Las imágenes iniciales de ‘Drácula’ proponen una relectura de un mito que, más que resucitar, parece transformarse en algo que coquetea con la nostalgia y la obsesión por el pasado. Luc Besson sitúa la acción entre los siglos XV y XIX, mezclando historia, mito y romanticismo de una forma que evita la rigidez de la adaptación literal. En ese viaje, la cámara de Colin Wandersman, acompañada por la música de Danny Elfman, parece buscar el pulso entre el deseo y la condena. El resultado plantea un relato que combina pasión, culpa y poder espiritual dentro de un marco narrativo que oscila entre la fe perdida y el deseo de inmortalidad. La película se estrena en salas antes de su llegada a plataformas digitales, lo que confirma su ambición de mantenerse como un espectáculo cinematográfico de gran escala, sin renunciar a la intimidad de su historia de amor y su trasfondo trágico.
El relato comienza con un príncipe que, tras perder a su esposa, se ve atrapado por la ira contra aquello en lo que había creído. Su decisión de renunciar a todo vínculo con lo divino y abrazar la eternidad lo convierte en una figura desgarrada, prisionera de una existencia que solo tiene sentido si encuentra una nueva encarnación del amor perdido. Caleb Landry Jones interpreta a este personaje con una mezcla de frialdad y entrega que refleja un estado permanente de búsqueda. La estructura de Besson no pretende narrar una aventura de terror, sino más bien un recorrido sentimental por las ruinas de una vida que se niega a desaparecer. Cada encuentro con la mujer que encarna a su amada, interpretada por Zoë Bleu, se convierte en un eco del pasado que persiste, como si el tiempo fuera incapaz de borrar una promesa incumplida.
A medida que el relato avanza, la historia introduce la figura del sacerdote interpretado por Christoph Waltz, cuya presencia impone un contraste moral frente al vampiro. Ambos personajes parecen representar dos extremos de una misma duda: la fe y la condena, la redención y el castigo. En lugar de oponerse frontalmente, la relación entre ellos refleja un juego de fuerzas en el que cada uno observa en el otro aquello que ha perdido. Esa tensión moral se despliega sobre una Europa que emerge de sus propias ruinas, donde la revolución y la religión se mezclan con la superstición y la ciencia. En ese contexto, la figura de Drácula deja de ser una criatura monstruosa para transformarse en un símbolo de la obstinación del deseo y de la imposibilidad de escapar a la memoria.
El diseño visual del film refuerza esa atmósfera de decadencia. Los interiores iluminados por velas, los castillos envueltos en penumbra y los cielos grisáceos se entrelazan con la música de Elfman, que utiliza coros y cuerdas para remarcar la dimensión ritual del relato. Besson se muestra interesado en el contraste entre lo grandioso y lo íntimo, entre la escala épica de las batallas y la vulnerabilidad de los cuerpos. La puesta en escena evita el exceso del terror explícito y prefiere sugerir una violencia contenida, que nace más de la desesperación que de la maldad. El director parece guiado por la idea de que el vampiro no encarna un monstruo, sino un ser que ha sustituido la fe por el deseo, el amor por la permanencia.
Las tramas secundarias aportan una textura coral. Los personajes femeninos, especialmente Maria y Mina, encarnan distintas formas de la lealtad y el sacrificio. En ellas se aprecia el contraste entre la entrega voluntaria y la dependencia impuesta por el vampiro. La interpretación de Matilda De Angelis aporta a Maria un matiz de ambigüedad que sugiere que incluso dentro del sometimiento puede existir una forma de control. Esta lectura introduce una dimensión social sobre la posición de las mujeres en un sistema de poder masculino, donde la inmortalidad se convierte en metáfora de la posesión. Besson convierte ese conflicto en un espejo del propio Vlad, cuya búsqueda del amor eterno se confunde con la necesidad de dominio.
A nivel narrativo, la película se desplaza entre tiempos sin preocuparse por la precisión histórica. Esa fluidez temporal permite explorar la persistencia de los mitos y su adaptación a las diferentes etapas de la cultura europea. Las referencias al siglo de las revoluciones y al nacimiento de la modernidad refuerzan la idea de que el vampiro representa el último vestigio de un mundo regido por la fe y el linaje. La puesta en escena de Besson juega con esa tensión entre tradición y cambio, dotando al relato de una lectura política en la que la eternidad aparece como una forma de resistencia ante la decadencia social. De ese modo, el mito de Drácula se reinterpreta como una metáfora del poder que se niega a desaparecer, incluso cuando el mundo a su alrededor ya ha cambiado por completo.
El montaje de Lucas Fabiani aporta ritmo a una historia que, de otro modo, podría caer en la dispersión. Cada transición entre épocas funciona como un latido que recuerda la persistencia de la pérdida. Los colores rojizos y dorados dominan el encuadre, reforzando la dualidad entre la sangre y el deseo, la muerte y la pasión. En esa elección estética se percibe un intento por traducir visualmente la contradicción central del personaje: la unión de la espiritualidad con la carne. La dirección de Besson no busca el impacto inmediato, sino la acumulación de atmósferas que van envolviendo al espectador en una sensación de irrealidad. Esa elección otorga al film un tono melancólico que se mantiene incluso en los momentos más violentos.
El guion plantea un dilema moral en torno a la responsabilidad del poder. La transformación del príncipe en criatura eterna puede leerse como una condena autoimpuesta, una forma de castigo por la arrogancia de desafiar al orden divino. A través de esta figura, Besson introduce un comentario político sobre la relación entre la ambición personal y el control de los demás. El vampiro, más que un depredador, encarna una forma de tiranía sostenida en la dependencia emocional. Ese vínculo entre amor y sometimiento atraviesa toda la película, creando un entramado simbólico que va más allá del simple relato de época. De ese modo, la historia se convierte en un estudio sobre los límites del deseo y las consecuencias de la inmortalidad como aspiración.
La interpretación de Caleb Landry Jones sostiene el relato con una fisicidad que roza lo teatral. Su Drácula se mueve entre la fragilidad y la furia, combinando una presencia inquietante con una vulnerabilidad casi infantil. Zoë Bleu, por su parte, encarna a una figura femenina que transita entre la fascinación y el miedo, reflejando la atracción que despierta lo prohibido. La relación entre ambos personajes funciona como eje de un relato donde la pasión se confunde con la redención. Christoph Waltz aporta una presencia que equilibra el conjunto, dotando a su sacerdote de un cinismo que evita cualquier sentimentalismo. El trío forma un triángulo en el que cada mirada parece arrastrar siglos de historia.
‘Drácula’ de Luc Besson se sostiene en la tensión entre lo eterno y lo efímero. Más que una historia de vampiros, se trata de una meditación sobre la memoria y la imposibilidad de desprenderse del pasado. La dirección utiliza el artificio del romanticismo gótico para examinar la persistencia del deseo en un mundo que se empeña en olvidar. Las imágenes, más que describir, sugieren un estado emocional colectivo: la nostalgia de lo perdido y la esperanza de que el amor pueda sobrevivir al tiempo. Esa combinación de elementos convierte a la película en un ejercicio de reinterpretación cultural donde lo sobrenatural se entrelaza con lo histórico, y donde el mito de Bram Stoker encuentra una voz nueva que, sin alardes, propone otra forma de mirar al monstruo.
