Cine y series

Anya Beyersdorf, Miranda Nation

El juego de Gracie Darling

2025



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La humedad del bosque parece adherirse a cada plano, como si el aire arrastrara la memoria de algo que se resiste a desaparecer. ‘El juego de Gracie Darling’, dirigida por Jonathan Brough y concebida por Miranda Nation, se mueve entre el misterio y la herencia familiar con una calma inquietante. Desde su primer minuto se percibe una voluntad de observar, de explorar la forma en que un suceso pasado puede alterar por completo la vida de quienes se quedaron para contarlo. La serie australiana, disponible en Paramount+, presenta una historia que no necesita grandilocuencia para incomodar. Prefiere la pausa, la insinuación, la espera que transforma cada diálogo en una pista y cada silencio en una advertencia. Su tono sombrío y su cadencia lenta construyen un mundo donde la cordura se mezcla con las creencias, donde la frontera entre lo real y lo sobrenatural se disuelve hasta parecer parte del mismo paisaje.

La trama comienza en 1997, en una cabaña perdida en el bosque, donde un grupo de adolescentes decide convocar a un espíritu mediante una tabla improvisada. El juego, nacido del aburrimiento y la curiosidad, se convierte en tragedia cuando Gracie Darling desaparece tras un episodio que deja a todos marcados. A partir de ahí la serie avanza casi tres décadas para mostrar a Joni, amiga de Gracie y testigo de aquella noche, convertida en psicóloga infantil. Su vida, aparentemente ordenada, se quiebra cuando una nueva desaparición sacude el mismo pueblo. Una sobrina de Gracie se esfuma durante una sesión que reproduce aquel antiguo ritual. Joni regresa para enfrentar lo que quedó suspendido en el tiempo, y su regreso no busca tanto justicia como comprensión. Esa decisión convierte su viaje en un descenso a un pasado compartido, en una exploración de la culpa, la transmisión del miedo y la forma en que un lugar pequeño puede guardar una violencia soterrada bajo su aparente quietud.

A lo largo de los seis episodios, la serie convierte la investigación en un retrato social. El pueblo entero se muestra dividido entre la superstición y la lógica, entre quienes creen en un espíritu vengativo y quienes prefieren hablar de traumas o de repeticiones inconscientes. En ese punto, la figura de Joni sirve como puente entre dos mundos: el científico y el simbólico. Su trabajo en un centro psicológico la obliga a razonar, pero su historia personal la empuja hacia la intuición. Cada escena en la que se enfrenta a Jay, el policía y antiguo amigo, o a Ruth, madre de la joven desaparecida, amplía la mirada sobre cómo cada generación interpreta la pérdida. Brough sitúa la cámara a media distancia, dejando que los rostros respiren y que las palabras caigan sin énfasis. Ese estilo convierte la angustia en algo cotidiano, una sensación que impregna las calles, las casas, los gestos retenidos.

La serie se apoya también en un trasfondo político y moral que evita la simplificación. El conflicto del parque eólico, que divide a los vecinos, funciona como metáfora de una sociedad que discute entre progreso y tradición, entre la ciencia y el mito. Nation utiliza esa disputa para mostrar cómo una comunidad elabora sus miedos y los convierte en relatos. La superstición se revela como una forma de orden frente a lo incomprensible. Cada familia interpreta la tragedia según su posición en el pueblo: algunos apelan a la fe, otros a la culpa, otros a la sospecha. El guion combina esos enfoques con precisión, de manera que la desaparición de una joven no solo activa el misterio policial, sino también la reflexión sobre cómo las creencias influyen en la vida cotidiana. La idea de comunidad, presente en toda la narración, se descompone en pequeños fragmentos de desconfianza y silencio, mostrando que en los pueblos, como en las familias, todos saben algo aunque nadie lo confiese.

El trabajo de Morgana O’Reilly como Joni ofrece un punto de anclaje emocional que se sostiene en la contradicción. Su personaje se mueve entre la distancia profesional y la vulnerabilidad de quien ha vivido demasiado cerca del horror. Su mirada cansada, sus silencios ante la madre y las hijas, construyen un retrato de alguien que arrastra el peso de una adolescencia interrumpida. A su alrededor, Harriet Walter aporta gravedad como Pattie, esa madre que mantiene vivas las cartas del tarot y el olor a incienso, mientras Rudi Dharmalingam encarna la obstinación del policía que se aferra a la lógica incluso cuando todo a su alrededor se desmorona. Los tres representan distintas formas de aferrarse a la realidad, como si cada uno sostuviera una versión incompatible de lo que sucedió. Esa tensión entre memoria y verdad impulsa la serie sin necesidad de giros forzados. Lo interesante no radica en descubrir al culpable, sino en entender cómo cada personaje soporta su parte de culpa.

La dirección de Brough evita la estridencia y confía en los paisajes como narradores. El bosque, los pasillos del hospital, las habitaciones mal iluminadas, se comportan como extensiones del estado mental de los protagonistas. Los planos largos y la luz apagada acentúan la idea de que todo lo que ocurre en el presente es una repetición del pasado. Las referencias a símbolos ocultos, a aves muertas o a mixtapes olvidadas refuerzan la sensación de que el tiempo avanza en círculos. Esa concepción del espacio y del ritmo recuerda a los primeros trabajos de Jane Campion, donde lo doméstico y lo espiritual se entrelazaban sin contradicción. En este caso, la naturaleza australiana actúa como espejo deformante de los personajes: refleja su miedo, su deseo y su incapacidad para mirar de frente aquello que los marcó.

Las implicaciones morales son nítidas. ‘El juego de Gracie Darling’ sugiere que la superstición puede convertirse en un mecanismo para evadir responsabilidades. Los adultos, que fueron testigos de la tragedia original, prefieren hablar de fuerzas externas antes que admitir sus omisiones. El mal adopta la forma de un espíritu, pero su raíz está en la negligencia, en la cobardía, en la tendencia colectiva a inventar explicaciones que liberen de culpa. Esa lectura convierte la serie en un estudio sobre la responsabilidad compartida y sobre cómo las comunidades fabrican su propio relato para sobrevivir al miedo. Los jóvenes, herederos de esa historia, repiten el ritual sin comprenderlo, reproduciendo el mismo error. La serie logra así conectar dos generaciones a través de un mismo vacío, de una misma necesidad de creer que lo inexplicable tiene un origen exterior.

La estructura narrativa, basada en saltos temporales, se mantiene coherente y clara. Cada flashback revela una capa más del pasado sin restar tensión al presente. El montaje evita la confusión y apuesta por una progresión emocional: a medida que Joni se adentra en el caso, sus recuerdos se vuelven más vívidos y el bosque más amenazante. Los sonidos de pájaros, el viento constante, los crujidos de la madera sustituyen la música como acompañamiento. Todo parece moverse al compás de una naturaleza que observa y espera. Esa elección de sonido y silencio otorga a la serie un tono hipnótico, donde lo sobrenatural surge como prolongación de lo natural. Nada parece fuera de lugar, todo encaja en un mundo donde la fe, la ciencia y la culpa se confunden.

El cierre de la historia mantiene esa coherencia. Joni logra reconstruir los hechos con la precisión de quien asume que el tiempo no repara, solo repite. Su mirada final sobre el bosque no promete consuelo, pero sí aceptación. La serie concluye con la sensación de que el mal, lejos de ser un ente aislado, pertenece a la comunidad tanto como las casas o las canciones. La tragedia se convierte en mito, y el mito en recuerdo compartido. Esa conversión del dolor en narración colectiva es el auténtico tema de la obra. Nation, a través de su guion, consigue que cada línea de diálogo sirva para mostrar cómo la gente se aferra a sus creencias para soportar la realidad, y cómo el miedo puede unir más que el amor.

‘El juego de Gracie Darling’ funciona así como una reflexión sobre la transmisión del trauma y la necesidad de sentido. La serie no busca respuestas concluyentes, porque su interés radica en observar las distintas formas de convivir con la pérdida. Brough filma desde la distancia justa, sin adornos, y consigue que los personajes respiren dentro de un entorno que parece devorarlos. En su conjunto, la obra se presenta como una historia de culpa heredada, de vínculos familiares y de secretos que se perpetúan, narrada con una calma que intensifica el desasosiego. Un retrato preciso de cómo los pueblos pequeños transforman sus tragedias en leyendas y de cómo esas leyendas se convierten en el único modo posible de seguir viviendo.

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