Cine y series

El Monstruo de Florencia

Leonardo Fasoli

2025



Por -

Entre los pliegues de una Italia todavía dividida entre la tradición rural y el vértigo urbano, Stefano Sollima sitúa una historia que se adentra en el laberinto de un país que intentaba definirse a través de la violencia y el desconcierto. Su serie ‘El Monstruo de Florencia’, creada junto a Leonardo Fasoli, rescata una sucesión de crímenes que marcaron durante décadas la memoria colectiva italiana. Cada episodio se construye con un ritmo calculado, como si las imágenes respiraran el aire sofocante de una época en que el miedo se mezclaba con la superstición y la fe en la justicia comenzaba a erosionarse. El planteamiento inicial combina una observación minuciosa de las relaciones sociales con una mirada que expone la fragilidad de los vínculos familiares, donde el patriarcado, la precariedad y la frustración se funden en un mismo terreno fértil para la violencia.

El primer tramo se centra en la figura de Stefano Mele, un obrero sardo que carga sobre sus hombros el peso de la ignorancia y el desprecio. En torno a él gravita Barbara Locci, una mujer que encarna el deseo y el castigo, utilizada como espejo de una sociedad que condena la libertad femenina y la asocia con la desgracia. Sollima evita idealizarla y muestra su historia a través de los relatos cruzados de los hombres que la rodean, todos marcados por el dominio, el resentimiento o la culpa. La cámara avanza con lentitud sobre los paisajes toscanos, donde la serenidad aparente oculta una corriente subterránea de miedo. La ambientación rural adquiere un carácter simbólico: los caminos de tierra, los olivos y las colinas actúan como testigos silenciosos de una cadena de atrocidades que se repite con la misma obstinación que la rutina campesina.

Cada episodio se articula como una nueva hipótesis sobre la identidad del asesino, y en ese juego de versiones la serie encuentra su motor narrativo. Mele, sus parientes y los hermanos Vinci se alternan como figuras centrales de una trama que avanza entre declaraciones contradictorias, encubrimientos y errores judiciales. La estructura adopta un movimiento circular, de modo que el espectador percibe el peso del tiempo y la futilidad de los esfuerzos por alcanzar una verdad definitiva. Este enfoque remite a la tradición del cine procesal, aunque Sollima prefiere el retrato moral antes que la precisión policial. Su dirección se apoya en una puesta en escena sobria, donde los encuadres fijos subrayan la quietud de un país que observa sin intervenir. Esa calma exterior contrasta con la tensión interna de los personajes, todos prisioneros de una herencia cultural que convierte el honor masculino en una forma de castigo.

A medida que avanza la serie, la investigación se transforma en un reflejo del propio sistema judicial. Los interrogatorios, los arrestos y las reconstrucciones de los hechos exhiben la confusión de las autoridades y la influencia del poder mediático en la opinión pública. Sollima retrata esa maquinaria burocrática como un escenario de desconfianza permanente, donde la verdad se disuelve entre rumores, recelos y presiones institucionales. La figura del investigador carece de protagonismo individual; el foco se desplaza hacia la colectividad, hacia la comunidad que observa los crímenes como si pertenecieran a un mito rural que se resiste a desaparecer. El resultado es una narrativa que combina el ritmo de una crónica judicial con la densidad de un relato social, en el que cada error deja al descubierto una fractura entre el país legal y el país real.

Barbara Locci se convierte en el eje alrededor del cual giran los hombres, aunque su presencia esté construida a partir de ausencias. Los recuerdos de quienes la conocieron la dibujan como un cuerpo en disputa, objeto de deseo, símbolo de una libertad que el entorno considera una amenaza. La violencia ejercida sobre ella adquiere un sentido colectivo: representa la represión de toda mujer que intentaba salirse del molde familiar y moral impuesto por la Italia rural de mediados del siglo XX. La serie utiliza esa figura como punto de partida para una reflexión sobre el dominio masculino y la culpa, sin recurrir a discursos abstractos. Las escenas domésticas condensan la tensión social con una crudeza que se extiende a los espacios públicos, donde los rumores sustituyen a las pruebas y la sospecha se convierte en una forma de cohesión.

La dirección de Sollima enfatiza la textura del tiempo. Cada plano parece impregnado de polvo, humedad y sombras que convierten la Toscana en un territorio ambiguo, hermoso y amenazante. La fotografía de Emanuela Scarpa recurre a tonos apagados que evocan la melancolía de los años setenta y ochenta, cuando el optimismo del progreso industrial coexistía con el aislamiento rural. Esa dualidad temporal impregna también el relato, dividido entre la memoria y el presente, entre la obsesión por reconstruir el pasado y la imposibilidad de hacerlo sin deformarlo. En lugar de perseguir el impacto del crimen, la serie indaga en los mecanismos de la violencia cotidiana, en los códigos que la sostienen y en la indiferencia que permite su repetición. Cada sospechoso reproduce el mismo patrón de dominio, lo que convierte al monstruo en una figura difusa, más social que individual.

El tratamiento del tiempo fragmentado genera un efecto de extrañamiento que impide cualquier identificación inmediata con los personajes. Las idas y venidas entre décadas sirven para revelar la incapacidad colectiva de cerrar un ciclo histórico marcado por el miedo. En ese vaivén, los recuerdos se contaminan, las versiones se superponen y los hechos pierden su nitidez, del mismo modo que la justicia pierde su sentido al convertirse en espectáculo. Sollima construye así un retrato moral de un país que se mira en su propio abismo, un espejo que devuelve la imagen deformada de su pasado reciente. La serie, más que resolver un misterio, propone observar cómo la violencia se inserta en la estructura social y cómo las instituciones, al intentar controlarla, acaban reproduciéndola.

Los personajes secundarios refuerzan ese análisis. Los policías, los jueces y los periodistas actúan como figuras que encarnan la ambigüedad moral de la época. Sus decisiones están atravesadas por el temor al error, por el peso de la religión y por la presión del entorno. En esa red de tensiones se revela un país que aún no había aprendido a convivir con la transparencia. La serie convierte esa atmósfera en su mayor acierto: la sensación de que todo está envuelto en una niebla de sospecha permanente. Cada mirada esconde una intención, cada silencio adquiere el valor de una acusación. El espectador asiste a un proceso de descomposición moral que supera el marco del crimen para adentrarse en la anatomía de una sociedad que castiga la diferencia.

El último episodio condensa las líneas dispersas de la investigación y las transforma en un retrato coral de un país dividido. Las escenas finales, lejos de ofrecer certezas, proyectan la sombra de una justicia que parece haberse convertido en un ritual vacío. Sollima encierra a sus personajes en espacios cerrados, dominados por la penumbra, mientras la cámara se detiene en los rostros agotados de quienes participaron en una persecución interminable. La sensación de fracaso judicial se convierte en una reflexión sobre la fragilidad de la verdad y sobre la capacidad del poder para moldearla según sus intereses. ‘El Monstruo de Florencia’ se erige, así, en una crónica de la desconfianza, un retrato de la violencia como consecuencia de una estructura social que perpetúa el control a través del miedo.

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