Las ruinas del espectáculo no se ven desde la platea, sino cuando se apagan las luces del camerino. Quedan los espejos con bombillas fundidas, los restos de pegamento en las pestañas postizas, el olor rancio del spray fijador. Ahí, en el límite invisible entre función y olvido, se sostiene Shelley, el personaje central de ‘The Last Showgirl’, interpretado por una Pamela Anderson que no se disfraza sino que se deshace, poco a poco, en cada gesto. La película se enmarca en una ciudad que no espera a nadie: Las Vegas, símbolo de lo efímero, donde la permanencia resulta sospechosa y el paso del tiempo se mide en reemplazos.
Gia Coppola captura este ocaso con una cámara que no juzga ni maquilla. Las calles soleadas a deshora, los rincones sin turistas, los trajes colgados como reliquias: todo compone una carta de despedida escrita desde un presente que ya no encuentra sentido en el aplauso. El cierre inminente del espectáculo ‘Le Razzle Dazzle’ funciona como detonante, pero la herida viene de antes. La historia de Shelley es menos una caída que una larga persistencia, una negativa a soltar el único lugar donde fue alguien.
Pamela Anderson encarna ese anclaje con una vulnerabilidad casi obstinada. Su Shelley habla con un tono que parece imitar a su yo del pasado, como si intentara conservar una voz que ya no le pertenece. En el escenario, todavía brilla; fuera de él, su andar es opaco. La relación con su hija Hannah, interpretada con aspereza contenida por Billie Lourd, es el reflejo más cruel de esa doble vida. Entre ellas, no hay espacio para la reconciliación, solo una acumulación de gestos rotos que nunca terminan de alcanzar al otro.
La puesta en escena rehúye la nostalgia y se instala en lo que queda después. Coppola utiliza la escenografía gastada del casino como si fuera un cuerpo que se deteriora, uno que ya no logra sostener la ilusión que prometía. Las coreografías se ensayan como rituales vacíos, el vestuario deslumbra pero no seduce, y las conversaciones entre bambalinas reemplazan cualquier artificio narrativo. El retrato coral de las otras bailarinas —más jóvenes, más pragmáticas— ofrece un contraste medido, donde la frescura inicial deja paso al cálculo laboral. Shelley, en cambio, aún insiste en defender el espectáculo como si hablara de una fe.
El personaje de Eddie (Dave Bautista) emerge como una figura residual de afecto, más cómodo en la sombra técnica del escenario que bajo los focos. Su vínculo con Shelley no promete redención ni solución, sino la compañía mínima que permite resistir. También destaca Annette (Jamie Lee Curtis), quien sobrevive como camarera reciclada de su propio pasado. Curtis borda su personaje con un equilibrio preciso entre caricatura y resignación, y en una escena clave, bailando sola para nadie, sintetiza toda la melancolía estructural del filme.
La dirección de Coppola se apoya en una textura visual que evita la espectacularidad, incluso cuando el vestuario o las luces podrían invitarla. Autumn Durald Arkapaw aporta una fotografía que roza lo crepuscular, sin caer en el patetismo. No hay exaltación del brillo, sino un uso dosificado del color, casi como si cada lentejuela supiera que su función ha terminado.
El guion de Kate Gersten, que arrastra ecos de crónica teatral y memoria personal, permite que los personajes se expresen con torpeza emocional. A veces, eso redunda en diálogos que explican lo que ya se intuye. Pero incluso en esos excesos, la película se mantiene atenta al desgaste, tanto físico como simbólico, de quienes viven anclados a una representación. No se trata de reivindicar el oficio con solemnidad, sino de mostrar cómo el cuerpo termina absorbiendo la ficción hasta volverse indistinguible de ella.
‘The Last Showgirl’ se instala en esa franja en la que la rutina ya no garantiza pertenencia, donde cada intento de volver al pasado expone la crudeza de lo que ha cambiado. La película no busca respuestas ni plantea interrogantes; solo muestra con nitidez lo que queda cuando las plumas se guardan y el telón se cierra.
La interpretación de Anderson, lejos de la construcción heroica, es contenida, quebradiza y funcional a un relato que no necesita grandes revelaciones. No hay transformación, sino exposición: una mujer que se ha disfrazado tanto que ya no sabe distinguir si bajo el maquillaje todavía queda algo reconocible. Gia Coppola opta por retratar este proceso sin redención explícita, permitiendo que la imagen final no sea una conclusión, sino una persistencia. Shelley, sola, en penumbra, sigue bailando. Porque dejar de hacerlo sería aceptar que el espectáculo terminó hace mucho.
