Cine y series

El elixir de la inmortalidad

Kimo Stamboel

2025



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El rumor de una cura capaz de detener el envejecimiento recorre un pequeño pueblo de Indonesia mientras un grupo de científicos, bajo la dirección de Kimo Stamboel, intenta condensar en un frasco el anhelo universal de la eternidad. En ese escenario, el relato de 'El elixir de la inmortalidad' se desarrolla entre laboratorios, tensiones domésticas y una sociedad que ve cómo su promesa de bienestar se convierte en una amenaza que corroe los cimientos de lo cotidiano. Stamboel, que en anteriores obras había explorado la violencia desde ángulos más cercanos al mito, sitúa aquí su mirada en la colisión entre ciencia y superstición, entre tradición familiar y capitalismo farmacéutico. La película se introduce en la textura del miedo colectivo, donde cada decisión de los personajes desvela una grieta moral dentro de un entorno que creía tener bajo control su propio futuro.

Las primeras secuencias se construyen sobre una aparente calma doméstica. Un patriarca convencido de su poder económico, su hija distanciada, el yerno humillado y una madrastra cuyo pasado está ligado al mismo clan configuran un tablero de rivalidades. La cámara observa sin prisa el deterioro de los vínculos hasta que la creación del elixir altera cualquier equilibrio posible. La transformación física del padre no solo inaugura la amenaza del contagio, también expone el deseo de dominio que siempre había guiado a la familia. Cada plano donde el cuerpo se descompone funciona como metáfora de un sistema que se devora a sí mismo. La obra se mantiene fiel al género al desplegar los efectos sangrientos propios del cine de zombis, aunque en su trasfondo se oculta una lectura sobre la codicia y la pérdida de identidad en una sociedad dominada por el consumo de juventud.

A medida que la epidemia se extiende, la trama se fragmenta en dos líneas paralelas que avanzan en direcciones opuestas. Por un lado, el intento de los hijos por sobrevivir y reunirse con los suyos; por otro, la degradación progresiva del espacio doméstico, donde los símbolos de prosperidad se transforman en refugios asediados. Stamboel articula ambas vertientes mediante un ritmo que alterna momentos de agitación y pausas breves donde asoma la melancolía por lo perdido. El uso de la lluvia, que detiene a las criaturas y concede un respiro a los personajes, adquiere un sentido casi ritual: el agua como único elemento capaz de suspender la violencia. Esa relación entre naturaleza y destrucción acentúa la dimensión moral del relato, donde el castigo parece surgir del mismo entorno que los protagonistas pretendían dominar.

El tratamiento de los personajes responde a una mirada que desconfía de la heroicidad. Kenes, la hija, encarna la frustración de una generación atrapada entre el deber familiar y la necesidad de romper con un legado corrupto. Su actitud vacilante contrasta con la frialdad de Karina, segunda esposa del patriarca y antigua amiga de Kenes, cuya presencia introduce una tensión entre deseo y resentimiento. Rudi, el marido, actúa como mediador débil entre ambas, mientras Bang, el hermano, representa la deriva de quien nunca logró asumir responsabilidad alguna. Cada uno, en su intento por escapar del caos, reproduce los errores que alimentaron la catástrofe. La película observa esa repetición con distancia, sin moralizar, dejando que la torpeza y el miedo definan sus trayectorias.

El trabajo de Stamboel detrás de la cámara se distingue por la precisión con la que combina acción y claustrofobia. Los encuadres estrechos, las luces anaranjadas que filtran la humedad del lugar y los planos secuencia en medio de la confusión dan forma a un universo saturado de movimiento. La dirección evita el exceso digital para privilegiar la materia física: cuerpos, sangre, barro, paredes que ceden. En ese terreno, la puesta en escena encuentra su coherencia, recordando más al dinamismo artesanal de directores como Neil Marshall que a la limpieza del terror contemporáneo. Cada persecución y cada estallido de violencia parecen surgir del mismo espacio cerrado donde los personajes se enfrentan a la ruina de su linaje. Así, la técnica se alía con el argumento para retratar un mundo donde la ambición científica y la ambición económica se confunden.

El relato también funciona como radiografía política. El negocio de remedios herbales, orgullo de la familia, simboliza un país dividido entre la herencia tradicional y la presión de la globalización. La alianza con la industria farmacéutica internacional, lejos de representar progreso, se muestra como una forma de dependencia que transforma el conocimiento local en mercancía. Cuando el experimento se descontrola, el discurso científico se desintegra con la misma rapidez que los cuerpos infectados. El virus actúa entonces como metáfora del fracaso colectivo: el deseo de alcanzar la inmortalidad se convierte en una cadena de contagios donde nadie conserva su identidad. La mirada de Stamboel sugiere que la verdadera amenaza no proviene del laboratorio, sino de la obstinación por mantener un poder que ya no pertenece a nadie.

Las escenas en las que los supervivientes buscan refugio permiten observar el cambio emocional de los personajes. La hostilidad inicial da paso a una convivencia forzada, donde antiguos resentimientos se diluyen ante la necesidad de cooperación. El director utiliza el encierro como laboratorio emocional: las conversaciones a media voz y los silencios prolongados sustituyen los gritos del inicio, revelando una fatiga que trasciende la lucha contra los zombis. Esa parte del metraje introduce un matiz de humanidad erosionada, donde la culpa y el instinto de protección se mezclan sin jerarquías. La mirada hacia el niño, último eslabón de la familia, concentra el único resquicio de inocencia posible dentro de una historia dominada por la pérdida de control.

En su tramo final, 'El elixir de la inmortalidad' se despliega como un ejercicio de resistencia más que de redención. La estructura narrativa prolonga la tensión hasta el límite de la saturación, obligando al espectador a convivir con la repetición del peligro. No hay pausas ni concesiones sentimentales: solo el avance incesante de una amenaza que devora las jerarquías familiares y sociales. El clímax no se resuelve en términos heroicos, sino en la constatación de que toda búsqueda de perfección conduce a la destrucción de lo que se pretendía conservar. En ese cierre, la película abandona cualquier intento de consuelo y deja un eco de fatiga colectiva, como si el fin del mundo fuera menos una explosión que un agotamiento prolongado.

Stamboel consigue articular un relato que combina espectáculo y diagnóstico moral sin recurrir al énfasis. La película rehúye la exaltación y apuesta por un tono seco, casi documental, donde la cámara observa más que interpreta. El montaje prioriza la continuidad de la acción sobre la explicación, lo que confiere al conjunto una coherencia interna basada en la repetición del peligro. Dentro del panorama del terror indonesio contemporáneo, 'El elixir de la inmortalidad' representa una muestra de cómo el género puede servir para retratar tensiones sociales sin necesidad de discursos explícitos. Su fuerza reside en la exposición constante de una paradoja: el mismo anhelo que impulsa el progreso termina generando la ruina.

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