A veces el brillo de una copa dice más que la historia que la contiene. En ‘El encanto del champán’, Mark Steven Johnson coloca su cámara sobre un viñedo francés que parece flotar en una burbuja donde la ambición y el deseo se confunden. El relato empieza con un viaje empresarial y termina como un retrato de la fragilidad contemporánea. Detrás del barniz navideño que ofrece Netflix late un retrato social donde el amor se mide con la misma lógica que una fusión corporativa. Johnson, que ha hecho carrera en la comedia romántica de catálogo, construye aquí una historia que no pretende exhibir grandeza, sino explorar la incomodidad de quienes viven con la agenda siempre llena y el corazón en pausa. Desde ese punto de partida, la película articula su discurso sobre la competencia, el cansancio emocional y el espejismo de los vínculos fugaces.
Sydney Price, la protagonista, trabaja para un conglomerado neoyorquino que busca hacerse con una bodega tradicional, Chateau Cassell, dirigida por una familia francesa al borde de la ruina. Ese es el punto de arranque: una mujer enviada a un país que no conoce, con una misión que la obliga a fingir seguridad frente a un entorno que la observa con desconfianza. Durante su estancia conoce a Henri Cassell, hijo del fundador, y el encuentro funciona como detonante de un proceso de transformación interior. La relación entre ambos nace en un contexto de transacción económica, pero pronto se convierte en un espacio de descubrimiento. La película plantea la tensión entre la lógica empresarial y la necesidad de encontrar una vida con sentido más allá de la productividad. En ese choque se manifiestan las grietas de una época que promete bienestar a cambio de renunciar al tiempo personal.
La historia se sostiene sobre una estructura sencilla, pero Johnson la utiliza para indagar en cómo los afectos se ven atravesados por la rentabilidad. Sydney encarna una forma de vida marcada por la eficiencia y el autocontrol; Henri representa la calma de quien entiende el trabajo como herencia, no como obligación. Entre ambos surge una atracción que no se explica por el destino, sino por el cansancio. Ella admira la libertad que él aparenta tener, mientras él se interesa por la determinación que ella necesita sostener para sobrevivir en su mundo. A través de esta interacción, la película ofrece una lectura social clara: las jerarquías económicas influyen en la manera en que se ama, se discute o se pacta. La cámara observa esa danza con distancia, evitando el sentimentalismo. Las escenas entre ambos no buscan la lágrima, sino el reconocimiento mutuo, un entendimiento silencioso que no depende de la declaración final.
El tono general de ‘El encanto del champán’ combina comedia y crítica con un equilibrio preciso. Los personajes secundarios refuerzan ese tono híbrido: Hugo Cassell, el patriarca, actúa como figura de autoridad que intenta preservar una tradición frente a la voracidad de los nuevos tiempos. Otto, Brigitte y Roberto, los otros aspirantes a comprar la bodega, introducen la comicidad necesaria para suavizar la tensión principal. Entre ellos destaca Roberto, interpretado por Sean Amsing, cuya extravagancia rompe la rigidez del relato. Su personaje convierte cada escena en una pequeña sátira sobre la frivolidad contemporánea: un hombre rico que gasta su dinero en fiestas mientras cita frases de autoayuda con convicción. Johnson usa este tipo de figuras para cuestionar el ideal de éxito que rige las relaciones laborales y personales, transformando la historia en una reflexión ligera pero efectiva sobre el valor de las apariencias.
La película está construida con un ritmo pausado, sostenido por una fotografía cálida que persigue la idea de una Navidad eterna. Las luces, los escaparates y el viñedo decorado forman parte de un universo artificial que seduce al espectador con la promesa de calma. La dirección confía en esa estética de postal para mantener la atención, aunque detrás de cada plano se advierte un mensaje sobre el agotamiento de las fórmulas románticas. Johnson dirige con una precisión casi matemática, sin permitirse improvisaciones. Cada escena está pensada para mostrar una emoción concreta: el desconcierto de Sydney al sentirse extranjera, la serenidad de Henri cuando defiende su herencia o la ironía de los secundarios que observan la disputa desde la comodidad del vino espumoso. Esa exactitud convierte la película en un espejo del mundo corporativo que retrata: todo está calculado, incluso los momentos destinados al placer.
Las implicaciones políticas y morales del relato aparecen entre líneas, aunque resultan evidentes. ‘El encanto del champán’ describe un modelo económico en el que el amor se gestiona como una inversión. Sydney llega a Francia con la misión de cerrar un trato y termina descubriendo la imposibilidad de medir los vínculos con el mismo criterio con el que se valora una empresa. En ese sentido, la película aborda la colonización de lo íntimo por la lógica del beneficio, una idea que se extiende desde la oficina hasta las relaciones personales. Henri, al resistirse a vender el viñedo, defiende algo más que un negocio: reivindica la memoria colectiva de una familia, el arraigo frente a la velocidad. Johnson utiliza esa disputa para construir una alegoría sobre la pérdida de identidad cultural en la era global. El enfrentamiento entre ambos se convierte en una metáfora de la tensión entre lo local y lo financiero, entre la tierra y el mercado.
La mirada de Johnson hacia Sydney es especialmente significativa. Su personaje representa a una generación educada en la creencia de que el éxito equivale a plenitud. Sin embargo, el guion muestra que detrás de su determinación hay un vacío que ninguna promoción puede llenar. La película traza así un retrato de las mujeres que han conquistado espacios de poder y, al mismo tiempo, deben soportar la soledad que ese avance conlleva. Sydney no busca redención a través del amor, sino comprensión. Su viaje a Francia funciona como un espejo en el que se ve a sí misma desde fuera: una profesional eficiente que ha aprendido a encajar en un entorno que la exige sin descanso. El vínculo con Henri le permite entender que la productividad no sustituye el afecto, aunque en su mundo ambas cosas se confundan. En esa lectura reside la verdadera fuerza del filme, más allá de su envoltorio romántico.
Mark Steven Johnson dirige con un pulso sereno y una sensibilidad más contenida que en sus anteriores trabajos. Su forma de observar a los personajes recuerda a la de Richard Curtis, aunque sin su melancolía. El director utiliza la estructura clásica de la comedia romántica para reflexionar sobre el desgaste del modelo que la sostiene. No se trata de reír ni de llorar, sino de mirar. A través de ese enfoque, ‘El encanto del champán’ se transforma en una radiografía del amor como transacción social y del trabajo como escenario de soledad. Cada personaje encarna un tipo de deseo, y el conjunto forma un retrato coral de una sociedad que ha aprendido a disfrazar su fatiga con brindis. Lo más interesante del filme no está en su desenlace, sino en su mirada sobre la fragilidad que todos intentan esconder tras una sonrisa de protocolo y una copa bien servida.
