Cine y series

Una Vida Soñada

Morgan Simon

2024



Por -

Los días se arrastran sin contorno claro cuando la certidumbre ha dejado de existir. No se trata del drama, sino de una quietud hostil, del peso de una rutina que ha dejado de tener sentido y aún así no se detiene. El tiempo avanza sin promesas, como un animal dormido que respira con esfuerzo. En este clima de desgaste constante, donde cada objeto parece desentonar con el deseo de seguir adelante, se inscribe la figura de Nicole. Su historia no se impone: se filtra, se acumula, se desborda sin hacer ruido.

‘Una Vida Soñada’ no busca consuelos. Propone una inmersión en los restos de una vida erosionada por la falta de oportunidades, la presión de un entorno que no perdona los tropiezos y la tensión latente entre generaciones que ya no se reconocen. Morgan Simon se aproxima al relato sin elevarlo ni embellecerlo. La periferia, retratada desde el desgaste material y afectivo, se impone como un paisaje de fondo donde la desafección ha ganado espacio sin necesidad de gritar. La cámara observa, resiste la tentación de intervenir. No ofrece alivio.

Nicole (Valeria Bruni-Tedeschi) vive sin red. Está sola, sin empleo, endeudada, sin prestigio social que la respalde, con un hijo que empieza a abandonarla emocionalmente, aun compartiendo techo. La película avanza desde esa precariedad. No como un punto de partida, sino como condición estructural. El guion no fuerza giros, más bien deja que los vínculos se deformen con naturalidad: la madre que insiste en sostener lo que ya no se sostiene; el hijo que, saturado, se retira sin crueldad, pero sin contemplaciones.

Simon sitúa la historia en el umbral de las fiestas navideñas, ese momento donde el consumo impone alegría y cualquier carencia se vuelve más visible. No hay ternura en ese encuadre temporal, sino una especie de ironía amarga. La cena compartida, los adornos excesivos, el esfuerzo inútil por convertir una velada en algo memorable acentúan lo irrecuperable: Nicole intenta compensar con gestos, con objetos, con ideas, pero ya no tiene acceso a lo que realmente se le ha negado. Serge, su hijo, deja claro que lo que está en juego no es un regalo, sino el deterioro acumulado de una relación.

El personaje de Norah, administradora de un bar de barrio interpretada por Lubna Azabal, entra sin estridencias. Su presencia no busca redimir a Nicole, sino reconocerla. Ahí donde todo parece indicar clausura, el film introduce una apertura: mínima, periférica, precaria también, pero real. Morgan Simon no convierte este encuentro en salvación, sino en coexistencia. Se sugiere una forma alternativa de estar en el mundo, sin necesidad de corregir lo que ya ha sido arrasado.

Valeria Bruni-Tedeschi sostiene la fragilidad del personaje sin caer en la afectación. Se mueve entre lo grotesco y lo quebrado, bordeando una teatralidad que por momentos incomoda, pero que nunca se desentiende del conflicto. Su Nicole no es solo víctima de un contexto: también desborda, invade, se impone con torpeza. Esa ambigüedad dota al personaje de una presencia inestable, desajustada, incapaz de encajar en ninguna norma de la corrección.

La puesta en escena recurre a espacios cerrados, asfixiantes, cargados de elementos decorativos que no dialogan con lo real, sino que lo simulan. La casa de Nicole, invadida por plantas falsas y objetos innecesarios, no busca parecer hogar. Funciona como cápsula, como intento de reconfigurar lo que ya no se tiene. Es un decorado emocional: un lugar donde el tiempo no avanza, pero tampoco permite el retroceso.

El contexto social, aunque presente, no se convierte en tesis. La película evita didactismos incluso cuando asoma la crítica a las instituciones, el racismo estructural o el desprecio hacia los sectores marginados. Hay algo más punzante que una denuncia: la exposición cruda de una mecánica de exclusión donde ni siquiera la protesta tiene ya lugar. Simon inscribe su relato en ese desencanto estructural, pero sin caer en la queja ni en el cinismo.

La relación madre-hijo se articula en términos de saturación. El afecto no desaparece, pero pierde forma. Serge no desprecia a Nicole: simplemente no puede con ella. El film capta con precisión ese tipo de vínculo que no muere, pero se vuelve invivible. La violencia que se insinúa no se concreta, pero está ahí, en los gestos, en los cambios de tono, en las ausencias. No hay reconciliación en el sentido convencional. Tampoco ruptura. Lo que persiste es una distancia sin resolución.

‘Una Vida Soñada’ no cae en la nostalgia ni en el fatalismo. Se instala en ese espacio ambiguo donde lo que ocurre es lo único posible, aunque no sea lo deseado. La estructura narrativa no propone crecimiento ni descenso. Más bien, oscila. La historia se construye como un vaivén sin rumbo, un movimiento que no se detiene pero tampoco llega. El final no clausura, simplemente deja de insistir.

La película ha sido proyectada en la X Muestra de Cine Francófono de Madrid.

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