Cine y series

Depeche Mode: M

Fernando Frías de la Parra

2025



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El aire denso de Ciudad de México parece envolver cada plano de ‘Depeche Mode: M’, donde Fernando Frías de la Parra retrata tres noches en el Foro Sol bajo una mirada que convierte la música en un territorio de reflexión cultural. La cámara se aproxima a un grupo que atraviesa una etapa marcada por la ausencia y el recuerdo, entrelazando el sonido electrónico con una imaginería que remite a la convivencia cotidiana con la muerte. Frías se detiene en la vibración del público, en la cadencia de los movimientos de Dave Gahan y en la precisión casi ritual de Martin Gore, buscando capturar algo que trasciende el espectáculo. Desde el inicio, el documental se instala en un tono de recogimiento sereno, donde cada destello de luz o cada sombra parece aludir a la fragilidad de lo que permanece y de lo que se disuelve. La dirección se guía por una sensibilidad cercana a la observación poética, más preocupada por el significado de lo efímero que por la grandilocuencia visual, trazando un retrato que mezcla fervor y memoria colectiva.

La trama del documental se sostiene sobre una sucesión de secuencias que alternan la actuación del grupo con escenas de vida mexicana, creando un mosaico que vincula la estética sonora del álbum ‘Memento Mori’ con una concepción ancestral del final de la existencia. La cámara de Frías recorre altares, calles, objetos en desuso y miradas anónimas que refuerzan la idea de que la muerte no interrumpe, sino que acompaña. Esta asociación entre música y ritual transforma la experiencia del concierto en una narración coral donde los espectadores parecen partícipes de una ceremonia compartida. A través de esa estructura, la película abandona cualquier pretensión de linealidad y se adentra en un flujo que une pasado y presente sin transición visible. Cada tema musical adquiere una dimensión simbólica que remite al duelo, pero también a la persistencia. Canciones como ‘World In My Eyes’ o ‘Soul With Me’ funcionan como recordatorios sonoros de una continuidad invisible que el público percibe y acepta sin palabras.

El trabajo de los intérpretes se define por una entrega medida, sin concesiones al dramatismo, y con un control escénico que remite a décadas de dominio sobre el espacio escénico. Dave Gahan se desplaza con la seguridad de quien ha encontrado en el escenario un espacio de comunión, y su cuerpo parece dialogar con la cámara tanto como con la multitud. Martin Gore, en cambio, encarna la contención, el impulso reflexivo que contrasta con la energía del vocalista. Esa tensión entre impulso y contención genera una dinámica que da forma al relato, como si el propio Frías buscara en su montaje una equivalencia visual de ese intercambio constante. La presencia de los músicos Peter Gordeno y Christian Eigner amplía la textura rítmica y otorga densidad al conjunto, reforzando la idea de que el grupo continúa reinventando su sonido sin abandonar su esencia original.

El tratamiento visual constituye uno de los pilares del documental. Las imágenes adoptan un ritmo pausado, intercalando planos amplios del público con detalles mínimos: un dedo vendado, un cráneo decorativo, un haz de luz sobre un rostro. Esa sucesión no responde a una estructura predecible, sino a un pulso interior que el director mantiene de forma coherente. La cámara actúa como testigo y como narradora, desplazándose entre lo monumental y lo íntimo sin jerarquías. Frías utiliza texturas granuladas y contrastes lumínicos que evocan una materialidad casi táctil, como si la imagen pudiera capturar la vibración del sonido. La elección de ciertos recursos, proyecciones superpuestas, ralentizaciones y virajes cromáticos, no busca deslumbrar, sino acompañar el ritmo emocional del concierto. La puesta en escena conserva un sentido artesanal, cercano al trabajo de cineastas que conciben la forma como prolongación del pensamiento, en la línea de autores como Pawel Pawlikowski o Wim Wenders, aunque con una identidad claramente latinoamericana.

La dimensión política y social se manifiesta sin necesidad de discurso explícito. La película inscribe el universo musical británico dentro de un contexto mexicano que transforma su significado. La coincidencia temporal con las celebraciones del Día de Muertos refuerza la idea de que la colectividad asume la pérdida desde la convivencia y no desde la melancolía. Frías introduce fragmentos visuales de archivo que conectan con tradiciones populares, sugiriendo que la música extranjera puede integrarse en la identidad local sin conflicto. En esa fusión, ‘Depeche Mode: M’ plantea una reflexión sobre la globalización cultural y sobre cómo los símbolos migran, se reconfiguran y encuentran nuevos significados. El público, convertido en coro multitudinario, encarna ese diálogo entre culturas que la banda ha cultivado durante más de cuatro décadas.

La estructura narrativa se aleja del documental informativo y se aproxima a la forma de una elegía audiovisual. Cada bloque temático se une mediante una lógica sensorial que prioriza la percepción sobre el relato tradicional. Esa estrategia puede parecer arriesgada para un espectador que busque una exposición lineal, pero resulta coherente con la intención de explorar el vínculo entre sonido y trascendencia. Frías asume el riesgo de eliminar entrevistas o testimonios explicativos y confía en la imagen como lenguaje autosuficiente. En lugar de presentar un retrato biográfico del grupo, la película configura una especie de espejo colectivo donde los fanáticos, los músicos y el propio entorno urbano se reflejan mutuamente. La presencia del narrador Daniel Giménez Cacho aporta una capa literaria que amplía el alcance simbólico del conjunto, dotando de cadencia verbal a la sucesión de imágenes.

El ritmo de montaje sostiene una cadencia hipnótica que alterna explosión y recogimiento. La música adquiere un protagonismo absoluto, y cada tema funciona como un capítulo dentro de una sinfonía visual. El sonido del sintetizador, tan característico de la banda, se combina con la percusión de la multitud, formando una textura que el director utiliza como puente entre la tierra y lo intangible. Esa superposición entre lo musical y lo ritual configura una atmósfera que se mantiene constante hasta los créditos finales, sin caer en grandilocuencia ni sentimentalismo. Frías logra que cada secuencia se perciba como parte de un ciclo, donde el inicio y el final parecen confundirse. La sensación resultante es la de un tiempo suspendido, una pausa prolongada en la que la música sirve de consuelo colectivo ante la certeza del fin.

‘Depeche Mode: M’ se alza, por tanto, como una obra que transforma el registro habitual del documental musical en una experiencia de contemplación compartida. Sin recurrir a artificios narrativos, consigue traducir una vivencia sonora en un acto de comunión visual. La película permite observar cómo una banda con décadas de trayectoria mantiene intacta su capacidad para generar vínculo con sus seguidores, incluso en un contexto marcado por la ausencia. El resultado no busca exaltar ni conmover, sino ofrecer una mirada sostenida sobre la permanencia de aquello que la muerte no interrumpe. En su quietud y su equilibrio, el trabajo de Frías propone una forma de entender la música como territorio de encuentro entre memoria y presente, entre lo íntimo y lo colectivo.

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