Cine y series

Washington Black

Wanuri Kahiu

2025



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En ocasiones, la memoria se disfraza de aventura. A veces, solo el viento es testigo de las rutas que tomaron quienes jamás tuvieron elección. Desde el primer plano de ‘Washington Black’, el relato se posiciona como una confrontación entre lo visible y lo borrado, entre lo que se celebra y aquello que persiste como fantasma. No hay apología al pasado en la propuesta de Wanuri Kahiu, sino una evocación: la de una infancia intervenida por la huida, donde la educación aparece menos como herramienta que como coartada.

La historia se sostiene sobre una fragilidad compartida: la de un niño que aprende a mirar el mundo desde un lugar impuesto, y la de un hombre que, al recordarlo, no encuentra coordenadas fijas. Hay algo deliberadamente huidizo en el modo en que Kahiu construye la narración, como si la certeza fuera siempre una imposición foránea. Entre cielos improbables, naves que no deberían volar y silencios que dicen más que los diálogos, se despliega un relato que se empecina en evitar cualquier forma de clausura.

‘Washington Black’ se desarrolla entre dos líneas temporales que no se corrigen entre sí, sino que se observan con recelo. La infancia de Wash —encarnada con solvencia por Eddie Karanja— se muestra con una distancia que, más que estilística, parece ética. La brutalidad de su entorno se reduce a ecos, como si la violencia hubiese sido comprimida para permitir que otras formas de opresión afloraran con mayor claridad. Su talento para la ciencia es el hilo narrativo que lo arrastra fuera de Barbados, pero ese mismo talento lo convierte en objeto de interés, nunca en sujeto pleno.

En la etapa adulta, interpretada por Ernest Kingsley Jr., el personaje gravita entre la idealización de la libertad y la carga del pasado. Su vida en Halifax no puede desvincularse de su origen, y el intento por construir algo nuevo se ve continuamente saboteado por las cicatrices mal cerradas. Medwin (Sterling K. Brown) aparece como una figura de autoridad serena, pero su papel queda limitado a una funcionalidad narrativa que no termina de ser explorada. Algo similar ocurre con Tanna (Iola Evans), cuya doble pertenencia racial se reduce a una serie de frases reiterativas que no logran articular del todo la complejidad que se le asigna.

El montaje alterno entre pasado y presente, lejos de enriquecer el relato, diluye la urgencia emocional. Las escenas que se inscriben en el marco de la aventura —dirigibles, piratas, descubrimientos científicos— actúan como espacios de evasión más que como motores dramáticos. Kahiu parece interesada en mantener la tensión entre lo tangible y lo ilusorio, pero el equilibrio no siempre se sostiene. La dirección artística y la fotografía imprimen una textura elegante, aunque por momentos acusan cierta rigidez visual, como si el artificio hubiese tomado las riendas del discurso.

Tom Ellis, en el rol de Titch, construye una figura ambigua que evita la caricatura del salvador. Su relación con Wash, sin embargo, queda atrapada entre el afecto genuino y la funcionalidad estructural. Cuando el relato requiere que ese vínculo se transforme en motor de cambio, lo hace sin desarrollar suficientemente sus contradicciones. Y es ahí donde la serie se vuelve menos persuasiva: en su deseo de armonizar lo irreconciliable.

El tratamiento de la racialidad y el mestizaje, lejos de cualquier mirada académica o ideológica, se plantea desde una mirada afectiva, aunque a menudo simplificada. La tensión entre la pertenencia y el rechazo atraviesa a todos los personajes racializados, pero no se profundiza más allá de lo evidente. Los conflictos entre el deber filial y la afirmación individual se presentan de forma reiterada, con escaso margen para lo imprevisto.

‘Washington Black’ se aproxima a la historia desde una óptica visualmente cuidada, pero conceptualmente contenida. Su mayor virtud está en los detalles: una mirada que duda, una frase incompleta, un mapa arrugado que señala destinos inalcanzables. Ahí se inscribe el relato que parece querer emerger, pero que a menudo queda subordinado a un diseño narrativo que prefiere la armonía a la fricción.

La serie evita posicionarse con contundencia, lo que le permite oscilar entre distintos tonos —romance, aventura, drama histórico— sin comprometerse del todo con ninguno. Esa indefinición puede leerse como gesto deliberado, pero también como síntoma de una dirección que privilegia el trazo amplio frente al matiz.

‘Washington Black’ se inscribe en un tipo de relato que busca recuperar figuras silenciadas sin someterlas al espectáculo del dolor. Pero en su esfuerzo por evitar lo cruento, elude también lo incómodo. En su intento por construir una epopeya ligera, se desprende de algunas de las aristas que daban peso al texto original. La historia se mueve, pero no siempre avanza; flota, como su propia máquina, sin destino fijo.

Y quizás ahí resida su mayor hallazgo: en la imagen de un viaje sostenido por promesas no cumplidas, donde cada llegada es apenas una pausa en el exilio.

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