El azar, como fuerza irracional e irónica, suele confundirse con destino. A veces, un rostro puede valer más que una vida, más que toda una memoria. En ‘Yo no soy Mendoza’, no hay lugar para la voluntad: lo que define a un hombre es su parecido con otro, su habilidad para encajar en una sombra ajena, en una estructura que no fue hecha para él, pero que lo devora. Las calles de Ciudad de México, aunque apenas reconocibles en su simulación colombiana, laten como fondo constante de una simulación más profunda: la de un mundo donde la verdad pesa menos que la apariencia, y donde sobrevivir exige perfeccionar la mentira.
La serie articula con ritmo sostenido una maquinaria de desdoblamientos. Julián García, personaje central encarnado por Vadhir Derbez, es arrebatado de su anonimato para ser lanzado a un universo donde las reglas son otras y el lenguaje del poder se oculta bajo formas suaves, pero implacables. No se trata de una historia de ascenso, sino de su contrario: un descenso velado en el que la identidad se vuelve máscara, contrato, amenaza. Gaitán parece mirar con escepticismo la idea de que el acceso al lujo transforma. Aquí, lo que transforma es el miedo.
El guion trabaja la estructura del doble con una precisión que se permite incluso ciertas licencias melodramáticas. Julián y Esteban Mendoza no solo representan dos clases sociales: son dos formas opuestas de leer el mundo. Mientras uno observa con ansiedad, el otro manipula con cálculo. Lo interesante es que esta oposición no desemboca en una reconciliación ni en un aprendizaje moral. Todo se ensucia y se revuelve sin redención.
Laura Londoño, en el papel de Laura Santander, encarna un dilema constante entre la complicidad y el desconocimiento. Su personaje no está diseñado para deslumbrar, sino para sostener un equilibrio que el guion amenaza romper en cada escena. El matrimonio forzado entre ella y el nuevo Mendoza opera como una prisión afectiva que visibiliza el lado más incómodo de los vínculos bajo coerción. Ella no reacciona con ira ni con ternura: fluctúa. Esa ambigüedad es uno de los puntos más logrados del relato.
La estructura episódica se apoya en giros narrativos que tienden a la exageración, sin llegar a lo burlesco. Lo inesperado es aquí un recurso habitual, casi mecánico, pero en ocasiones logra cuestionar la propia lógica interna del relato, al dejar en evidencia el sinsentido de la vida institucionalizada, ya sea en un casino o en un matrimonio. Los enemigos no son monstruos de caricatura, pero tampoco hay un intento por otorgarles matices que los humanicen. Parecen estar ahí para recordarnos que toda farsa tiene guardianes y que la mentira, cuando amenaza al sistema, se paga cara.
La fotografía rehúye lo espectacular. Hay una estética del encierro, incluso en los espacios abiertos. La riqueza no se presenta como aspiracional, sino como una cárcel de paredes doradas. Las decisiones visuales acompañan con discreción un relato que no necesita gritar para ser inquietante. Hay algo en la quietud de ciertas escenas que sugiere que el verdadero conflicto nunca se pronuncia del todo.
Vadhir Derbez logra diferenciar con nitidez las dos máscaras que le corresponden. Su interpretación no es excesiva, sino que se apoya en gestos mínimos, en la manera de caminar o evitar una mirada. No hay esfuerzo por hacer de Julián un héroe ni de Mendoza un villano. Ambos cuerpos comparten el peso de una estructura que los utiliza como piezas intercambiables.
‘Yo no soy Mendoza’ se construye desde la desconfianza. La trama desconfía del poder, del amor, de la familia, de la justicia. Pero esa desconfianza no se celebra ni se transforma en cinismo: simplemente se constata. Gaitán, en su último relato, parece querer advertir que toda ficción social, sea una relación amorosa o una identidad corporativa, es siempre precaria y maleable. No hay fondo seguro donde apoyarse.
Si algo puede decirse del legado que deja esta serie, es su manera de observar el teatro del mundo sin disimulo. Gaitán no propone una revolución ni una escapatoria: solo deja al descubierto el engranaje. Las risas, cuando aparecen, no alivian. Son reflejos nerviosos ante la incomodidad. El humor se adhiere al relato como una costra que no logra ocultar la herida.
‘Yo no soy Mendoza’ no apuesta por la sorpresa, sino por el desgaste. Episodio tras episodio, los personajes no evolucionan: se erosionan. El falso Mendoza no alcanza a convertirse en el verdadero, pero tampoco puede volver a ser Julián. Esa zona intermedia es el corazón más lúgubre de la serie, donde nadie pertenece y todos actúan. En ese teatro sin escenario, lo único que queda es fingir bien, para no perder del todo.
'Yo no soy Mendoza' ya está disponible en Netflix.