Hay vínculos que nacen como errores tipográficos. Pequeños gestos en el lugar equivocado que terminan por dar forma a un espacio compartido. ‘Un like de Bob Trevino’ se asienta en esa lógica de lo improbable: dos vidas sin relación biológica ni coincidencia generacional que encuentran en la interfaz de una red social una forma precaria, pero funcional, de reconstrucción. No hay estridencia ni sobresalto en su arranque. El relato avanza con la parsimonia de lo cotidiano, dejando que la emoción se filtre como humedad en las grietas de una existencia fatigada. No hay impulso moralizador en su recorrido, solo un retrato minucioso de dos personajes sostenidos por la necesidad silenciosa de afecto.
Lily Trevino no se presenta como víctima ni heroína, sino como alguien acostumbrada a administrarse en la periferia emocional de los otros. Su mundo está configurado por la renuncia: a la rabia, al reproche, a la exigencia. Desde esa superficie frágil, Barbie Ferreira construye un personaje con aristas sin resolver, cuya máscara de funcionalidad empieza a resquebrajarse a medida que la narrativa permite que el dolor se cuele sin aviso. La película no fuerza la compasión, pero sugiere con claridad de qué están hechas las heridas: de silencios acumulados, gestos mezquinos y ausencias administradas como castigo.
El otro Bob Trevino, interpretado con sobriedad y calidez por John Leguizamo, es el tipo de figura que no invade el plano con ínfulas de redentor. Su rol se define más por lo que observa que por lo que impone. Su relación con Lily se articula desde una suerte de pacto tácito: saberse insuficientes pero dispuestos. Las escenas que comparten prescinden de cualquier simbolismo forzado. Son instantes funcionales —arreglar un lavabo, pasear por un refugio de animales— que adquieren sentido por la persistencia afectiva que los sostiene. Lo relevante no es el gesto, sino el lugar desde donde se ofrece.
Tracie Laymon acierta al no dramatizar la disfunción paterna de forma explícita. French Stewart encarna a un padre tan banal en su toxicidad que la distancia con Lily no produce sorpresa, sino un cansancio profundo. Su forma de castigar es pasiva, administrando el afecto como una moneda de cambio. Esa violencia latente, escondida en gestos triviales y reproches minúsculos, encuentra su contrapeso en la figura del nuevo Bob, cuyas acciones (mínimas, rutinarias) revelan una ética que no necesita ser nombrada.
El guion evita caer en el sentimentalismo de manual gracias a la tensión constante entre lo que se dice y lo que se calla. La comedia, cuando aparece, lo hace como estrategia de contención, nunca como válvula de escape. Lily no es graciosa porque busque hacer reír, sino porque su desajuste emocional se traduce en una torpeza funcional que resulta incómodamente humana. Ferreira interpreta esta dualidad con un control admirable, evitando tanto la caricatura como la impostura dramática.
A medida que la relación entre ambos personajes se asienta, la película gana en serenidad. No hay necesidad de introducir grandes giros ni conflictos artificiales. El peso está en los matices: un silencio incómodo, una sonrisa sostenida más allá de lo razonable, una frase torpe que contiene más verdad que un discurso entero. Rachel Bay Jones, en el papel de la esposa del segundo Bob, aporta un contrapunto preciso, sin reclamar foco pero dotando al entorno de un realismo doméstico que evita el aislamiento escénico de los protagonistas.
‘Un like de Bob Trevino’ encuentra su forma en la modestia de su propuesta. No hay interés por construir una fábula ni una denuncia, sino una mirada detenida sobre cómo ciertas conexiones, aunque improbables, permiten reconfigurar la noción de familia. La historia avanza sin voluntad de redención, dejando espacio a los personajes para que se equivoquen, retrocedan y permanezcan en lugares que no siempre les favorecen. Esa libertad narrativa permite que la emoción emerja sin adornos, y que la ternura no se imponga, sino que se gane.
Tracie Laymon dirige con una sensibilidad que prioriza el espacio compartido sobre el drama individual. La fotografía evita el énfasis, la música acompaña sin subrayar, el montaje privilegia los tiempos muertos por encima del ritmo funcional. Todo ello configura una obra que se sostiene más en las texturas que en los acontecimientos, y que apuesta por la acumulación silenciosa antes que por el clímax estructural.
No hay intención de ofrecer explicaciones universales ni consuelos prefabricados. Lo que queda tras el final no es un mensaje, sino una sensación: que en un mundo saturado de vínculos instrumentales, el gesto más elemental, prestar atención, puede resultar extraordinario.