La arena se convierte en umbral cuando el mundo conocido deja de tener bordes. En esa zona suspendida entre la huida y el eco, lo que parecía un gesto desesperado, seguir la pista de una hija entre estallidos de bajo y cuerpos tatuados, se transforma en un desplazamiento sin mapa, donde la única certeza es la erosión. En ‘Sirat’, Oliver Laxe no propone una dirección, sino un tránsito, como si toda la película estuviera escrita sobre una superficie que cambia de forma con cada paso.
La carretera no lleva al centro, sino al desbordamiento. En este filme, la línea recta es ficción, y el camino, al igual que los vínculos, tiende a resquebrajarse. El desierto marroquí no actúa aquí como decorado, sino como límite real y simbólico de un orden que ya no sostiene ni lo familiar ni lo político. El mundo al que estos personajes pertenecían parece haber implosionado fuera de campo. Queda el polvo, el calor, la música y una necesidad ciega de seguir avanzando.
Luis (Sergi López), con su hijo Esteban, no se sitúa en el relato como héroe, sino como figura desplazada. Viene del lugar que ya ha dejado de existir: una vida estable, reconocible, en la que las estructuras familiares aún ofrecían refugio. La desaparición de su hija Mar no sólo inaugura el viaje; desestabiliza la manera de entender la pertenencia. A lo largo del trayecto, la relación con Esteban evita el sentimentalismo, asentándose en el agotamiento compartido, en la precariedad de lo cotidiano.
Laxe se aleja del drama clásico para inyectar su historia en una comunidad efímera que se configura a partir del movimiento. El grupo de ravers que acoge, tolera y finalmente integra a padre e hijo está formado por figuras que escapan a los códigos habituales: amputados, punks, técnicos del sonido, seres que ya han renunciado a una existencia normada. Entre ellos, la idea de hogar no reside en un espacio físico, sino en una práctica común: moverse, montar un sistema de sonido, desaparecer cuando llega la policía o el ejército.
En su primer tramo, la película perfila una convivencia incómoda. Hay humor tenue en los choques culturales, pero pronto la travesía se vuelve más áspera. El tono se torna áspero sin caer en lo nihilista. Una tragedia súbita interrumpe cualquier tentativa de acomodarse en un relato de integración. Lo que sigue es una serie de episodios donde la fragilidad del cuerpo se enfrenta a la violencia de lo externo, sin que ninguna de las dos dimensiones logre imponerse del todo.
Laxe juega con las convenciones del cine de catástrofes, pero las subvierte. La amenaza geopolítica, una guerra en curso, un orden internacional que colapsa, apenas se filtra a través de radios o comentarios sueltos. No hay tanques en primer plano ni escenas de conflicto armado. La violencia es lateral, sorda, y por eso más inquietante. En este mundo, el colapso ya no necesita imágenes espectaculares. Basta con constatar que lo estable se ha vuelto irreconocible.
La música electrónica ocupa un lugar central. No actúa como banda sonora decorativa, sino como textura emocional. Las composiciones de Kangding Ray construyen un lenguaje paralelo, casi tectónico, que estructura las escenas tanto como la fotografía de Mauro Herce. En algunos tramos, la imagen parece someterse al sonido: los cuerpos, las piedras, incluso los silencios vibran como si se vieran afectados por frecuencias inaudibles. Hay algo casi mineral en la forma de narrar, como si la película misma se estuviera sedimentando.
La dimensión simbólica se introduce sin anunciarse. El título, tomado del nombre del estrecho puente entre el infierno y el paraíso en la tradición islámica, no se verbaliza como clave hermenéutica, sino que se despliega en el propio recorrido. No se trata de cruzar de un estado a otro, sino de convivir con esa delgadez peligrosa donde todo puede ceder. Por momentos, los personajes parecen suspendidos sobre ese abismo, sostenidos por alianzas fugaces y gestos mínimos.
Las decisiones formales del director rehúyen el psicologismo. Lo que mueve a los personajes no se enuncia. Se deduce en la forma en que caminan, en cómo manipulan los objetos o en el modo en que resisten al desgaste. Las motivaciones, si existen, se diluyen en la urgencia por llegar a algún lugar, incluso cuando ese lugar pueda ser tan ilusorio como la rave final. Laxe prescinde de explicaciones, no para eludir compromisos narrativos, sino para evidenciar que en este universo, las razones han perdido valor.
‘Sirat’ propone una visión fragmentada de lo que alguna vez fue lo común. No hay Estado, no hay ley que se imponga más allá del tránsito. Pero no hay romanticismo ni épica. El viaje no redime ni reconstituye; simplemente avanza. Y en esa marcha sin horizonte, lo colectivo asoma como única posibilidad de no sucumbir. El grupo, por torpe o improvisado que sea, funciona como sostén cuando ya no queda suelo firme.
Hacia el final, la película se adentra en un territorio ambiguo, casi fantasmal. Lo que era una narrativa de búsqueda se transforma en otra cosa: un recorrido mental, un descenso, o acaso una disolución. Y ahí, en medio de la arena y del ruido, se intuye que lo que se pierde en el camino no siempre se deja atrás. A veces, se arrastra.
