Cadu, un contrabandista interpretado por Rodrigo Santoro que arrastra sus propias derrotas. La relación entre ambos se construye sin romanticismo, basada en la necesidad mutua. A través de ellos, Mascaro examina la idea de la soledad y la complicidad en un contexto donde todo parece vigilado. El barco en el que viajan se convierte en un refugio precario, una pequeña república flotante donde por unas horas el Estado no alcanza. La aparición del caracol que deja una sustancia azul y alucinógena introduce el elemento simbólico que da título al film. Esa materia viscosa, que supuestamente concede visiones, representa la capacidad humana de imaginar futuros distintos, incluso cuando la realidad los niega.

A medida que la película avanza, el tono cambia. Lo que empieza como una huida se transforma en descubrimiento. Mascaro combina sátira política con una sensibilidad que roza lo poético. El entorno natural, filmado por Guillermo Garza con una cámara que respira junto a los personajes, refuerza la idea de que el paisaje también puede ser cómplice o amenaza. La humedad, la niebla y los reflejos del agua se convierten en estados de ánimo. En esa atmósfera de tránsito, Tereza se cruza con Roberta, interpretada por Miriam Socarrás, una comerciante que vende biblias electrónicas por los ríos. Roberta representa la picaresca y la ironía dentro del mismo sistema que intenta expulsarla. Su barco está lleno de imágenes religiosas recicladas, un santuario ambulante donde la fe se confunde con el comercio. Entre ambas mujeres se forma una alianza basada en la comprensión inmediata que da la experiencia. En sus conversaciones se revela una idea central: cuando todo se convierte en control, la libertad empieza en lo pequeño.

La película utiliza la sátira sin perder la seriedad. Los “carros arruga”, vehículos donde el Estado traslada a los ancianos rebeldes, funcionan como un recordatorio grotesco del modo en que el poder disfraza la violencia de protección. Los mensajes por altavoces que repiten “El futuro es para todos” suenan como una broma cruel en una sociedad que elimina a quienes ya han contribuido. Frente a esa maquinaria, Tereza responde con actos mínimos que se vuelven inmensos: guardar dinero en una lata, robar tiempo al horario oficial, decidir su ruta. La dirección no se recrea en el drama; lo deja respirar en los silencios, en la forma en que la protagonista se mueve o en la lentitud con que el río marca el ritmo de su viaje. La música electrónica de Memo Guerra, ligera y constante, acompaña como un pulso interior, reforzando la sensación de que el movimiento es la única forma de seguir viva.

El guion introduce una crítica política directa: la sociedad que sacrifica a los mayores en nombre de la eficiencia se condena a repetir su vacío. Mascaro no lo plantea como un discurso teórico, sino a través de acciones concretas. Los carteles de propaganda, los formularios interminables y la vigilancia burocrática dibujan un Estado paternalista que se disfraza de benevolencia. La película no se queda en la denuncia, sino que construye un retrato íntimo de cómo ese poder afecta a lo cotidiano. El contraste entre la naturaleza y la estructura social se vuelve clave. El Amazonas, que debería simbolizar libertad, aparece como territorio controlado por permisos y reglamentos. Esa contradicción es el núcleo moral de la obra: la libertad necesita cuerpo y espacio, y ambos están intervenidos. En esa lucha silenciosa, Tereza no busca convertirse en heroína, sino en alguien que decide por sí misma, aunque sea por última vez.

Mascaro evita los extremos. No hace de Tereza una mártir ni convierte su viaje en parábola religiosa. La muestra como una mujer que piensa, duda y actúa sin necesitar justificaciones morales. Su carácter firme contrasta con la pasividad general que la rodea. El director se detiene en los detalles: la manera en que recoge agua con una taza, el modo en que observa a un caimán deslizándose por el río o el gesto con que toca el fuselaje del avión que nunca llegará a pilotar. En cada uno de esos momentos se manifiesta la tensión entre deseo y límite. La puesta en escena usa un formato cuadrado que encierra a los personajes dentro del paisaje, subrayando la ironía de una naturaleza exuberante que se ha convertido en prisión visual. La textura de la luz, siempre húmeda y espesa, refuerza esa idea de encierro blando, donde la belleza convive con la asfixia.

El tramo final de ‘El sendero azul’ condensa todo su sentido. Tereza ha aprendido a moverse por el río con la misma soltura con la que antes obedecía las reglas. Roberta la acompaña, y juntas construyen un pequeño refugio en movimiento. La escena en la que ambas se lavan sobre la cubierta, riendo mientras el sol cae sobre el agua, representa la afirmación de un cuerpo libre, sin solemnidad. Mascaro filma ese instante con naturalidad, sin discurso ni metáfora añadida. Es ahí donde se resume la intención del film: mostrar la dignidad como algo físico, no como una idea abstracta. Cuando el relato concluye con la imagen del caimán moviéndose en el agua, el espectador comprende que el viaje ha sido una conquista del presente, una forma de permanecer frente a la desaparición programada. La película deja una sensación clara: el tiempo solo tiene sentido cuando todavía se puede elegir.

‘El sendero azul’ se sostiene sobre una pregunta implícita que recorre cada escena: qué significa vivir cuando todo se organiza para administrarnos. Mascaro no busca respuestas, pero sí ofrece una mirada que incomoda y al mismo tiempo invita a repensar el valor de la edad, del cuerpo y de la autonomía. Su cine mantiene una distancia justa entre lo emocional y lo político, lo suficiente para que el espectador sienta sin necesidad de ser guiado. En este film, el agua no limpia ni salva, simplemente arrastra. Cada personaje flota como puede, y ese acto de flotar se convierte en una forma de resistencia. Lo que queda al final no es una lección ni una esperanza edulcorada, sino la constatación de que la libertad puede residir en un gesto tan simple como seguir avanzando por el río sin mirar atrás.

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