Cine y series

Vida en pausa

Alexandros Avranas

2024



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Algunas heridas no se manifiestan con sangre. Se infiltran sin ruido, se acumulan en los márgenes de la normalidad hasta que el cuerpo, incapaz de sostener lo invisible, decide callar por completo. ‘Vida en pausa’ orbita esa zona muda: la del daño no reconocido, del trauma no documentado, del sufrimiento que no encaja en formularios. En la película de Alexandros Avranas, no hay un drama a punto de estallar, sino una erosión constante, casi geológica, que va desfigurando la vida de una familia hasta dejarla irreconocible. Su centro no es el grito, sino el colapso. No se presenta un punto de quiebre, sino una larga caída sin sonido.

Rodada con una precisión incómoda y una frialdad que evita cualquier refugio emocional fácil, la película transcurre en ese terreno áspero donde los gestos se tornan actos de resistencia y la rutina esconde amenazas. Lo que en otras manos podría haber sido un drama social encendido, aquí se torna una observación meticulosa del desgaste cotidiano. Una familia rusa llega a Suecia tras huir de una persecución que nunca vemos, pero cuya huella es imborrable en sus gestos. Han aprendido el idioma, se han adaptado a las costumbres, han intentado camuflarse entre los muebles de un país que se presenta como neutral pero que funciona con la lógica de la exclusión.

El asilo no se concede y, poco después, la hija menor cae en un coma inexplicable. No hay virus, no hay golpe: solo un abandono tan sistemático que el cuerpo reacciona desconectándose. Lo que sigue no es tanto una investigación como una serie de exámenes: psicológicos, administrativos, morales. La enfermedad, identificada como “Síndrome de Resignación”, es tratada por el sistema como una desviación controlable. Los padres deben asistir a clases para aprender a sonreír. Las visitas al hospital son breves, monitorizadas. La distancia entre padres e hijas no es solo física: es institucional. El afecto se convierte en una variable más dentro de un experimento social con apariencia de normalidad.

Avranas prescinde de cualquier ornamentación. La cámara, casi siempre estática, convierte cada escena en una vitrina. La casa de acogida, el hospital, incluso las calles suecas, están despojadas de afecto. Todo está dispuesto para observar sin implicarse. En ese distanciamiento radica parte de la fuerza de la película: obliga al espectador a permanecer en la misma franja emocional que los personajes, atrapados en una espera interminable, entre la aceptación y la pérdida. El color es otro agente de esta lógica del control. Los tonos pálidos, las superficies limpias, los muebles funcionales: todo contribuye a una atmósfera donde cualquier desvío de la norma parece una amenaza.

Las interpretaciones no buscan empatía inmediata. Chulpan Khamatova y Grigory Dobrygin interpretan a unos padres cuyo dolor no se desborda, sino que se contiene hasta lo insoportable. Naomi Lamp, como la hija mayor, sostiene una tensión interior que se filtra con eficacia, sobre todo cuando se ve empujada a sustituir a su hermana en el proceso de apelación del asilo. La frialdad general del relato permite que los pequeños gestos —un baño en una piscina, una canción en el coche— adquieran un peso insospechado. No redimen nada, pero irrumpen en la monotonía del control con una tímida desviación.

‘Vida en pausa’ se mantiene deliberadamente al margen de todo sentimentalismo. Incluso cuando insinúa una deriva más surrealista —esa clínica blanca donde se enseña a los padres a actuar con normalidad, como si estuviesen en un simulacro perpetuo—, Avranas elige una puesta en escena contenida, casi documental. Los matices satíricos no buscan alivio, sino énfasis. Lo absurdo no libera, sino que encierra.

En el fondo, la película no se trata de una enfermedad concreta, ni siquiera de un caso excepcional. Es un retrato de cómo ciertas estructuras democráticas, al aspirar a la neutralidad, terminan fabricando nuevas formas de violencia. Lo que se presenta como protocolo es en realidad un modo de mantener a distancia lo que incomoda. La pausa del título no es solo el estado físico de una niña, sino el síntoma más claro de una sociedad que ha decidido dejar en suspenso todo aquello que no puede o no quiere integrar. Avranas no describe un caso, sino una atmósfera que se extiende como una niebla seca: nada la detiene, pero nada crece en ella.

‘Vida en pausa’ no aspira a conmover, ni a denunciar de forma abierta. Tampoco dramatiza el dolor. Simplemente lo deja allí, suspendido, contenido en planos fijos y diálogos que no avanzan. Y en ese estatismo encuentra su mayor acierto: una forma cinematográfica que convierte el desgaste emocional en materia visible. Una imagen de nuestro tiempo donde la vida, en ciertos márgenes, no se interrumpe de golpe, sino que se va desdibujando hasta desaparecer sin hacer ruido.

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