Cine y series

Desapariciones: ¿Vivos o muertos? - temporada 2

Alex Irvine-Cox

2025



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'Desapariciones: ¿Vivos o muertos?' arranca sin ruido, como si quisiera que el espectador entrara a tientas en la vida de quienes dedican sus días a buscar a los ausentes. La serie, dirigida por Alex Irvine-Cox y estrenada en Netflix, no pretende impresionar ni levantar la voz. Se adentra en la rutina de los agentes del condado de Richland, en Carolina del Sur, para observarlos con una mirada que evita adornos. A través de cuatro episodios, el relato se construye a partir de la tensión entre la urgencia de encontrar y el cansancio de una tarea que nunca garantiza desenlace. Lo que se muestra es la maquinaria humana de una institución que trabaja en la frontera entre la esperanza y el desgaste, donde cada caso parece un espejo del deterioro social que la rodea.

Cada investigación parece sencilla al principio: un niño que se pierde, un joven desaparecido, una mujer que no regresa a su hotel. Sin embargo, conforme avanza la narración, se descubre que esas historias contienen los mismos problemas que atraviesan cualquier comunidad: la desigualdad, la desconfianza y la violencia cotidiana. La cámara sigue de cerca a los agentes, con un ritmo pausado que deja respirar el tiempo y permite ver cómo la desesperación se mezcla con la metodología. La serie rehúye del artificio de las reconstrucciones heroicas y apuesta por el registro directo, el detalle y el tono sobrio. La tensión no proviene de la espectacularidad, sino de la lentitud con la que el vacío se instala en cada escena.

La temporada centra su atención en el grupo de investigadores liderado por Vicki Rains, una mujer que combina frialdad profesional con una sensibilidad que intenta no desbordarse. A su lado, Heidi Jackson y J.P. Smith representan la constancia del trabajo policial frente a un entorno que rara vez ofrece resultados gratificantes. Irvine-Cox muestra su labor como un esfuerzo sostenido, casi obstinado, donde el método se convierte en una forma de resistencia ante la impotencia. Los tres construyen un retrato de funcionarios que lidian con el dolor ajeno sin dejar de pertenecer a un sistema que los limita. La serie sugiere, sin afirmarlo de manera explícita, que la búsqueda de los desaparecidos no solo revela crímenes, sino también los huecos del propio Estado.

El caso de Morgan Duncan marca el punto más duro del relato. Un joven desaparece dejando su teléfono, su cartera y sus medicamentos en casa, y lo que parecía un extravío se transforma en una historia de exclusión, drogas y abandono. La investigación, que transcurre en los barrios menos favorecidos de Columbia, expone el fracaso de un sistema sanitario y social que deja a muchos a la deriva. Cuando el cuerpo aparece meses después, el hallazgo apenas funciona como alivio. Lo que queda es la evidencia de una estructura que solo actúa cuando ya es demasiado tarde. Irvine-Cox trata esta trama sin sentimentalismo, con una precisión casi quirúrgica que amplifica su carga moral.

En paralelo, la desaparición de Shandon Floyd ofrece otro ángulo del mismo territorio. Su historia introduce temas que el género del true crime rara vez aborda con franqueza: la discriminación de las mujeres trans, la marginalidad económica y la violencia de los prejuicios. La investigación revela que Shandon no murió por una conspiración sino por una sobredosis, y sin embargo la serie consigue que esa muerte resuene como un acto de injusticia colectiva. La falta de respuesta judicial y el desinterés institucional reflejan una sociedad incapaz de proteger a quienes considera prescindibles. Netflix convierte ese vacío legal en una pregunta sobre la moral contemporánea: qué vidas merecen atención y cuáles se disuelven sin ruido.

A lo largo de la temporada, la puesta en escena mantiene un tono contenido que refuerza la credibilidad de lo que muestra. Los espacios son grises, las oficinas estrechas y los apartamentos vacíos, como si el entorno físico absorbiera la angustia de los personajes. La fotografía evita el brillo y se inclina por la uniformidad, reforzando la sensación de encierro. Los silencios pesan más que las palabras y el sonido de los pasos o el zumbido de los fluorescentes sustituyen a la música incidental. Esa elección estética dota al conjunto de una coherencia que lo aleja del espectáculo y lo acerca a la observación documental. Irvine-Cox parece entender que el drama ya está en los hechos, que cualquier intento de embellecerlo sería una forma de traición.

La estructura narrativa se apoya en dos movimientos: la acción inmediata y la reflexión contenida. Los agentes buscan, pero también piensan, y la serie permite que esos momentos de pausa adquieran el mismo valor que las secuencias de persecución. Lo que se muestra es una forma de trabajo que depende tanto de la técnica como de la empatía, de la resistencia emocional y de la comprensión de los contextos sociales. Cada caso es una historia de desaparición, pero también una radiografía del entorno que la produce. La desaparición, en este sentido, se convierte en metáfora de un país donde demasiadas personas viven sin ser vistas.

El ritmo lento y las repeticiones deliberadas ayudan a construir un retrato coral que evita el maniqueísmo. Los familiares, los vecinos y los testigos aportan fragmentos que completan el relato sin desviarlo. Lo interesante es cómo el montaje deja espacio para que esas voces respiren, sin imponer una lectura unívoca. Irvine-Cox logra que la atención del espectador se desplace del misterio policial a la observación del comportamiento humano. Lo que queda al final no es la curiosidad por el desenlace, sino la comprensión de que cada búsqueda deja heridas visibles y otras que permanecen bajo la superficie.

La temporada ofrece una lectura política clara: las desapariciones no son hechos aislados, sino síntomas de un modelo social que tolera la exclusión. En esa idea reside su fuerza. El relato no culpa a individuos concretos, sino que señala las estructuras que permiten que tantas personas se desvanezcan sin que nadie las eche de menos. La cámara, sin editorializar, deja que los silencios y las ausencias hablen por sí solos. En esa distancia medida, la serie alcanza una honestidad poco habitual en la televisión actual. Irvine-Cox demuestra que el compromiso puede expresarse también a través de la contención, y que la neutralidad formal no implica indiferencia.

'Desapariciones: ¿Vivos o muertos?' consigue que el espectador se enfrente a una realidad incómoda sin dramatismos impostados. Su mayor virtud radica en la manera en que convierte la rutina policial en un espejo de la sociedad que la produce. No busca héroes ni villanos, sino la complejidad de las vidas interrumpidas. Netflix acierta al dar espacio a un relato que se sostiene por su equilibrio entre observación y pensamiento. Lo que deja tras su visionado es una sensación de gravedad tranquila, la certeza de que cada caso resuelto o abierto es parte de una misma historia colectiva sobre el abandono, la búsqueda y la resistencia cotidiana.

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