La arena vibra bajo un sol que parece no tener compasión, y en ese resplandor se adivina la mirada de un hombre que contempla su vida sin entusiasmo. Así arranca 'El extranjero', donde François Ozon traslada a la pantalla la novela de Albert Camus sin pretender reverenciarla, sino examinarla. El director francés se acerca al relato con la serenidad de quien desconfía de los grandes gestos y confía en la observación. Lo que construye no es una adaptación clásica, sino una disección del vacío moral que atraviesa a una sociedad y a un individuo que ya no distinguen entre vivir y dejar pasar el tiempo. Desde el primer plano, el blanco y negro actúa como una frontera: separa lo que se siente de lo que simplemente se observa. Ozon no filma la historia de un crimen, sino el retrato de una existencia sin pulso que sirve para hablar del peso del entorno colonial y de la soledad que impone una cultura incapaz de asumir su responsabilidad.
La trama se despliega con una aparente sencillez. Meursault, un empleado sin ambición, recibe la noticia de la muerte de su madre. Asiste al funeral sin emoción visible y regresa a su vida rutinaria en Argel. Pronto se relaciona con su vecina Marie y con Raymond, un hombre de carácter violento, hasta acabar implicado en un asesinato casi absurdo. Esa secuencia, bañada por la luz desbordante de la costa, no se presenta como un estallido de violencia, sino como la consecuencia natural de un modo de estar en el mundo. Ozon acierta al entender que el interés de la historia no reside en el acto, sino en lo que lo hace posible: una indiferencia que ha dejado de ser una defensa personal para convertirse en una forma de cultura. Meursault no reacciona porque no espera nada, ni de sí mismo ni de los demás. Su apatía, lejos de ser un rasgo individual, representa una generación que vive bajo el sol del privilegio sin comprender el coste de su comodidad.
El director reinterpreta el texto de Camus sin traicionarlo. Sitúa la acción en una Argelia que respira desigualdad desde cada esquina y se esfuerza por otorgar presencia a los personajes árabes, ausentes en la novela. Ese gesto altera por completo la lectura del relato. El asesinato deja de ser una anécdota moral para convertirse en el síntoma de una estructura social basada en la jerarquía racial. Las secuencias que muestran la ciudad, los cines vetados, las conversaciones en cafés o la indiferencia ante los cuerpos extranjeros revelan un paisaje político que condiciona a todos. Ozon no moraliza, pero tampoco disimula la violencia del orden colonial. Cada plano encierra una tensión silenciosa: el confort del colonizador frente a la invisibilidad del colonizado. En esa contraposición radica el valor contemporáneo del filme. Sin convertir el discurso en panfleto, el director deja claro que la indiferencia de Meursault no es inocente, sino heredera de una sociedad que aprendió a mirar hacia otro lado.
El aspecto visual se convierte en una prolongación del pensamiento. Manu Dacosse firma una fotografía que parece esculpida con luz abrasadora. Los contrastes extremos confieren a las escenas un aire detenido, como si el tiempo se disolviera en cada plano. Las sombras se vuelven tan densas como la arena del desierto y los rostros se confunden con el horizonte. Ozon elimina la voz en primera persona y sustituye la reflexión por una cámara que observa sin intervenir. Los silencios reemplazan al discurso. El sonido del mar, los pasos sobre la grava y el rumor del viento son los verdaderos diálogos. Este uso del silencio crea un ritmo hipnótico que obliga a convivir con la apatía del protagonista. La lentitud no se plantea como recurso estético, sino como forma de pensamiento: quien vive sin deseo percibe el tiempo como una repetición interminable. El cineasta captura esa sensación con precisión, sin dramatismo, y consigue que el tedio se convierta en materia narrativa.
En la segunda parte, cuando Meursault es encarcelado, la película se encierra con él en una especie de vacío moral. La prisión se transforma en un reflejo de su mente: paredes desnudas, escasa luz, aire inmóvil. El juicio posterior actúa como ritual de purificación colectiva, donde una sociedad hipócrita castiga en él la falta de emoción más que el crimen. El tribunal no busca justicia, sino reafirmación moral. Ozon filma esa ceremonia con frialdad, mostrando el contraste entre la solemnidad institucional y la banalidad de los argumentos. En esas escenas, el personaje se vuelve un espejo que devuelve a los demás su propia mediocridad. Su serenidad desconcierta porque no encaja en la teatralidad del arrepentimiento. El diálogo con el sacerdote, filmado con planos cerrados y respiración entrecortada, resume el dilema central: el sistema exige arrepentimiento para confirmar su poder, mientras el protagonista se limita a constatar la farsa. En ese punto, el relato alcanza una lucidez que incomoda más que cualquier discurso.
Los actores sostienen este tono con una contención admirable. Benjamin Voisin encarna a Meursault con una neutralidad inquietante, sin buscar simpatía ni rechazo. Su mirada vacía encierra una calma que resulta casi violenta. Rebecca Marder aporta calidez en su papel de Marie, una mujer que se aferra a la vida sin comprender la frialdad del hombre que ama. Pierre Lottin, como Raymond, encarna la brutalidad banal del poder, la violencia que se ejerce sin reflexión. Ninguno de los personajes secundarios aparece como simple acompañante; todos participan de un sistema de valores que se desmorona. Ozon utiliza sus cuerpos y sus gestos como piezas de un engranaje social que sigue funcionando incluso cuando ya carece de sentido. La interpretación coral refuerza la idea de que el crimen de Meursault no es excepcional, sino producto lógico de una sociedad enferma de indiferencia.
La dirección de Ozon demuestra una precisión que combina serenidad y cálculo. La cámara se mueve lo justo, como si temiera alterar el equilibrio de la escena. Cada plano parece meditado para resaltar la soledad del individuo frente al peso de la luz. La composición, casi geométrica, traduce en imágenes la rigidez del entorno social. La música de Fatima Al Qadiri, discreta y repetitiva, refuerza la sensación de encierro interior. Ozon filma la violencia sin sobresaltos, la tristeza sin lágrimas, el deseo sin ternura. En lugar de subrayar emociones, las deja en suspenso, como si el mundo se hubiese vaciado de sentido. Esa elección formal convierte la película en una reflexión sobre la pasividad: sobre la manera en que la falta de reacción puede ser tan destructiva como el acto más brutal. El ritmo lento obliga a mirar lo que normalmente evitamos, a convivir con la incomodidad de un protagonista que jamás ofrece consuelo.
Desde una lectura política, 'El extranjero' se erige como una crítica velada a la herencia colonial europea. Al otorgar voz a los personajes árabes, Ozon introduce un punto de vista que estaba ausente en la literatura canónica y coloca al espectador frente a una responsabilidad colectiva. La frialdad de Meursault refleja un tipo de ciudadanía acostumbrada a vivir al margen del sufrimiento ajeno. El asesinato del joven árabe no aparece como una aberración, sino como el resultado de una ceguera histórica. La película, sin emitir juicios explícitos, deja entrever una idea contundente: toda sociedad que acepta la desigualdad como norma termina justificando la violencia. La mirada del director, contenida pero firme, obliga a pensar en la continuidad de esa actitud en el presente. El relato de Camus, trasladado a nuestro tiempo, se convierte así en una advertencia sobre la comodidad moral de quienes confunden neutralidad con inocencia.
La conclusión de la película no ofrece alivio. Meursault afronta su destino sin revelación ni arrepentimiento. Ozon rehúye cualquier tentación de redención y filma la ejecución con una serenidad que hiela. La cámara permanece quieta, los sonidos se apagan, y lo que queda es la constatación de un mundo que castiga la sinceridad del indiferente mientras tolera la hipocresía colectiva. Esa coherencia final da sentido a todo el recorrido anterior: el personaje no cambia porque el entorno tampoco lo hace. Lo que se extingue en él es la ilusión de una moral coherente. La historia concluye en un silencio que parece definitivo, y sin embargo deja flotando una idea: la indiferencia también mata, aunque lo haga despacio.
